domingo, 4 de agosto de 2019

EL MAR (AGUSTÍ VILLARONGA, 2000)

Pocas películas españolas poseen la intensidad de El mar de Agustí Villaronga. Quizá solo El espíritu de la colmena o Arrebato se aproximen a su capacidad para crear sus propios símbolos, su propia "imaginería". El mar es una película compleja y hermosa, que requiere de un espectador cómplice, no tan centrado en la compresión de la sucesión lógica de los acontecimientos, como en el disfrute de la potencialidad de las propias imágenes. Éstas riman o contrastan entre sí, al mismo tiempo que son capaces de aludir a realidades extradiegéticas que amplifican su capacidad perturbadora.

En El mar, el sexo y la violencia parecen dos caras de una misma moneda, pero es la imaginería religiosa la que realmente ejemplifica el mal. Esta unión de perversión y extravagancia, de "sangre escandalosa" e irreverencia, constituye el envoltorio de una historia de amor de soterrado carácter romántico, que recuerda al amor antropófago y destructor de los surrealistas, y que por momentos hiela la sangre como una película de terror. El amor de los dos protagonistas es imposible desde un inicio por múltiples incompatibilidades autoimpuestas, y solo en el abrazo mortal parece encontrar una resolución, entendida como fin de los contrastes y unión de los opuestos.

La película está ambientada en 1947, el año en el que murió el torero Manolete. Manuel Tur (Bruno Bergonzini) y Andreu Ramallo (Roger Casamajor) son dos jóvenes de apenas veinte años, que se reencuentran después de un largo tiempo en el sanatorio para tuberculosos de Caubet (Mallorca). Ambos provienen de Argelús, un pueblecito del que guardan un recuerdo amargo, asociado al terrible verano de 1936. En aquel momento, siendo todavía niños, fueron testigos en plena noche de los fusilamientos en la tapia del cementerio, así como de una venganza instintiva y cruel entre niños, calco de los patrones paternos. Tur es un joven que parece alucinado, dominado por la religión y el anhelo de castidad. Por ello, su carácter es apagado, mortecino, intolerante y reprimido. Ramallo es su cara opuesta, un joven exhibicionista y fanfarrón, activo y nervioso como una culebra. Sin embargo, guarda profundos secretos que alteran su carácter expansivo y vitalista, y lo convierten en violento. Para Tur, el deseo homosexual es un impulso que lo desgarra y que cree controlar mediante el rezo y la mortificación compulsivas. Para Ramallo, el deseo homosexual es un recuerdo frustrante de abusos demasiado recientes, un impulso del que quiere huir, aun siendo experto. En los pasillos interminables del sanatorio retomarán la amistad de la infancia, aunque el amor será imposible entre ellos, debido a que sus vidas están ya marcadas por la sumisión y la muerte.


Antes de continuar, invito al lector a que vea la película, pues la pienso desmenuzar sin reparo. Para esta tarea, cargada de humildad, tengo que reconocer que estoy en deuda con el análisis realizado por Pilar Pedraza (PILAR PEDRAZA, Agustí Villaronga, Ed. Akal, 2007). Pilar es una auténtica maestra a la hora de plasmar pensamientos complejos en palabras perfectamente escogidas. Mentiría si no dijese que he sentido casi idéntico placer viendo la película de Villaronga que leyendo el libro de Pilar. Sin duda gran parte de mi amor al cine se lo debo a ella, como lector y como alumno, así que le cedo momentáneamente la palabra: 
"El bien y el mal como dos caras de una misma inocencia, la vida activa y la contemplativa, la agresividad sexual y la pasividad convertida en pasión, en santidad demoníaca, en inocencia asesina, se encarnan en dos personajes antagonistas, Andreu Ramallo y Manuel Tur, cuyas historias se trenzan desde el verano del 36. Son niños de la Guerra Civil, pero también jóvenes de una guerra más dolorosa: la de un mundo sin sentido y no obstante lleno de savia vital y de anhelos, en el que sólo queda, como dice el joven Tur, rezar, es decir, entregarse al cultivo de un deseo monstruoso de pureza cuyo único fin posible es la muerte propia y ajena." (op.cit. p.53)

La película es realmente la adaptación de la novela homónima de Blai Bonet, escrita a partir de la propia estancia del autor en el mismo sanatorio de Caubet entre 1947 y 1948, y publicada diez años después. La novela se caracteriza por dar voz en cada uno de sus capítulos a los protagonistas de la historia: Manuel Tur, Andreu Ramallo, la joven monja sor Francisca Luna y el padre Gabriel Caldentey (que no aparece en la película). Bonet recurre en cada sección al monólogo interior, en el que los pensamientos y recuerdos de los personajes salpican una acción apenas destacada. Bonet cuela en boca de sus personajes descripciones muy líricas de la exuberante vegetación mediterránea, al mismo tiempo que en las largas confesiones de estos emerge siempre el lastre que la creencia en el pecado crea en sus conciencias. La religión vivida con una intensidad histérica, especialmente en el caso de Tur, hace que el sanatorio para tuberculosos parezca en alguna que otra ocasión un sanatorio mental. La adaptación de Biel Mesquida, Antoni Aloy y el propio Agustí Villaronga juega con la piezas expuestas por Blai Bonet, respetándolas con sumo rigor, pero introduciendo algunos otros elementos que no desbaratan el sentido de la obra.

