lunes, 19 de noviembre de 2012

TOURNÉE, DE MATHIEU AMALRIC (2010)

Me cae bien Mathieu Amalric, he de admitirlo. Haga lo que haga, su rostro ya despierta en mí cierta simpatía natural, y si a ello se añade mi predilección por las historias de hombres derrotados, ya se puede entender que Tournée me guste. A ello se añade la anécdota argumental: un tipo enclenque e inconstante, rodeado de mujeres de voluptuosidad rubeniana. Otro punto a favor. Con todo, no creo que sea una película monumental, ni mucho menos, pero tiene grandes aciertos, de los cuales el primero y más logrado es el personaje principal, el de Joachim Zand, tan sutilmente creado por Amalric delante y detrás de la cámara.


La película  podría entenderse aparentemente como la narración de la vuelta a un hogar. Aunque en realidad, más bien se trate del regreso a lo que queda de un hogar, un regreso camuflado en forma de gira de cabaret. Joachim Zand (Mathieu Amalric), ex-productor televisivo, regresa a su Francia natal desde Estados Unidos, con el motivo de su nueva producción, una gira con las exuberantes artistas norteamericanas del New Burlesque (Miranda Couclasure, Suzanne Ramsey, Dirty Martini, Ángela de Lorenzo, July Atlas Muz). Pero no vuelve con una producción suya: Zand no controla el espectáculo de tan particulares vedettes, pues cada una es la responsable exclusiva de su propio número. Su labor se reduce a la de ser el cicerone de unas alocadas y enormes americanas en Francia.  Por un misterioso cúmulo de causas, que no se muestra al espectador, Joachim no dejó en su país precisamente amigos, sino más bien un rastro de deudas, engaños y desatenciones. De hecho, tan solo ha conseguido actuaciones en Le Havre, Nantes, La Rochelle y Toulon, todas ellas ciudades portuarias (y decadentes). Todavía no en París.  

En camerinos, hoteles y estaciones, asistimos a los cotilleos, soledades e inseguridades de las excéntricas artistas. De entre éstas, la cámara se centra especialmente en Mimi Le Meaux (Miranda Couclasure), que tras su maquillaje, plumas y oropeles, parece trasportar consigo una enorme carga de cansancio psicológico y vacío sentimental, y que se convierte, junto a Zand, en el otro puntal argumental de la película. En un determinado momento, Zand abandona durante un día a sus artistas para marchar a París, donde intentará infructuosamente encontrar un local para actuar, y de paso, saldar cuentas con su pasado y retomar su inconstante y caótico papel de padre.


Como espectador, tuve en todo momento la impresión de que los acontecimientos narrados podrían haber sido perfectamente otros, pero no así los personajes.  Ya la fisonomía del personaje principal es inigualable, con sus americanas entalladas, su cuello de la camisa por encima de las solapas de la chaqueta, sus ataques de cólera y su sempiterno cigarillo a medio consumir entre los dedos. Un personaje que, a pesar de todos estos tics externos, goza de la suficiente dignidad propia como para no convertirse en la caricatura de un personaje decadente. Tampoco hubiese sido posible la película sin los números individuales de las artistas, rodados prácticamente todos ellos desde detrás del escenario; mujeres todas ellas de voluptuosa naturaleza, que se exhiben sin pudor alguno en números que van de lo grotesco a lo excepcional. Son seres de potencia descomunal sobre el escenario, dueñas auténticas de sus cuerpos y de su espectáculo, como recalcan una y otra vez ante el productorzuelo que intenta de vez en cuando encauzarlas. Amalric logra magistralmente que el espectador masculino se sienta tan fascinado y subyugado por sus mujeres como su personaje. Al quedar los intentos pigmaliónicos del ex-productor televisivo destruidos desde el primer momento, solo queda el camino de la fascinación.


