Aparentemente opuesta a la vertiente glamurosa de Fellini, que sale de tanto en tanto a relucir en los suplementos domincales de los periódicos, y que tendría su máximo exponente en la escena del baño de la Fontana di Trevi de Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en La Dolce Vita, existe otra vertiente en la obra del director italiano, mucho más espectral y fúnebre, menos conocida y valorada en cuanto menos amable y más burlona, que se inaugura precisamente con esta peliculita, Toby Dammit.
Esta peliculita constituye el tercer episodio de Tre Passi nel Delirio (1968), película consagrada a Poe. Los otros dos episodios fueron dirigidos por Roger Vadim, director de Barbarella, y Louis Malle, director de Los amantes, Zazie en el metro y Atlantic City, entre otras. Según tengo entendido, esta película fue la última exhibida en Cannes antes de que el festival fuese clausurado en solidaridad con las revueltas estudiantiles: la siguiente película en cartel, Peppermint Frappé de Carlos Saura, ya no fue proyectada.
Como es de suponer, Fellini hizo lo que le dio la gana con el cuentecillo de Poe. Lo actualizó y lo utilizó como quiso, conservando de su argumento tan sólo la anécdota (en realidad el cuento no es más que una anécdota estirada). Fellini realizó un retrato esperpéntico e infernal de un actor inglés, alcohólico y de vuelta de todo, que llega a Roma para protagonizar una película, en concreto un western católico. El actor, que no cree en Dios pero sí en el diablo (que se le aparece bajo la forma inquietante de una niña pelirroja con un baloncito blanco), será conducido de un lugar a otro, como si cada escenario fuese una estación de su particular via crucis: del aeropuerto al estudio de televisión, y de ahí a la ceremonia de entrega de premios de un festival montado ex-profeso. Su único aliciente para aguantar tanto compromiso social serán los tragos regulares a su petaca, hirientes como puñaladas, y la promesa de la entrega por parte de los productores de un Ferrari al finalizar la gala.
En esta película aparecen resumidos, como si se tratara de un pequeño microcosmos felliniano, temas y situaciones que ya habían aparecido en sus películas, y que lo harán de nuevo en otras posteriores. Esta película es una auténtica cesura, un punto y aparte en la trayectoria creativa del director. Temas que habían aparecido en La Dolce Vita desde un punto de vista amable, irónico y un tanto costumbrista, aquí están tratados desde uno nebuloso, propio de pesadilla, en el que se funden sin frontera clara la parodia y lo fantástico. El atasco en la entrada a la ciudad se repetirá, casi plano a plano, en Roma; también el desfile de modelos de la gala de premios remite al desfile de moda eclesiástica que aparecerá en Roma; la crítica a la televisión aparecerá, de una forma más débil, cansada y condescendiente en Ginger y Fred, etc. Por otro lado, no cabe duda de que esta película, a pesar de su carácter burlesco, se convirtió en todo un punto de referencia estético para el giallo italiano.
A partir de esta película, Fellini halla su particular fórmula para hacer coincidentes forma y contenido: todos los elementos de la puesta en escena, desde la escenografía al maquillaje, pasando por el doblaje de los actores y la iluminación, muestran a las claras su auténtica naturaleza artificiosa. Fellini viene a decirnos a partir de esta película que sólo mediante la falsedad y el enmascaramiento se puede elevar el arte sobre el vacío de la existencia, y sobre la presencia acechante de la muerte y el olvido. Todo ello con tal de evitar caer en la pretensión de rellenar ese vacío con alguna dosis de verdad, de trascendencia, o de contenido.
Y Toby Dammit es ante todo una especie de retrato - de trazo grueso, un poco abocetado y sin tomarse a sí mismo demasiado en serio - del magnetismo seductor que ejerce la autodestrucción en el hombre. Tras un periodo de enfermedad y la truncada experiencia del rodaje de Il Viaggio di Mastorna (película en la que Fellini pretendía explorar la muerte y el más allá, pero que acabó en nada, sólo en cuatro o cinco decorados construidos para la ocasión y que quedaron abandonados, como los armatostes de Ocho y medio), Fellini aborda el tema de la autoaniquilación, entenidéndola como una faceta más del narcisismo masculino, una cierta etiqueta de dandysmo adherida sobre la existencia.
Fellini se sirvió de Terence Stamp para encarnar a este artista maldito. Stamp ya había realizado en Italia Teorema de Pier Paolo Pasolini, interpretando al misterioso y andrógino huésped (no tiene nombre en la película ni en la novela del propio Pasolini), que llega a un hogar burgués para sacudirlo desde sus cimientos, sin abrir la boca pero sí exhibiéndose como un peligroso objeto sexual. La hermosa divinidad primitiva, lectora de Rimbaud, pero de objetivos inescrutables, interpretada por Stamp en la película de Pasolini, se convierte en la de Fellini en un dandy acabado, con cierto aire de payaso triste, que se deja seducir por la Muerte, pues entiende que ésta es la única salida a su brutal aburrimiento.
Nada mejor que este vídeo (a partir del minuto 5.42), para comprender qué quería Fellini de Stamp y qué visión tenía del personaje (magistral la imitación que hace Stamp de Fellini):
En la parte final de la película, en la huida de Dammit en su Ferrari, Fellini consiguió algunas de las imágenes más sublimes de toda su filmografía: demostró su capacidad para extraer de lo cotidiano su lado asombroso, así como para remitir con un color, una luz particular, un sonido o un elemento del decorado, a algo vivido con más intensidad en la vida real, pero recreado desde el arte con su punto necesario de artesanía, de trabajo manual, de reconstrucción ficticia.