Los tres protagonistas de la película:
Bruno Bergonzini, Antònia Torrens y Roger Casamajor (Berlinale, 2000)


La radicalidad de la obra de Blai Bonet reside precisamente en su carácter alucinado de confesión coral, en una mezcla acuosa de recuerdo, sentimiento y vivencia, tormento religioso, fiebre asesina y rapto lírico. El carácter homosexual de la novela, escandaloso para la época, queda camuflado por una ambigua condena moral de sus actos. La radicalidad de la obra de Villaronga reside, quizá en un primer vistazo, en la exposición gélida del sexo y la violencia, especialmente en una escena homosexual final, de gran valentía, en la que se imbrican de forma perturbadora deseo y muerte. Sin embargo, en un segundo o tercer visionado, la película muestra otra cara de su radicalidad, o mejor dicho de su singularidad. Una singularidad única y reluciente, que la convierte en toda una gema. Esta singularidad reside en su propia estructura de red, en la que las imágenes aparecen una y otra vez, rimando entre ellas. La puntada por la que emerge la aguja al principio de la película tiende el hilo sobre su desarrollo y desaparece al final, cosiendo toda su estructura. De esa forma, el prólogo infantil queda enlazado con todo el desarrollo del sanatorio por algunos objetos y gestos que aparecen y reaparecen. De igual forma, Ramallo y Tur están completamente enlazados, como dos hermanos siameses inseparables, precisamente por esas imágenes que riman entre sí, que aluden unas a otras, que se interpelan con ansia y que constituyen el cemento sutil y hermoso que aglutina toda la película. Pasemos a analizar estos elementos.

Un mar reducido - Bañeras y peceras

¿Dónde está el mar en la película? Es más, ¿dónde está el mar en la novela? No hay ningún mar en esa isla dentro de la isla que es el sanatorio para tuberculosos. En la película el mar se reduce a un recuerdo en boca de Andreu Ramallo, un recuerdo de paz y estatismo que luego tendrá una resonancia perturbadora en la escena de la casa de Eugeni Morell. En la novela hay incluso menos mar que en la película y sí un continuo canto a la tierra y sus zarzales, pinares, montes con plantas aromáticas y campesinos petrificados por el polvo del camino. El mar solo asoma en la breve pero determinante alusión a un marinero, un marinero triste y pobre que vagabundeaba por las calas en busca de trabajo y al que un día el Ramallo niño quiso consolar por su tristeza, provocando una reacción ante la que el narrador calla.

En la película, el mar de Ramallo es un recuerdo de una dorada multicolor que devolvió su padre al mar. Es un recuerdo hermoso propio de la invención de Mesquida, Aloy y Villaronga. Cuando el niño Ramallo metió la cabeza en el agua para despedirse del pez encontró una especie de paz, una disolución en el agua, quedando anulada por un instante mágico la imposibilidad de respirar. Este recuerdo se lo cuenta Ramallo a sor Francisca (Antònia Torrens) una noche en la capilla, en la que se ha colado para robar el dinero del cepillo e "irse de putas". Ambos han compartido correrías infantiles y juveniles, antes de que la joven tomase los hábitos. Sor Francisca es de hecho el único personaje que suscita algo de empatía en la película: sus hábitos no la convierten en una histérica. Es una persona sensata a pesar de ellos, ella es el ojo que registra, el testimonio neutral que necesita el tenso combate entre sus dos amigos enfermos.



El mar de la película es por tanto un mar aludido, un mar que no aparece. Sin embargo sí lo hace el agua. El mar de la película se reduce al agua de una bañera o al agua de una pecera. Si el mar es libertad, ausencia de límites y amplios horizontes, bañeras y peceras son espacios acotados y claustrofóbicos. Sarcófagos y cárceles, lugares en los que sajarse las venas o agua pútrida en la que morirse dando vueltas. 

Las primeras imágenes de la película ya aluden a ese mar reducido: al rostro sumergido de Tur en la bañera, azulado y sin respiración,  con los ojos cerrados y los labios apretados, le corresponde el de Ramallo en la pecera, con los ojos abiertos y la sobreimpresión de unos pececillos de los que luego se sabrá su origen. El de Tur encuadrado en picado, el de Ramallo, en contrapicado. La melodía principal de la banda sonora de Javier Navarrete acompaña estas imágenes, en una mezcla forzada de cuerdas y viento que ejemplifica la unión de dos realidades contrapuestas. A continuación Tur, la mano sobre el vientre, el pecho vendado, comienza su confesión, con las palabras tomadas de forma literal del inicio del cuarto capítulo del libro: 

"Aquesta obsessió per la sang de Crist, per la Passió, per Satanàs, el parlar veloçment com si m'encenguès, esser viu i mirar com si fos un enterrat, començà aquell any, a l'agost." (BLAI BONET, El mar, Ed. Tres i Quatre, edición de 1988,  pág. 37)





Es una confesión alucinada, realizada desde una bañera-sarcófago mientras se desangra, en la que el blanco y negro y la posición (pecho vendado, como si llevase un sudario, la mano en el vientre), da al cuerpo famélico de Tur, con esos ojos grandes y tristes, un aire de mártir cristiano. Un travelling encuadra en detalle su ojo, que nos transporta, a través del círculo de la pupila (del que luego hablaremos) al recuerdo, a agosto de 1936, cuando todo comienza. La bañera, entendida como el emblema "marino" de Tur, reaparece al final, en la clausura del relato: un travelling enfoca en picado el cadáver de Tur en la bañera, en posición fetal, casi sumergido en un agua roja de sangre.

