Me cae bien Mathieu Amalric, he de admitirlo. Haga lo que haga, su rostro ya despierta en mí cierta simpatía natural, y si a ello se añade mi predilección por las historias de hombres derrotados, ya se puede entender que Tournée me guste. A ello se añade la anécdota argumental: un tipo enclenque e inconstante, rodeado de mujeres de voluptuosidad rubeniana. Otro punto a favor. Con todo, no creo que sea una película monumental, ni mucho menos, pero tiene grandes aciertos, de los cuales el primero y más logrado es el personaje principal, el de Joachim Zand, tan sutilmente creado por Amalric delante y detrás de la cámara.
La película podría entenderse aparentemente como la narración de la vuelta a un hogar. Aunque en realidad, más bien se trate del regreso a lo que queda de un hogar, un regreso camuflado en forma de gira de cabaret. Joachim Zand (Mathieu Amalric), ex-productor televisivo, regresa a su Francia natal desde Estados Unidos, con el motivo de su nueva producción, una gira con las exuberantes artistas norteamericanas del New Burlesque (Miranda Couclasure, Suzanne Ramsey, Dirty Martini, Ángela de Lorenzo, July Atlas Muz). Pero no vuelve con una producción suya: Zand no controla el espectáculo de tan particulares vedettes, pues cada una es la responsable exclusiva de su propio número. Su labor se reduce a la de ser el cicerone de unas alocadas y enormes americanas en Francia. Por un misterioso cúmulo de causas, que no se muestra al espectador, Joachim no dejó en su país precisamente amigos, sino más bien un rastro de deudas, engaños y desatenciones. De hecho, tan solo ha conseguido actuaciones en Le Havre, Nantes, La Rochelle y Toulon, todas ellas ciudades portuarias (y decadentes). Todavía no en París.
En camerinos, hoteles y estaciones, asistimos a los cotilleos, soledades e inseguridades de las excéntricas artistas. De entre éstas, la cámara se centra especialmente en Mimi Le Meaux (Miranda Couclasure), que tras su maquillaje, plumas y oropeles, parece trasportar consigo una enorme carga de cansancio psicológico y vacío sentimental, y que se convierte, junto a Zand, en el otro puntal argumental de la película. En un determinado momento, Zand abandona durante un día a sus artistas para marchar a París, donde intentará infructuosamente encontrar un local para actuar, y de paso, saldar cuentas con su pasado y retomar su inconstante y caótico papel de padre.
Como espectador, tuve en todo momento la impresión de que los acontecimientos narrados podrían haber sido perfectamente otros, pero no así los personajes. Ya la fisonomía del personaje principal es inigualable, con sus americanas entalladas, su cuello de la camisa por encima de las solapas de la chaqueta, sus ataques de cólera y su sempiterno cigarillo a medio consumir entre los dedos. Un personaje que, a pesar de todos estos tics externos, goza de la suficiente dignidad propia como para no convertirse en la caricatura de un personaje decadente. Tampoco hubiese sido posible la película sin los números individuales de las artistas, rodados prácticamente todos ellos desde detrás del escenario; mujeres todas ellas de voluptuosa naturaleza, que se exhiben sin pudor alguno en números que van de lo grotesco a lo excepcional. Son seres de potencia descomunal sobre el escenario, dueñas auténticas de sus cuerpos y de su espectáculo, como recalcan una y otra vez ante el productorzuelo que intenta de vez en cuando encauzarlas. Amalric logra magistralmente que el espectador masculino se sienta tan fascinado y subyugado por sus mujeres como su personaje. Al quedar los intentos pigmaliónicos del ex-productor televisivo destruidos desde el primer momento, solo queda el camino de la fascinación.
Tournée posee el encanto particular de todas las películas que muestran lo que sucede entre bambalinas, de todas aquellas que se centran en la troupe de artistas excéntricos que se traslada de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, y también de todas aquellas que hablan de la obra en proceso. Entronca con Freaks (Tod Browning, 1932), Otto e mezzo (Federico Fellini, 1963), Opening night (John Cassavetes, 1977), All that jazz (Bob Fosse, 1979), y sobre todo, The killing of a chinese bookie (1976) de John Cassavetes, de la que parece beber directamente. De hecho, el Joachim Zand de Amalric no es más que un trasunto del Cosmo Vitelli de Cassavetes, camuflado bajo un mostacho à la Paulo Branco, y con algo menos testosterona que el personaje interpretado por Ben Gazzara. Amalric crea aun así un personaje más rico en contrastes: obsesivo e inconstante, orgulloso e infantil...pareciendo en todo momento el típico hombre en la sombra, desbordado por los acontecimientos, pero al mismo tiempo poseedor del buen gusto y la capacidad suficiente para exprimir a sus artistas. El propio Amalric ha asegurado que para crear su personaje se basó en las figuras de los productores independientes Paulo Branco y Humbert Balsan, así como en los personajes principales de All that jazz y The killing of a chinese bookie. El discurso sentimental que da Zand al micrófono durante los ensayos, desde el backstage, es todo un homenaje a la película de Cassavetes.
