Fabular y recrear mundos simplemente con letras; volcar las propias obsesiones y preocupaciones sobre una hoja en blanco de un diario, a modo de diálogo nunca interrumpido con uno mismo; transmitir, de una forma más íntima y cálida, las vivencias y propios sentimientos a otro individuo, en forma de carta. En definitiva, ordenar palabras, a fin de que, una tras otra, tengan sentido. Todo eso es "escribir".
La escritura comenzó como una forma de control, un mecanismo auxiliar de la memoria para llevar el recuento de la riqueza. Posteriormente, de contar cabezas de ganado y gavillas de trigo se pasó a contar personas, a registrar sus características, a encuadrarlas en grupos, a resumir sus vidas. Ya en un momento inicial, la figura del dios Thot era tanto la del escriba que levanta acta como la del sabio que compila conocimientos. Al mismo tiempo que se redactaban códigos aparecían las primeras epopeyas.
Thot en el Libro de los Muertos del escriba Ani (circa 1.300 a.C.)
Escriba sentado del Louvre (circa 2480 - 2350 a.C.)
La historia de la pintura ha contado con la figura del evangelista como excusa para representar, en los siglos cristianos, el acto de escribir. Incluso más: para representar el acto de la inspiración divina, ya que el evangelista no inventa, sino que copia de una fuente superior. Los evangelistas son pues individuos que "levantan acta" y también tipos "inspirados", a medio camino entre el secretario y el poeta. Sobre sus atriles aparecen, ya en forma humana, los evangelistas de la puerta del Sarmental, como monjes copistas o funcionarios de la corte. Más tarde, en el Barroco, se creó la imagen del evangelista tosco, un tanto patán, que lo debe todo a las hábiles palabras de los ángeles mensajeros. Ahí está el ángel de Caravaggio, que "manosea" uno a uno los argumentos que el rudo San Mateo parece no comprender del todo. Vuelve la cabeza un tanto hosco, mal sentado, y el ángel le cuenta, uno a uno, los hechos que debe relatar. También en la misma línea aparece el San Mateo de Rembrandt, al parecer un anciano medio sordo, que recibe a la oreja el susurro leve del dictado de un ángel también juguetón.
El evangelista San Lucas, puerta del Sarmental (catedral de Burgos, 1230 - 1240)
San Mateo y el ángel, Caravaggio, 1602.
San Mateo y el ángel, Rembrandt, c.1660
Con la modernidad aparecen los primeros retratos de escritores, reales o inventados. Ahí tenemos al Jovellanos de Goya en el receso de escribir, meditando las palabras, con los utensilios de escritura dispuestos en la mesa pero sin tocarlos, como si los males de España fuesen demasiados, y en exceso pesados, como para escribirlos todos a la vez. El Zola de Manet también posa y no escribe. Tiene un libro abierto delante suyo, unas estampas japonesas como guiño íntimo a las modas de la época, pero no empuña pluma alguna: todo es "postureo". Por otro lado, solo el Romanticismo alemán, en su vertiente más Biedermeyer, caricaturizó al poeta pobre y excéntrico, como aparece en el caricaturesco cuadro de Carl Spitzweg.
Gaspar Melchor de Jovellanos, Francisco de Goya, circa 1798.
Émile Zola, Édouard Manet, 1868.
El poeta pobre, Carl Spitzweg, 1839.
Por su parte, el cine está plagado de momentos íntimos en los que un personaje decide evadirse de lo que le rodea y comenzar a escribir. En la configuración de la imagen del escribiente se repiten siempre los mismos tropos: papel, lápiz o bolígrafo y escritorio como objetos indispensables para el acto de escritura, una particular luz y también diferentes posturas, que van desde la cabeza hundida en el papel del joven aspirante a poeta recreado por Louis Garrel en la película de su padre Les amants reguliers, hasta la mirada perdida, posada sobre la pared o las ventanas, a la búsqueda de las palabras justas e inspiradas, en el poeta Zhivago o en la aburrida madre de El espíritu de la colmena.