"Enfonso el braç dins l'aigua i tiro la fulla d'afaitar fora de la banyera. Des del fons de l'aigua, puja la sang espessa, calenta, negra, meva. Tota l'aigua se tenyeix i jo tinc els ulls estrets i espero." (Blai Bonet, op.cit. p. 244).



La bañera no es solo el símbolo de Tur, Ramallo también se apropia de ella, de ese pequeño mar sin gracia, triste y alicatado. Lo hace en varias escenas que no tienen correspondencia exacta con la novela de Bonet y que por tanto surgen de la imaginación de Villaronga, Mesquida y Aloy. Ramallo, como personaje expansivo, hace de la bañera su territorio de exhibicionismo, pero también de violencia. Después de un encuentro doloroso con su "protector" Eugeni Morell (Juli Mira), maduro estraperlista que lo mantiene a cambio de favores sexuales, Ramallo descarga su rabia contra el gato de Tur, aparente símbolo de su sexualidad domesticada. Ramallo atraviesa furioso el comedor después del encuentro con el estraperlista y el gato de Tur lo sigue, restregándose con dulzura entre sus pantalones. Con dos patadas Ramallo lo deja medio muerto. Tur lo recoge del suelo, prácticamente exangüe, y lo deposita sobre el lecho de Ramallo, no tanto para incriminarle como para que lo remate, al carecer él del valor para hacerlo. Ramallo, sin contemplaciones, lo ahoga en la bañera.



Posteriormente Ramallo reproduce en la bañera su mar anhelado del recuerdo. En un plano que secciona el rostro de Ramallo se ve el tatuaje de su pecho (símbolo de autoafirmación juvenil ante los requerimientos de Morell, que previamente había manoseado su pecho), rodeado de una serie de estampas o cromos de peces flotando sobre el agua, alusión a ese mundo acuático anhelado. En otra escena, rodada en un sutil y casi invisible plano-secuencia, Ramallo exhibe su cuerpo en la bañera de Tur mientras se ducha, ante el turbamiento de su amigo, que se hace en ese momento con sus ropas sudadas como material para sus fantasías masturbatorias. En todas estas escenas, Ramallo parece hacerse con el control de la bañera de Tur, violentando su intimidad. 




Si la bañera es el atributo de Tur, la pecera es el símbolo de Ramallo, su mar acotado. Los peces forman parte de su mundo obsesivo, convirtiéndose en el símbolo de sus ansias de libertad, puesto que nadan a sus anchas en un amplio mar muy diferente del enrejado sanatorio. También a Sor Francisca los peces le recordarán a su antiguo amante, ahora amigo; aunque no se trate ya de peces vivos, sino de pescados.



La pecera aparecerá al final de la película, en casa de Eugeni Morell. Ramallo visita a su "protector" con la intención de asesinarlo, haciendo del viejo el chivo expiatorio de su amargura y rencor, sin dilucidarse en la película si en ese acto hay una cuenta pendiente de su niñez ("me acuerdo de cuando eras pequeño y ya ves...¡Te has hecho un hombre!", le dice Eugeni Morell durante su primera visita). Sin embargo, antes de cometer el asesinato, tiene un momento de duda: el viejo parece haberse adelantado a sus deseos, regalándole una pecera con un pez multicolor en su interior. Un pez que remite directamente a ese mar del recuerdo, ese mar quieto y pacífico, la meta vital de Ramallo. Con este regalo inesperado, el personaje de Morell adquiere en esta escena final un tono más humano y paternal, aunque sea solo a modo de preámbulo para acabar en la cama. Ramallo previamente había confesado a Sor Francisca que el recuerdo del pez (un recuerdo a modo de punto central de una existencia) no se lo había contado nunca a nadie. Sin embargo, el pez reluciente en la pecera de Eugeni Morell parece contradecir sus palabras de joven lenguaraz.





Después de asesinar brutalmente al estraperlista, Ramallo sumerge la cabeza en la pecera y se lava la cara en ella. Esa era la quietud de la que hablaba en su confesión con la monja amiga: la quietud del asesinato, la suspensión de la razón, la ciega brutalidad que anula el pensamiento. Todavía refrescándose la cara, le da un acceso de tos y la cámara se distancia de él, de su dolor y de su crimen, en un travelling en retroceso.








Tras las confidencias de Ramallo a sor Francisco en la capilla, la joven monja había elegido una película de peces para proyectar ante los enfermos, en honor a su antiguo amante. En ella aparecen esos mismos pececillos que ya se habían visto como veladuras sobre los rostros acuáticos de los dos jóvenes en el prólogo del film. La película sobre el mar se quema durante la proyección, antes de llegar a su final.