Al final de la película, la troupe se reencuentra en un hotel abandonado, junto a la costa. Es éste un escenario idóneo, un no lugar, un espacio solitario, vacío e impersonal, como tantos otros hoteles y estaciones que han aparecido a lo largo de la película. Pero en este caso es un lugar también sincero: está vacío de verdad. Es el lugar apto para las confesiones. Para la aceptación del propio fracaso, para el reconocimiento de la propia soledad, también para la generosidad. Aun así, al final de la película no se tiene la impresión de que se haya conseguido niguna victoria duradera. Más bien parece haberse llegado a un remanso de paz transitoria, a un punto de inflexión pasajero, pero necesario para continuar el camino, para seguir con la tournée. La película ha estado dominada en todo momento por el signo de lo provisional: y ahí reside uno de sus grandes aciertos. Se nos ha mostrado un fragmento de la vida de los personajes, que nos ha permitido intuir cosas de sus respectivos pasados, pero que en cambio nos impide elucubrar nada sobre sus porvenires. La conclusión del film no aporta ninguna certeza, no funda nada nuevo y estable, sino que simplemente se ha alcanzado en ella un balsámico y pírrico triunfo, que permite, quizá momentáneamente, hacer surgir la magia necesaria entre productor y artistas, tomando conciencia, tanto las unas como el otro, de que navegan en un mismo barco, y soportan las embestidas del mismo oleaje.
Nada promete que los personajes no caigan en un futuro en los mismos errores, en los mismos vicios y manías, de forma incluso cíclica. Pero, al mismo tiempo, nada parece que vaya empañar la marcha futura del espectáculo, pues el arte está por encima de la vida. Precisamente es el arte lo que permite superar lo provisional y transitorio de la vida: ahí reside, a mi entender, la grandeza del film. La moraleja de la película no es otra cosa que el archirepetido, pero no por ello menos oportuno, lugar común del espectáculo: a pesar de los pesares, the show must go on!
La película podría entenderse aparentemente como la narración de la vuelta a un hogar. Aunque en realidad, más bien se trate del regreso a lo que queda de un hogar, un regreso camuflado en forma de gira de cabaret. Joachim Zand (Mathieu Amalric), ex-productor televisivo, regresa a su Francia natal desde Estados Unidos, con el motivo de su nueva producción, una gira con las exuberantes artistas norteamericanas del New Burlesque (Miranda Couclasure, Suzanne Ramsey, Dirty Martini, Ángela de Lorenzo, July Atlas Muz). Pero no vuelve con una producción suya: Zand no controla el espectáculo de tan particulares vedettes, pues cada una es la responsable exclusiva de su propio número. Su labor se reduce a la de ser el cicerone de unas alocadas y enormes americanas en Francia. Por un misterioso cúmulo de causas, que no se muestra al espectador, Joachim no dejó en su país precisamente amigos, sino más bien un rastro de deudas, engaños y desatenciones. De hecho, tan solo ha conseguido actuaciones en Le Havre, Nantes, La Rochelle y Toulon, todas ellas ciudades portuarias (y decadentes). Todavía no en París.
En camerinos, hoteles y estaciones, asistimos a los cotilleos, soledades e inseguridades de las excéntricas artistas. De entre éstas, la cámara se centra especialmente en Mimi Le Meaux (Miranda Couclasure), que tras su maquillaje, plumas y oropeles, parece trasportar consigo una enorme carga de cansancio psicológico y vacío sentimental, y que se convierte, junto a Zand, en el otro puntal argumental de la película. En un determinado momento, Zand abandona durante un día a sus artistas para marchar a París, donde intentará infructuosamente encontrar un local para actuar, y de paso, saldar cuentas con su pasado y retomar su inconstante y caótico papel de padre.