Les amants réguliers (Philippe Garrel, 2005)
Doctor Zhivago (David Lean, 1965)
¿Qué escriben todos estos personajes? Cartas, novelas, diarios, incluso ejercicios escolares (como el Antoine Doinel de Les 400 coups)...La madre de El espíritu de la colmena escribe
cartas a un desconocido, cartas que luego quema, mientras su marido, en
una habitación separada, inicia una y otra vez una novela, con una fascinante metáfora sobre una colmena. Luego están
los diarios, tragicómicos como el de Moretti, torturados como el de Taxi driver. El primero parece un recuento de filias y fobias en un momento vital algo delicado; el segundo, un diario que expone, con una simplicidad casi infantil, una vida seca abocada a la violencia. En
este último caso, el acto de escritura y lectura de cartas conecta con
el cine de Bresson, del que el guionista Paul Schrader era un ferviente
admirador.
Texi driver (Martin Scorsese, 1976)
El espiritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)
Caro diario (Nanni Moretti, 1994)
Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017)
Persona (Ingmar Bergman, 1966)
Little women (Greta Gerwig, 2019)
Deseando amar (Wong Kar-Wai, 2000)
Death note (Tetsuro Araki, 2006 - 2007)
First reformed (Paul Schrader, 2017)
Los santos inocentes (Mario Camus, 1983)
Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)
Lolita (Stanley Kubrick, 1962)
Stella cadente (Lluis Miñarro, 2014)
Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1987)
Los 400 golpes (François Truffaut, 1959)
Satántangó (Béla Tarr, 1994)
Los cuentos de Canterbury (Pier Paolo Pasolini, 1972)
Jean-Luc Godard inauguró el primer plano del texto escrito, prescindiendo de encuadrar al escritor. En Vivre sa vie las cartas adquieren un papel primordial, pero será en Pierrot le fou y 2 ou 3 choses que je sais d'elle cuando
aparezcan primeros planos descontextualizados de rotuladores
escribiendo confesiones, juegos de palabras o citas inventadas. Es
precisamente en un cine tan dado a la digresión pseudoliteraria como el
de Godard donde la palabra adquiere un significado nuevo: a modo de
signo con múltiples y a veces indescifrables conexiones semánticas, en
un juego que si pretende ser irónico cae la mayor parte de las veces en
la pedantería y el cripticismo.
Vivir su vida (Jean-Luc Godard, 1962)
Pierrot el loco (Jean-Luc Godard, 1965)
Otro caso bien distinto es el de los escritos a máquina. Con la máquina de escribir y el ordenador se
pierde la magia romántica del trazo como expresión directa de un
pensamiento. El prototipo de escritor al teclado la imaginación lo pinta
rodeado de botellas vacías y ceniceros atiborrados, aporreando sin piedad las teclas de una Olivetti. Quizá sea esa una imagen demasiado anglosajona. El Pasolini de Ferrara, brillantemente interpretado por William Dafoe, aporrea las teclas, pero no tiene ni botellas de whisky ni colillas aplastadas. Además teclea con solo dos dedos. Y no siempre se trata de una Olivetti: no hay más que ver Das Leben der anderen, la película definitiva sobre la Stasi y la RDA, para disfrutar de un amplísimo católogo de máquinas de escribir, con tintas y tipografías variadas.
Pasolini (Abel Ferrara, 2014)
La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmark, 2007)
Un tema habitual asociado con la escritura, especialmente con la escritura a máquina, es aquel de las distracciones del escritor. El pensamiento volcado sobre la hoja en blanco con la rítmica cadencia de las teclas queda interrumpido por una conversación no deseada, por un ruido o por cualquier molestia. Así sucede en La dolce vita de Federico Fellini, en la que el periodista con ínfulas de escritor, interpretado por Marcello Mastroianni, encuentra fácilmente distracciones en el camino hacia su obra escrita seria. Y si no las encuentra, las busca. En una significativa escena ambientada en un merendero de playa, Mastroianni se muestra molesto ante la música de moda que la joven camarera, apenas una niña, pone en el tocadiscos. La llamada de su pareja - un tanto controladora para un mujeriego con él - y la belleza de la niña - a la manera de un ángel de una pintura al fresco, como llega a declararle - lo distraen de forma definitiva de su cometido. La vida, su cadencia y sus distracciones, son más fuertes que el arte.