El asalto sexual - La mano que explora

"Hace mucho calor aquí dentro". En tres ocasiones parece hacer un calor sofocante en la película, una alusión bastante obvia a un creciente deseo sexual.  En dos de estos momentos, manos expertas exploran con premura y avidez los pechos de los jóvenes enfermos; pechos pálidos y sin vello por fuera, carcomidos por la enfermedad por dentro. La tercera vez en la que "haga calor" ya no habrá vuelta atrás. 

Ramallo es un joven chulito algo machista, que no duda en comentar en voz alta sus impresiones sobre los cuerpos femeninos. En su llegada al sanatorio, mete la pata comentando ante el conserje Alcàntara (Simón Andreu) lo bien puestos que tiene los pechos la criada Carmen (Ángela Molina), sin saber que está hablando de su esposa. Posteriormente, se pavonea delante de sus compañeros de habitación, contando un encuentro con una tal Magdalena, que escandaliza tanto a Tur que acaba marchándose con su gato a dormir. Después de reencontrarse también con Francisca, no duda en tocarle el culo, a lo que la monja responde con un bofetón. A pesar de todos estos comentarios y actitudes, el único que le "mete mano" durante la película es Eugeni Morell. 








El estraperlista, que se humedece la papada con un pañuelo perfumado y al que el agua no aplaca los calores, explora con su mano el pecho de Ramallo por debajo de la camisa, con la excusa de una tos bastante fea. Ramallo se revuelve y después del encuentro, que termina con cajas destempladas, no duda en tatuarse su nombre en el pecho, a fin de marcar quién es su único propietario. Sin embargo, en esos juegos de "transmisión del mal" que son tan propios del cine de Villaronga, el propio Ramallo enviará a Carmen, otro personaje maduro con intenciones sexuales, a visitar a Tur, a fin de que lo consuele y lo desvirgue. El personaje de Carmen tiene mucha más dignidad y autonomía en la película que en la novela, pues en esta última no deja de ser juzgado exclusivamente desde la óptica de Tur. Siente un calor maternal al mismo tiempo que cariñoso hacia el joven, al que intenta sacar de su marasmo ("no es bueno que estés todo el día solo") y al que profesa un amor auténtico. En una escena anterior, Tur se había presentado en casa de la criada y el conserje con la intención de robar la llave de la camioneta para Ramallo, y la criada lo había obsequiado con leche y galletas, como a un niño, devoradas con delicadeza por el joven de segundas intenciones. La mano que explora su cuerpo bajo la camisa llega más allá del pecho, a pesar de la resistencia del joven. Ese encuentro entre el joven beato y la criada queda mucho más esclarecido en la novela.

"Les orelles em xiulen i no sento les paraules de Carmen. És com si me n'anàs allunyant. Tanco els ulls per no veure la veritat, certa com la separació dels pits de Carmen Onaindía. Els polsos em bateguen com si m'enfondrassin el cap amb una pedra. Sento ja la fatiga de ser un home. Em sap greu haver perdut el noi que jo era, com em sabia greu quan m'enviaven i jo tenia deu anys i tornava trist a la mare perquè havia escampat la llet pel camí.  Repeteixo: - Odio Andreu Ramallo. " (Blai Bonet, op.cit.pág.153)






Tanto en la novela como en película, el encuentro no deseado entre Tur y Carmen, propiciado por Ramallo, suscita que el amor reprimido que profesa Tur hacia Ramallo se convierta en odio irracional. "Lo que te pasa es que me quieres demasiado, ¿qué crees que no me he dado cuenta?", le espeta Ramallo. Esa escena, con una mano exploradora de por medio, trasplantada de un cuerpo maduro a otro (de Morell a Carmen), de un encuentro no deseado a otro, provoca una quiebra fundamental en el relato melodramático de la película.




Finalmente el calor volverá a aparecer en la última escena, con Ramallo travestido de Morell, pero ya sin una mano que tantea, sino más bien con una presencia directa y casi escandalosa de los cuerpos desnudos, en un abrazo que en realidad es un combate y que termina como tal. 




Círculos - Agujeros en el tiempo

La forma circular aparece varias veces en la película, como un túnel que conduce de una parte a otra, como un agujero en el tiempo que provoca que el pasado emerja en el presente. En el prólogo inicial, es a través del ojo de Tur cómo llegamos a ese verano del 36, un verano que comienza con una letanía y termina bañado en sangre. La familia de Tur reza a la espera de la llegada del padre, que huye por miedo a los milicianos. En la novela queda más esclarecida la vinculación fascista de la familia de Tur, con el niño vestido incluso de balilla. 