Como espectador, tuve en todo momento la impresión de que los acontecimientos narrados podrían haber sido perfectamente otros, pero no así los personajes. Ya la fisonomía del personaje principal es inigualable, con sus americanas entalladas, su cuello de la camisa por encima de las solapas de la chaqueta, sus ataques de cólera y su sempiterno cigarillo a medio consumir entre los dedos. Un personaje que, a pesar de todos estos tics externos, goza de la suficiente dignidad propia como para no convertirse en la caricatura de un personaje decadente. Tampoco hubiese sido posible la película sin los números individuales de las artistas, rodados prácticamente todos ellos desde detrás del escenario; mujeres todas ellas de voluptuosa naturaleza, que se exhiben sin pudor alguno en números que van de lo grotesco a lo excepcional. Son seres de potencia descomunal sobre el escenario, dueñas auténticas de sus cuerpos y de su espectáculo, como recalcan una y otra vez ante el productorzuelo que intenta de vez en cuando encauzarlas. Amalric logra magistralmente que el espectador masculino se sienta tan fascinado y subyugado por sus mujeres como su personaje. Al quedar los intentos pigmaliónicos del ex-productor televisivo destruidos desde el primer momento, solo queda el camino de la fascinación.
Tournée posee el encanto particular de todas las películas que muestran lo que sucede entre bambalinas, de todas aquellas que se centran en la troupe de artistas excéntricos que se traslada de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, y también de todas aquellas que hablan de la obra en proceso. Entronca con Freaks (Tod Browning, 1932), Otto e mezzo (Federico Fellini, 1963), Opening night (John Cassavetes, 1977), All that jazz (Bob Fosse, 1979), y sobre todo, The killing of a chinese bookie (1976) de John Cassavetes, de la que parece beber directamente. De hecho, el Joachim Zand de Amalric no es más que un trasunto del Cosmo Vitelli de Cassavetes, camuflado bajo un mostacho à la Paulo Branco, y con algo menos testosterona que el personaje interpretado por Ben Gazzara. Amalric crea aun así un personaje más rico en contrastes: obsesivo e inconstante, orgulloso e infantil...pareciendo en todo momento el típico hombre en la sombra, desbordado por los acontecimientos, pero al mismo tiempo poseedor del buen gusto y la capacidad suficiente para exprimir a sus artistas. El propio Amalric ha asegurado que para crear su personaje se basó en las figuras de los productores independientes Paulo Branco y Humbert Balsan, así como en los personajes principales de All that jazz y The killing of a chinese bookie. El discurso sentimental que da Zand al micrófono durante los ensayos, desde el backstage, es todo un homenaje a la película de Cassavetes.
Al final de la película, la troupe se reencuentra en un hotel abandonado, junto a la costa. Es éste un escenario idóneo, un no lugar, un espacio solitario, vacío e impersonal, como tantos otros hoteles y estaciones que han aparecido a lo largo de la película. Pero en este caso es un lugar también sincero: está vacío de verdad. Es el lugar apto para las confesiones. Para la aceptación del propio fracaso, para el reconocimiento de la propia soledad, también para la generosidad. Aun así, al final de la película no se tiene la impresión de que se haya conseguido niguna victoria duradera. Más bien parece haberse llegado a un remanso de paz transitoria, a un punto de inflexión pasajero, pero necesario para continuar el camino, para seguir con la tournée. La película ha estado dominada en todo momento por el signo de lo provisional: y ahí reside uno de sus grandes aciertos. Se nos ha mostrado un fragmento de la vida de los personajes, que nos ha permitido intuir cosas de sus respectivos pasados, pero que en cambio nos impide elucubrar nada sobre sus porvenires. La conclusión del film no aporta ninguna certeza, no funda nada nuevo y estable, sino que simplemente se ha alcanzado en ella un balsámico y pírrico triunfo, que permite, quizá momentáneamente, hacer surgir la magia necesaria entre productor y artistas, tomando conciencia, tanto las unas como el otro, de que navegan en un mismo barco, y soportan las embestidas del mismo oleaje.
Nada promete que los personajes no caigan en un futuro en los mismos errores, en los mismos vicios y manías, de forma incluso cíclica. Pero, al mismo tiempo, nada parece que vaya empañar la marcha futura del espectáculo, pues el arte está por encima de la vida. Precisamente es el arte lo que permite superar lo provisional y transitorio de la vida: ahí reside, a mi entender, la grandeza del film. La moraleja de la película no es otra cosa que el archirepetido, pero no por ello menos oportuno, lugar común del espectáculo: a pesar de los pesares, the show must go on!