Tournée posee el encanto particular de todas las películas que muestran lo que sucede entre bambalinas, de todas aquellas que se centran en la troupe de artistas excéntricos que se traslada de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, y también de todas aquellas que hablan de la obra en proceso. Entronca con  Freaks (Tod Browning, 1932), Otto e mezzo (Federico Fellini, 1963), Opening night (John Cassavetes, 1977), All that jazz (Bob Fosse, 1979), y sobre todo, The killing of a chinese bookie (1976) de John Cassavetes, de la que parece beber directamente. De hecho, el Joachim Zand de Amalric no es más que un trasunto del Cosmo Vitelli de Cassavetes, camuflado bajo un mostacho à la Paulo Branco, y con algo menos testosterona que el personaje interpretado por Ben Gazzara. Amalric crea aun así un personaje más rico en contrastes: obsesivo e inconstante, orgulloso e infantil...pareciendo en todo momento el típico hombre en la sombra, desbordado por los acontecimientos, pero al mismo tiempo poseedor del buen gusto y la capacidad suficiente para exprimir a sus artistas. El propio Amalric ha asegurado que para crear su personaje se basó en las figuras de los productores independientes Paulo Branco y Humbert Balsan, así como en los personajes principales de All that jazz  y The killing of a chinese bookie. El discurso sentimental que da Zand al micrófono durante los ensayos, desde el backstage, es todo un homenaje a la película de Cassavetes.  

El personaje de Amalric se basa, de arriba abajo: en los productores Humbert Balsan, suicidado en 2005 (en la fotografía, en la película de Robert Bresson Lancelot du lac), y Paulo Branco (productor portugués de películas de Oliveira, Raoul Ruiz y Honoré, entre otros), y los personajes de ficción de Joe Gideon (interpretado por Roy Scheider, All that jazz, de Bob Fosse) y  Cosmo Vitelli (interpretado por Ben Gazzara, The Killing of a Chinese Bookie, de John Cassavetes).


Al final de la película, la troupe se reencuentra en un hotel abandonado, junto a la costa. Es éste un escenario idóneo, un no lugar, un espacio solitario, vacío e impersonal, como tantos otros hoteles y estaciones que han aparecido a lo largo de la película.  Pero en este caso es un lugar también sincero: está vacío de verdad. Es el lugar apto para las confesiones. Para la aceptación del propio fracaso, para el reconocimiento de la propia soledad, también para la generosidad. Aun así, al final de la película no se tiene la impresión de que se haya conseguido niguna victoria duradera.  Más bien parece haberse llegado a un remanso de paz transitoria, a un punto de inflexión pasajero, pero necesario para continuar el camino, para seguir con la tournée.  La película ha estado dominada en todo momento por el signo de lo provisional: y ahí reside uno de sus grandes aciertos. Se nos ha mostrado un fragmento de la vida de los personajes, que nos ha permitido intuir cosas de sus respectivos pasados, pero que en cambio nos impide elucubrar nada sobre sus porvenires. La conclusión del film no aporta ninguna certeza, no funda nada nuevo y estable, sino que simplemente se ha alcanzado en ella un balsámico y pírrico triunfo, que permite, quizá momentáneamente, hacer surgir la magia necesaria entre productor y artistas, tomando conciencia, tanto las unas como el otro, de que navegan en un mismo barco, y soportan las embestidas del mismo oleaje.


Nada promete que  los personajes  no caigan en un futuro en los mismos errores, en los mismos vicios y manías, de forma incluso cíclica. Pero, al mismo tiempo, nada parece que vaya empañar la marcha futura del espectáculo, pues el arte está por encima de la vida. Precisamente es el arte lo que permite superar lo provisional y transitorio de la vida: ahí reside, a mi entender, la grandeza del film. La moraleja de la película no es otra cosa que el archirepetido, pero no por ello menos oportuno, lugar común del espectáculo: a pesar de los pesares, the show must go on! 

jueves, 15 de noviembre de 2012

¡VIVAN LOS NOVIOS!, DE LUIS G. BERLANGA (1970)