"La teva família era de dretes i, a la tardor de l'any 36, t'afiliaren a l'esquadra de balilles del teu poble. Portaves un pantalon curt de pana negra, la camisa fosca de balilla amb els seus emblemes brodats amb fil vermell, i, creuat damunt el pit, un cordó blanc, que, a un cap, tenia un xiulet que anava dins del butxacó de la camisa. Al costat esquerre, els dies feiners, duies una porra; els diumenges , una destral niquelada o un punyal que costà nou duros al teu pare i que servia, més o menys, per matar gats o per amenaçar el company que no et volia donar el cromo que ell tenia i tu no. (...) D'aquella època en recordes molt la figura del comte Rossi, la barba vermella, de lluentor metàl·lica, la creu blanca damunt el pit, i que un dia vingué al teu poble, i, en passar davant teu, que feies cordó perquè la multitud deixàs espai lliure, vares aixecar el braç per saludar-lo i només ho vas fer tu - impulsiu que eres i ets - i ell et donà dos cops suaus a la galta i et digué: bel ragazzo." (Blai Bonet, op.cit. pág.223)



Después de asistir a la escena de los fusilamientos, ante los que el niño Ramallo no aparta la vista pero que provocan en Tur un repliegue en la religión (el niño decide no mirar y acurrucarse en la oscuridad, santiguándose), la forma circular reaparece en la entrada de la cueva en la que Pau Inglada cumple su venganza de castigar a Julià Ballester, hijo del falangista que fusiló a su padre. La venganza tiene lugar en una escena muy incómoda de violencia explícita con niños de por medio, que termina a navajazos. La entrada a esa gruta del asesinato conecta por raccord con la forma circular del sol.







La forma circular reaparece en la entrada del pozo en el que Pau Inglada se suicida. En una de las secuencias más hermosas de la película, Villaronga juega con la forma circular de forma constante y sutil. Después de un primer plano de Pau, mirando a un lugar indeterminado, una larga y hermosísima panorámica circular conecta la imagen de Pau mirando el paisaje con la llegada de los amigos corriendo y el agujero del pozo al que se lanza, con su cuerpo ya ensangrentado con el cráneo reventado en su fondo. Es un movimiento de cámara sutil y preciosista, a la par que silencioso, solo acompañado por el sonido de las chicharras, que sirve tanto para eludir el momento del suicidio como para mostrar una naturaleza que se mantiene indiferente a los dramas infantiles. A continuación, Villaronga enlaza el cuerpo de Pau, en otro bello movimiento de cámara (aunque con corte de montaje), con el  contrapicado el rostro de los niños Manuel, Andreu y Francisca asomándose a la apertura del pozo. Por transición volvemos al ojo de Tur, el ojo que rememora, ya en color, y que da comienzo al desarrollo propio del film. "Así comenzamos a vivir, Señor. Esa fue nuestra primera tierra, las primeras raíces, la conciencia primera. No recordéis, Señor, nuestro juicio encendido. Recordad que hemos sido criaturas de la guerra, que un día el tiempo, nosotros no, nos volvió a juntar", finaliza su confesión a cámara. Palabras que reproducen casi exactamente el final del capítulo cuarto de la novela, también de estructura circular:

"Així vaig començar a viure, Senyor. Aquesta fou la primera terra, les primeres rels, la consciència primera. No recordeu, Senyor, el vostre judici encès. Recordeu que he estat un noi de la guerra. Que un dia..." (Blai Bonet, op.cit. pág.51)





La misma composición del plano en contrapicado de la apertura del pozo, con rostros asomándose,  se repetirá cuando, tiempo después, Francisca y Manuel, ya crecidos, visiten el mismo pozo, en el que ahora Ramallo esconde la mercancía robada a Eugeni Morell. También se repite el plano picado que mostraba el interior del pozo desde su abertura superior: si antes encuadraba el cuerpo de Pau Inglada, ahora muestra la cruz y al pálido Tur observando el recorrido de aquella caída del pasado. A continuación, Tur comenta a Francisca que en ese lugar dejaron de ser niños, aludiendo al asesinato de Julià Ballester y al suicidio posterior de Pau Inglada. Lo que no dice es que ahí piensa cometer su traición a Ramallo, delatándolo a la guardia civil: en el lugar en el que dejaron de ser niños, también dejaron de ser amigos y abandonaron la posibilidad de ser amantes. Un agujero en el tiempo conecta las dos pérdidas, en un pozo marcado por la muerte, en el que entra por su abertura superior la luminosa claridad del cielo soleado. 




Estas formas circulares remiten al recuerdo imborrable de un ojo que ha visto sucesos traumáticos. Ojos que se borran en sueños o se rasgan en las fotografías con la cuchilla de afeitar, como símbolo de alguien que ya ha dejado de luchar y ha escogido el bando de la muerte.

"Universo claustrofóbico, gueto afectivo, del sanatorio, amores imposibilitados por la mala conciencia, vividos como si fueran un castigo de dios, El mar es un infierno dentro de otro infierno que es la posguerra, marcada por el anterior infierno que fueron las ejecuciones del verano de 1936, un universo empapado de sangre, como el sanatorio. La filiación está clara: el mal apela al mal, es como si el haber contemplado el horror los hubiese contaminado, lo mismo que la tuberculosis." (IMBERT, Gérard, Agustí Villaronga: horror y memoria histórica, en SÁNCHEZ NORIEGA, José Luis (ed.), Imaginarios y figuras en el cine de la Postransición, Ed. Laertes, 2019)





Arquitecturas de la reclusión -  El laberinto de corredores y de púas.