La dolce vita (Federico Fellini,1960)
En una línea parecida opera el escritor teatral newyorquino, reconvertido en guionista de Hollywood, del Barton Fink de los hermanos Coen. El papel pintado de las paredes que se desprende de forma sonora, una pareja practicando sexo en la habitación contigua o un vecino un tanto entrometido, son las distracciones que le impiden escribir el guion sobre una película de lucha libre que le han encargado. Finalmente redacta el guion (lo mejor que ha escrito en su vida, según sus propias palabras) en una sola noche, preso por una especie de rapto literario kafkiano.
Barton Fink (Joel & Ethan Coen, 1992)
Aunque quizá la
imagen más imperecedera de la escritura a máquina y de sus distracciones la encontremos en El Resplandor. En la obra maestra del terror ideada por Kubrick, Jack
Torrance (Jack Nicholson) se refugia con su familia en un hotel en las Rocosas para
escribir con tranquilidad, aceptando el cargo de vigilante durante los meses invernales. El desquiaciamiento ocasionado por el aislamiento, una suerte de hibernación, se hace notorio cuando
su mujer descubre sus obsesivas "creaciones" literarias. Ni su hijo ni su mujer parecen distraerle en exceso de su tarea, es simplemente la inspiración la que se resiste a llegar, en un especie de invierno interior o vacío mental que es rellenado de golpe por la psicosis y el instinto asesino. La persecución homicida a la que Jack Torrance somete a su familia no parece ser otra cosa más que una metáfora hiperbólica de los hábitos de dominación y humillación a los que un escritor impotente puede recurrir para sentirse poderoso en su entorno más cercano, el doméstico. Siguiendo una
misma línea de escritor aislado y desquiciado encontramos al personaje
principal de Sueño de invierno de Nuri Bilge Ceylan. En este caso se trata de un anciano actor de teatro
retirado, casado con una joven hermosa, refugiado en un hotel de
Capadocia, que intenta escribir la historia del teatro turco si su
propia mala leche no se lo impide.
Sueño de invierno (Nuri Bilge Ceylan, 2014)
El replandor (Stanley Kubrick, 1980)
Aunque si hay un cine en el que la máquina de escribir tiene una especial relevancia, ése es el cine de Pedro Almodóvar. Su cine, tan pegado a lo folletinesco y al melodrama, dota de especial importancia al acto de escritura. Por ello no es extraño ver a muchos personajes suyos, especialmente aquellos más especulares, teclear compulsivamente sus máquinas de escribir, convertidas en vehículos de sus pensamientos. La máquina de escribir adquiere así una doble potencia. Por un lado, desde un punto visual se trata de un objeto que vincula automáticamente la imagen propuesta con otros referentes cinematográficos, dado su potente carga como fetiche pop. Por otro lado, la máquina de escribir sirve como elemento argumental, como vehículo para el escapismo de la propia vida, para la recreación literaria de la misma o para la confusión destructiva de realidad y ficción. Así ocurre en La ley del deseo, en la que la máquina de escribir, como atributo de los juegos literarios de confusión de realidad y deseo, acaba convirtiéndose en todo un objeto bomba.
La ley del deseo (Pedro Almodóvar, 1987)
La versión más actualizada del acto de escribir serían los mensajes de texto del móvil. Pequeñas notas que, como muestra muchas veces de deseos de comunicación desesperados, recuerdan a los mensajes de la botella de un náufrago, lanzados al vacío sin respuesta del océano. Aunque no hay que rechazarlos de plano, pues quizá las nuevas generaciones sean las más escritoras de la historia, al menos aquellas en las que la escritura, aunque breve, esté más extendida. El cine se ha atrevido poco con el tema. En la reciente y desconcertante Personal shopper, Assayas hace una incursión en el universo millennial, creando toda una escena de gran tensión dramática, digna de thriller (aunque sin mucho suspense), para que se luzca Kirsten Stewart.
Personal shopper (Olivier Assayas, 2016)
Como colofón a este capítulo dedicado a la escritura en el cine, me quedo con el magnífico fragmento inicial de la desigual Der Himmel über Berlin, con la escritura de un poema de Peter Handke recitado por la voz en off de Bruno Ganz.