Anoche en la Sexta3 pasaron una de las películas más invisibles de Berlanga, ¡Vivan los novios!. La película cuenta las andanzas de Leonardo, un anodino, reprimido y gris hombre maduro de provincias (José Luis López Vázquez), que llega a Sitges, acompañado de su anciana madre, para casarse con la mujer que conoció el verano anterior (Laly Soldevilla). Ésta es propietaria de una tienda de bañadores y souvenirs: es políglota, pero también conservadora y decente, como tocaba ser. Ante la inminencia de su matrimonio, y la omnipresencia en la localidad de jóvenes extranjeros disfrutando de un modo de vida más liberal y relajado en lo sexual, Leonardo decide echar una canita al aire e intentar (infructuosa y patéticamente, por otra parte) entrar en contacto con algunas de las exuberantes jóvenes extranjeras. Hasta aquí todo se asemeja demasiado al contenido de una típica película de cine de barrio. Pero no nos engañemos, ¡Vivan los novios! es más bien el reverso esperpéntico de ese tipo de cine que dio películas como El turismo es un gran invento, Cuarenta grados a la sombra u Objetivo Bi-ki-ni. Se trata de la radiografía más ácida, brutal, y con menos concesiones, de las intimidades de la España tardofranquista, entendiendo por éstas las fantasías sexuales del español medio.

El matrimonio, ¿motivo de felicidad? Para alcanzarlo quizá sea necesario matar (metafóricamente o realmente) a la madre.

Aunque comparte escenario y fauna con el landismo y las películas de suecas, en ningún momento tales películas alcanzan unas cotas de tragicomedia como a las que llega la película de Berlanga. Iría incluso más lejos: la historia que Berlanga y Azcona crean, lejos de otras películas anteriores y posteriores suyas, tiene poco de comedia. De hecho, en esta película se echa de menos la caótica coreografía de comedia coral típicamente berlanguiana, tanto que las andanzas del protagonista no nos hacen reír, sino que más bien nos inducirían a apiadarnos de él, y a sentir lástima, de no ser juzgado con tanta frialdad por el ojo omnisciente que parece dominar toda la cinta. Se trata por tanto de una sátira brutal, negrísima, en la que el patetismo de los personajes no genera otra cosa que malestar y desazón en el espectador. Como otras películas de Berlanga, ésta es la narración de un fracaso:  la desesperada búsqueda de Leonardo de una salida a su monótona vida a través del tímido, dubitativo y aterrorizado acercamiento a lo sexual, no puede ser más descorazonadora, resultando incluso incómoda para el espectador.

Los jóvenes hippies cantan y fuman en el depósito de cadáveres, velando a  los cuerpos de dos compañeros suicidados. ¿Son posibles más provocaciones a la censura franquista?

El personaje de López Vázquez dice que en Burgos no hay negritas, y que se la dejen para él: poco después descubrirá que es un hombre. Golpe bajo a la moral católica y, de paso, al ego masculino. 

Por otro lado, en ninguna de aquellas películas del desarrollismo, en las que se ensalzaba tímidamente, y con algo de sorna, el carácter cateto del español medio que se abría poco a poco a las costumbres extranjeras, se mostraba una contraposición tan descarnada entre una España negra y un mundo exterior preñado de libertades. En esa España negra, los hombres tributan adoración a madres aleladas y jefes carcas, pero mujeriegos; en esa España negra, el cuñado es un garrulo que va de chulo de playa, pero cuyo máximo interés parece ser casar a la hermana; y la futura esposa no es otra cosa que una mujer que desea más el matrimonio que al marido. El mundo de los extranjeros no solo es diferente, sino que parece estar a años luz: los jóvenes disfrutan libremente de su sexualidad, hay tríos, travestidos y hippies que fuman hierba. Leonardo (López Vázquez) llega a Sitges como si aterrizase en la luna. Sorprende notablemente que esta película pudiese salvar la censura. Quizá los censores viesen en ella equivocadamente una censura a las licenciosas costumbres extranjeras, cuando el final de la película deja bien a las claras en qué parte de las dos (en la España negra, y no en las novedades exteriores) está el desvarío y la auténtica corrupción. 