En una de las primeras noches en el sanatorio, Ramallo y Tur conversan en la galería corrida a la que dan las habitaciones. Ramallo acaba de visitar la habitación 13, aquella a la que envían a los enfermos sin remedio a morir alejados de las miradas de los otros. Lleva todavía en la camisa la mancha de sangre que Francisca le ha dejado, al poner la mano sobre su brazo en un gesto cariñoso invitándole a alejarse de allí, de la muerte. Después de que Tur se percate del detalle de la mancha en la camisa de su amigo, comienza a narrar el recorrido que hacen con los cadáveres desde la habitación 13 hasta el depósito. La voz en off y la banda sonora, así como el ruido de las ruedecillas de las camillas, va enlazando los diferentes espacios del sanatorio, los largos corredores, las galerías porticadas, hasta el alicatado depósito de cadáveres. Se aprecia un disfrute por parte de Villaronga en recrear esos espacios arquitectónicos vacíos, fríos y lunares, como en El niño de la luna o las películas de Argento. El recorrido evocado por las palabras de Tur termina con la imagen del cadáver de Justo Pastor sobre el banco de piedra, iluminado por la luna, a la manera del cristo yacente de Holbein.




La conversación continúa por unos derroteros premonitorios. Tur señala que el rezo es lo único que sirve y Ramallo por su parte casi se caga en Dios. Ramallo señala bastante excitado que preferiría morir asesinado, "sabiendo quién te mata y por qué te mata". Por su parte, Tur señala (en una frase sacada de forma literal del texto) que intenta imaginarse "por qué puerta debería salir, para morir como un entusiasmo". "¿Qué quieres decir? ¿Cómo los mártires, los de los leones en el circo?", repone Ramallo, a lo que Tur sonríe. En ese breve diálogo, quizá en exceso literario, está condensado el final de la película. Uno morirá asesinado, el otro se suicidará, después de llevarse por delante a su amado. Y sin embargo, esta escena casi inicial da paso a uno de los pocos momentos de intimidad entre ambos personajes, un momento de relajación y acercamiento: Ramallo le dice que tiene el pulso alterado e invita a su amigo a que acerque su oreja al pecho a escuchar los latidos de su corazón. A pesar de la aparente intimidad  y relajación, subrayada por la banda sonora, la escena tiene un poso inquietante, marcado por la puesta en escena. La gelidez del solitario corredor, de iluminación lunar, y el travelling que aleja nuestra mirada de los personajes, hace que estos queden desamparados en esa galería infinita, succionados por su profundidad tenebrosa, con su sucesión interminable de pilares, persianas y chaise-longues. Como señala el propio Villaronga, en un melodrama que asume de tanto en tanto la apariencia de un thriller, es la arquitectura la que adopta el carácter inquietante, al no existir un monstruo o mal externo, más allá de la enfermedad que los protagonistas cobijan en el pecho.





El único momento de auténtica relajación entre los amigos viene después de una escena especialmente violenta, la del asesinato a patadas del gato. Ramallo y Tur entierran al pobre animal entre unas chumberas, un espacio complicado al que la cámara saca todo su partido, creando una composición en la que los rostros de los personajes emergen entre los huecos de la planta. La planta protege y esconde a los protagonistas, como si estuviesen en el interior de una cueva o en una madriguera en la que entrasen los rayos del sol. Después de confesar sus problemas con Morell, Ramallo le muestra a su amigo el tatuaje. "¿Por qué te has hecho eso?", pregunta con cierta candidez Tur. "Para acordarme de la única cosa que me puede ayudar", responde con chulería Ramallo. "También están los amigos", responde solícito Tur, que después observará con curiosidad e interés, rozando el pecho de su amigo, el tatuaje todavía sangrante. "Sudas mucho, Ramallo", observa casi arrobado Tur. "¿Huelo mal?", responde Ramallo, orgulloso de exhibirse. El momento de tregua entre las punzantes chumberas es sin embargo un espejismo.






El tren - La llegada y la marcha.

Los andenes, el tren en marcha, el sonido rítmico de los vagones sobre las traviesas, son siempre sinónimo de viajes que comienzan, de aventuras o de despedidas. Como bien señala el propio Villaronga en los comentarios del dvd, el tema del tren está apenas esbozado, aunque su pretensión hubiese sido recalcarlo más. El tren es la llegada y la marcha: la entrada en el sanatorio y la marcha del mismo cuando se muere.

La presentación del joven Ramallo tiene precisamente lugar en un andén de la estación, en la que le espera Alcàntara para llevarlo a Caubet. En el recorrido en camioneta, Ramallo despliega sus dotes de muchacho caradura y aparentemente despreocupado. Posteriormente el tren aparecerá en una de las huidas de Ramallo: tras la muerte de Galindo, Ramallo abandona el sanatorio, dejando desconsolado a Tur con sus ropas en la mano. Por el montaje paralelo, que es el mecanismo que estructura todo el film, se conecta el movimiento de un travelling en retroceso que se aleja de Tur, reforzando su sensación de abandono y desorientación, con un plano que muestra el interior del tren, en el que aparece Ramallo azotado por el viento que entra por la ventanilla.






Pero de forma más sutil aparece el tren en la banda de sonido. En la emotiva escena de la muerte de Galindo (Hernán González), mientras éste evoca de forma poética la carretera que separa su pueblo del sanatorio (17 kilómetros, como sus 17 años de vida), se oye lejano un tren que pasa. Cuando los cadáveres de Ramallo y Tur son conducidos al depósito, un tren acompasa el ruido de las ruedecillas desengrasadas de la camilla. El tren de los que se van.





