sábado, 26 de marzo de 2022

VÉRTIGO

En una vieja novela de los años ochenta, una que solía gustarme demasiado, he encontrado una nota chirriante que me ha obligado a cerrar la página. La novela es de un autor consagrado, ya muerto, premiado en su día. La escena está ambientada en los años posteriores a 1968. Los personajes conversan en un bar sobre lo divino y lo humano, sobre política e historia. Aquel bar es un punto de encuentro de estudiantes revolucionarios y maduros intelecutales que han vivido la guerra. Uno de ellos, el maduro intelectual, un hombre comedido que todavía se dirige  de usted a los demás, se interesa por uno de los jóvenes estudiantes. La conversación parece interesante, de altos vuelos, humanística, pero de pronto el maduro intelectual interrumpe su discurso algo escéptico y lanza un piropo a una muchacha que entra en escena, y que apenas tiene frase.

Podría pensar que una escena así sería imposible de concebir hoy, dada la tiranía de lo woke de la que tanto se quejan los medios fascistoides. Pero no van por ahí los tiros. La escena me ha parecido misógina e innecesaria, propia de un mundo de códigos al que ya no pertenezco. En su momento, quizá un detalle así, insignificante en la trama, podía dar a la historia un tono desenfadado y moderno.  Lo que se dice canalla. Hoy, releyendo este libro que en su día me gustó (y me sigue gustando por otras cosas), ese pequeño detalle es una fractura que me separa del siglo XX. Uno de mis pies está en este lado de la grieta, en el tiempo de hoy, mientras el otro sigue anclado en el siglo en el que nací, cuando todavía existían la URSS, la RDA y Yugoslavia, cuando todavía se fumaba en los bares y se leían los periódicos: y en medio permanece la fractura. Ese abismo del tiempo se ha creado en estos últimos años, en esta última década: lo noto. Los procesos nuevos de los últimos tres años han acrecentado esa fractura, que ya no puede ser remendada de ninguna de las maneras. Estamos en otro tiempo. Pero uno de mis pies, como decía, sigue anclado en el siglo pasado. 

Yo he vivido el momento en que ciertos comentarios podían pasar por canallitas. Yo he vivido esa época. Era el mundo de mis padres, remozado con nuevas caras, con nuevos actores y actrices jóvenes que asumían los viejos papeles de siempre. Un mundo nacido con el desarrollismo económico y el consumismo, crecido en la época de las luchas políticas y sociales,  y envejecido en los laureles del aburguesamiento y del adocenado bipartidismo. Era un mundo de consensos, de bienestar, con cada cosa en su sitio. Los protagonistas de aquel mundo era mis enemigos de cuando tenía veinte años y ahora, tanto los enemigos de aquel tiempo como mi actitud de los veinte años, gritando "no a la guerra", me parecen propias de otro siglo. Quizá por eso me empeño en seguir comprendiendo a los adolescentes a los que doy clase, para no parecer un viejo que cree en el cíclico lugar común de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Por eso sustituyo con algo de ligereza a los ciclistas que me interesan, siempre buscando uno más joven que sustituya al viejo ya amoldado. Siendo yo, a fin de cuentas, el que encarna ya ese papel del viejo amoldado y aburguesado, que busca una vida sin sobresaltos. Mi tiempo, el de mi generación, el de nuestros consensos y creencias, también caerá, como cayó mucho antes el tiempo de mis abuelos, con sus derrotas, sus clichés de género aprendidos del cine clásico (y antes, en las novelas) y su única victoria.

Pero no me hagan caso. No soy tan viejo. Ni siquiera he llegado a los cuarenta, aunque me quede poco. Y además, entre los "mayores" siempre he encontrado gente de espíritu abierto ante las novedades y las sorpresa, gente que me ha parecido más abierta, más desprejuiciada y más sensible a los cambios que yo. Más solidaria también.  Y en mi caso, en aquellas reducidas parcelas que me interesan, aun me sigue atrayendo lo nuevo. Pero a veces, a medida que el abismo entre mi pie del siglo XX y mi otro pie del XXI se va haciendo más grande, me siento devorado por un tiempo que me produce cierto vértigo al echar la vista atrás. Ninguna experiencia, ninguna lección, ninguna nostalgia, ningún aprendizaje saco de todo ese mirar retrospectivo: tan solo vértigo.