Todavía hoy se juzga con mucha dureza la película. En parte ha quedado un poco "pasada de moda", pero, ¿qué película no lo está pasados cuarenta años? Junto con La Boutique (1967, rodada en Argentina) y Tamaño natural (1973, rodada en Francia), ¡Vivan los novios! forma parte de una especie de trilogía berlanguiana, con el tema central de la misoginia. Ahora bien, cabría matizar qué consideraba Berlanga por misoginia: 

"Si vamos a hablar de la misoginia, la mía es compleja, enrevesada, y no va nunca por el lado machista, de pensar que la mujer es un ser inferior que está mejor fregando en casa. Todo lo contrario, ojalá fuese así. Mi misoginia nace de considerar a la mujer como un tirano, un ser superior, biológicamente superior, y como todo tirano, un ser odioso y fascinante al mismo tiempo, un ser que aterroriza, te domina y te controla, un ser al que tú quieres derribar de su pedestal."

Partiendo de la notable diferencia generacional que nos separa de Berlanga, y que contribuye a que el mundo de ideas del que partía Berlanga sea diferente al nuestro, hay que tener en cuenta que la misoginia de Berlanga parece partir de la inferioridad del hombre, biológica e intelectual. Es la misoginia del calzonazos, ese apelativo, ya prácticamente en desuso, que designaba al marido dominado por su esposa. ¡Vivan los novios! vuela más alto que las palabras de su autor, pues en ella la caricaturización de la inferioridad del hombre va por delante de la propia de la superioridad dominante de la mujer. E igualmente, la película es muchísimo menos misógina que otros productos de Hollywood clásico, o del cine euroamericano actual: en la película de Berlanga, los estereotipos de macho de boquilla o de mujer dominanta pertenecen ambos al terreno de la caricatura, de la falla, del carnaval; en cambio, el bofetón que da un Humphrey Bogart o un John Wayne a la mujer que se deja llevar por su "innata" histeria, o el papel que juega una chica Bond en una película más o menos actual, no pretenden pertenecer, con toda su sexismo a cuestas, al terreno inestable de la caricatura, sino a la certeza del mito. A día de hoy, a pesar de toda la corrección política y todos los eufemismos que somos capaces de utilizar, que rechazan sin análisis alguno todo lo que no parece navegar en las olas del pensamiento pseudomoderno imperante, no nos debe extrañar para nada encontrar retazos de misoginia, y de machismo puro y duro, precisamente allí desde donde se vende lo políticamente correcto: en los medios de comunicación generalistas. 

López Vázquez crea una sutilísima caricatura, demostrando que es el más grande actor de cine español de todos los tiempos: crea un personaje tristón, no se sabe si por la muerte de su madre o por sentirse excluido de ese mundo de placeres; un personaje a veces mezquino, y también desesperado, que encuentra en el sobeteo impune y nada desapercibido, y en las miradas demasiado evidentes a culos y caderas, la consumación de su deseo sexual insatisfechísimo. La mujer puede ser lo otro desconocido, ya sea encarnada en la esposa que frustra toda expectativa o en la joven angelical irlandesa, que promete un mundo de goce, libertad y ausencia de compromisos (y que la fantasía del protagonista situa en la escena final literalmente en las nubes, como promesa, fin u objeto inalcanzable). La película es una monumental caricatura a la ridiculez de esos hombres talluditos, objeto de lástima y escarnio, que babean tras las extranjeras, esos maridos con sus infantiles, desesperadas, egoístas e irrealizables aspiraciones de penetración en el por ellos autodenominado inalcanzable universo femenino.


Un entierro en la playa, y más abajo, el final de la película: el personaje protagonista se sumerge en su propio delirio, y queda atrapado en esa nada sutil tela de araña que era la España y la moral católica del momento.