La pasión de los enfermos - Una nueva iconografía religiosa. 
 
En estos constantes juegos de rima visual, Villaronga explota a conciencia la potencia cautivadora e inquietante de la iconografía religiosa. Como bien señala Pilar Pedraza en su libro, ya desde el primer momento en el que la enfermedad aparece con toda su crudeza en la escena en la que Ramallo fisgonea qué hay de la habitación 13, ésta queda vinculada a otra enfermedad actual (o al menos de virulencia todavía contemporánea en la época de la película). Una enfermedad que golpea solo a hombres, a hombres jóvenes de las características de Tur y Ramallo: el SIDA. El propio autor establece también esta conexión. Esa relación intuitiva que hace el espectador entre las dos enfermedades, la antigua y la moderna, recorre como un espectro todo el film y queda ejemplificada en las imágenes que remiten a las pietà renacentistas y también en aquellas otras de los cadáveres en el depósito, con las cruces sobreimpresionadas, claramente inspiradas en los cristos yacentes. 
"En El Mar, la más bella y compleja de las películas de Agustí Villaronga, el mal es en parte pecado (Manuel Tur) y en parte reparación mórbida del orgullo herido (Ramallo), pero sobre todo es la enfermedad que se ceba en los cuerpos jóvenes y los destruye. Se diría que sólo afecta a los hombres - las dos mujeres de la película están muy sanas -. La continua presencia y referencia a la sangre constituye una clave que resitúa la enfermedad (tuberculosis) en una realidad contemporánea (SIDA) y también los cuerpos sangrantes en un género trastocado y menstruante, y en una vaga pero a veces insoportable conciencia de un imborrable pecado original." (Pilar Pedraza, op. cit. pág 20)




Pero la imaginería crística también puede servir para crear imágenes deformadas y monstruosas, muy perturbadoras: las imágenes a las que conduce el fanatismo. Cuando Ramallo abandona del golpe el sanatorio, sin más explicación que la pena por la muerte de Galindo, el fracaso de sus tejemanjes y el deseo repentino de asesinar a Eugeni Morell, Tur recrea un nuevo dios al que entregarse, una especie de espantapájaros clavado en la pared con la ropa de Ramallo. Abraza desnudo esa imagen fantasmal de crucificado sin cuerpo y su entrega es tal que se hace heridas con las alcayatas, que luego hace pasar, en su delirio, por estigmas. Los planos de toda esta escena tienen un carácter agresivo, enjaulado, de película de género fantástico: el crucifijo lanzado sobre el somier, el contrapicado con el "espantapájaros" clavado en la pared, y el abrazo amoroso con el fantasma, con los barrotes de la cama de por medio. La fiebre fanática se une aquí a una imagen desesperada y patética (el fantasma de la ropa sin su propietario, sobre el que volcar un amor considerado prohibido), que deja un poso de incomodidad en el espectador. Como toda religión, la mentira está detrás: si bien señala ante sor Francisca que ha vencido al demonio con esa especie de exorcismo simbólico, no ha hecho más que abrazarse con desesperación a las ropas de su amado ausente, hasta hacerse sangre. En la novela el padre Caldentey también duda de la veracidad de los estigmas de Tur (le parecen heridas pintadas). Pero, a pesar de lo dicho, en el cadáver de Tur permanecen las yagas, para reforzar la ambigüedad de la situación.






Por último, hay otra imagen sacada por Villaronga de la iconografía cristiana, de forma más sutil. En el momento en el que Galindo (otro de los pocos personajes que suscitan empatía en la película) está agonizando, Tur y Ramallo se encuentran a ambos lados de su lecho. Poco antes, Tur lo había llevado a misa, mientras que Ramallo, constantemente entrando y saliendo del sanatorio con mil asuntos entre manos, los había observado desde lejos. A ambos lados de su lecho representan las dos caras de la vida, la contemplación y la acción, la parálisis y el movimiento, el mundo exterior y el mundo interior, el cuerpo y el espíritu. La composición recuerda a uno de los primeros cuadros de Picasso, "Ciencia y Caridad". Galindo, aun muriendo, lo hace en el costado del muchacho machista, popular y vehemente, representado por Ramallo, no en el del mórbido beato nacional-católico, representado por Tur.




El dentífrico y el cepillo - Más allá del horror, el melodrama.

Eugeni Morell, poco antes de morir a hachazos (en una escena que recuerda a L'Argent de Bresson) confiesa a Ramallo que alguien le ha delatado a la guardia civil y no ha sido él: lo ha hecho Manuel Tur. El desvelamiento de la traición desemboca, en clave melodramática, en el clímax de la película. Un clímax en el que confluyen todos los elementos de la película: horror, palidez lunar, desnudez, violencia, consumación del sexo y del asesinato. Se trata de una escena tremendista, incómoda, muy intensa para los actores, que remite, en su fría crueldad, a Tras el cristal. Ramallo asume el papel agresivo y dominante del verdugo, la parte activa; Tur el rehacio y aparentemente dócil de la víctima, la parte pasiva, hasta que decide abortar lo que es ya una violación, asestando una serie de puñaladas en la nuca de su amante, a modo de descabello taurino.  El cuerpo de Ramallo queda bajo la cama y Tur se marcha a la bañera, en la que se cortará las venas, enlazando así con la imagen inicial de la película. El crimen a puñaladas y el posterior suicidio remiten directamente a las escenas del prólogo infantil, a aquellos sádicos "juegos infantiles" de venganza e inmolación en el sofocante verano de 1936.

 "Los ecos entre el prólogo y el resto del film no se refieren tanto a las consecuencias de la brutalidad de la Guerra Civil sobre la sensibilidad de los niños como a un calvario íntimo y un espejo en el que el crimen y el suicidio del niño Pau van a reflejarse en los de Ramallo y Manuel Tur."










La cámara penetra con lentitud en el cuarto de baño, en un travelling de acercamiento hacia la bañera, a la que acaba enfocando en ligero picado: en ella aparece el cadáver de Tur. Posteriormente, en un plano detalle, encuadra la cuchilla de afeitar sangrienta sobre la loza del lavabo, las salpicaduras virulentas de sangre, para a continuación ascender hasta encuadrar un vaso con un cepillo y un tubo de dentrífico. En anteriores escenas ubicadas en el baño, situado en la habitación de Tur, en el vaso tan solo había un cepillo. La novela podría dar la pista. A la hora de recoger el cadáver de Ramallo (en la novela transcurre más tiempo entre crimen y suicidio), el padre Caldentey enumera los objetos que el joven pobre tenía en el lavabo:

" Damunt la pedra del lavabo queden el seu tub de Profidén, la pastilla de sabó i els vas de plàstic per rentar-se les dents, amb el raspallet dintre." (Blai Bonet, op.cit.228)

El tubo de dentífrico podría ser de Ramallo, el cepillo, que ya estaba siempre en el vaso, de Tur. La unión no sólo se produce en el depósito de cadáveres, al que han sido conducidos al mismo tiempo, o en el gesto de cariño y liberación posterior de sor Francisca ante el rayo de luz que entra por la ventana. También en ese vaso en la repisa del lavabo podría residir el símbolo de una unión posible de los opuestos, aunque en el vacío de la no existencia, al igual que previamente, en los momentos más alucinados de la pasión de Tur, se habían fundido las obsesiones de ambos: la cruz de la habitación y los peces del inmediatamente posterior film proyectado a los enfermos. Tur, el personaje espiritual, realmente está dominado por las pasiones del cuerpo y la fiebre asesina. Ramallo, el personaje material, busca desesperadamente encajar y suscitar algo de cariño y reconocimiento en los demás.






Terminaré citando de nuevo a Pilar Pedraza, que a su vez cita a George Bataille, dando voz a esos amores surrealistas, de marcada impronta romántica, marcados por el deseo de separación radical del mundo mediante la destrucción mutua:

 "Esta última (El mar) tiene la violencia del amor y es además un emblema de la dualidad Marta y María: la vida activa y la vida contemplativa. Además de constituir una referencia a la atracción de los contrarios, la pareja de amantes que se aniquilan mutuamente Ramallo-Tur recuerda unas palabras de Bataille:<<...el fundamento de la efusión sexual es la negación del aislamiento del yo, que sólo conoce éxtasis excediéndose, trascendiéndose en el acto amoroso, en donde se pierde la soledad del ser. Lo que llamamos vicio deriva de esta profunda implicación de la muerte. Y el tormento del amor descarnado es tanto más simbólico de la verdad última del amor cuanto la muerte aproxima y hiere a aquellos a los que el amor une>>. 

Después de unas escenas de tanta intensidad, Villaronga da un respiro al espectador, creando el perfecto anticlímax. Sor Francisca se despide de los dos cadáveres de sus dos amigos, en el depósito, esta vez lleno de luz. Su mirada, la propia de la cámara, se detiene en los estigmas (¿falsos?) de uno y en el tatuaje del otro. Besa la frente de Ramallo. Abre la alta ventana con un cordel y desde ella penetran voces del exterior. Sor Francisca, hasta el momento testigo mudo pero cargado de sensatez, hace un gesto esperanzador: se quita la toca. No tanto porque renuncie a la religión, como para tomar un breve respiro. Fuera, más allá del depósito de cadáver, la vida sigue y nuevos enfermos requieren su atención.






Bibliografía

BONET, Blai, El mar, Ed. Tres i Quatre, edición de 1988.

IMBERT, Gérard, Agustí Villaronga: horror y memoria histórica, en SÁNCHEZ NORIEGA, José Luis (ed.), Imaginarios y figuras en el cine de la Postransición, Ed. Laertes, 2019.

PEDRAZA, Pilar, Agustí Villaronga, Ed. Akal, 2007.

TERRASA, Jacques, La Guerra Civil en Mallorca, ¿una amnesia nacional? Reflexiones en torno al íncipit de la película El Mar (1999), en BERTHIER, Nancy y SEGUIN, Jean-Claude (ed.), Cine, nación y nacionalidades en España, Casa de Velázquez, 2007. 

Audiocomentarios de Agustí VILLARONGA de la película El Mar (cofre Augstí Villaronga, Cameo Media S.L., )



Ignacio Capilla Valls, València - Dénia, agosto 2019.

No hay comentarios:

Publicar un comentario