Como
podrá suponer el lector, el cine ha jugado siempre un papel muy
importante en mi vida. Mi pasión comenzó,
como tantas otras cosas, en la adolescencia, en la que mi amor por el cine se convirtió
en un gusto consciente, en una necesidad de películas que me
ofreciesen miradas distintas, audaces, subjetivas y provocadoras. En
parte me he quedado anclado en esos descubrimientos tempranos de la
adolescencia y la primera juventud, pues todo lo que posteriormente
he ido descubriendo y disfrutando ha tenido que pasar la severa
comparación con ese canon asentado en mi juventud, basado en
Fellini,
Kubrick
y Buñuel,
y, en segundo término, en Pasolini
y Antonioni. Lo que leerán a continuación pretende ser más bien una rápida panorámica, con cierto carácter confesional y subjetivo, sobre estos cinco directores, más que un análisis de sus obras.
Andaba
yo interesado por Lorca y por Dalí y acabé dando con el cine de
Luis Buñuel (Calanda, 22/02/1900 – Ciudad de México
29/07/1983) en el año que se conmemoraba el centenario de su
nacimiento. Aquel año se programaron muchas
películas suyas en televisión, cosa insólita, y yo contaba con unos impresionables
16 años. Su estilo árido, sin concesiones, me abrió la puerta no
sólo a un cine distinto, sino también a otra posible cultura. Desde entonces, el aragonés me ha atraído más por su concepción del mundo,
plagada de brillantes contradicciones, que por sus películas,
muchas de ellas con aristas e imperfecciones. Admiro su espíritu
provocador, su escepticismo, su gusto por el reverso de las cosas, sus ramalazos románticos, su fanatismo de baturro airado, su
desencanto, su forma tosca de expresar todo pensamiento...Lo admiro
antes como “artista total” que como cineasta y me gusta decir que
en aquellos años de adolescencia aprendí más de él que de la
escuela. El discreto encanto de la
burguesía, El ángel exterminador y
La vía láctea son
las películas que prefiero de su cine, aunque fue Belle
de jour la
primera que vi de él en televisión, con aquella brutal escena
inicial.
Luego
llegó Federico Fellini
(Rímini, 20/01/1920 – Roma 30/10/1993). Recuerdo todavía el
deslumbramiento que supuso ver Ocho y
medio, y mentiría si no dijese que me sentí durante algún tiempo identificado con ese personaje de artista que en ella se representa. Fellini se convirtió a partir de
ese momento en una voz muy cercana, la propia de un tipo lejano ya
fallecido que hacía las películas que
yo quería ver. En Ocho y medio
vi reflejado mi narcisismo de artista en ciernes, mis ganas de
fantasear, mi gusto por la caricatura, mi disfrute distante del mundo
mediterráneo... A día de hoy quizá no sea Ocho
y medio mi película predilecta de
Fellini, su puesto principal lo han ocupado El
jeque blanco, Toby Dammit, Amarcord o
E la nave va. Otras
películas suyas, más largas, más desbordantes, también me atraen,
aunque tenga de disfrutarlas de forma “dosificada”:
La dolce vita, Satiricón, Roma, Casanova. Lo que
más me sigue fascinando de su cine es la capacidad para resumir la
esencia de la vida de un personaje a partir de un detalle, de un
rasgo exagerado, de un simple gesto: ahí está su maestría de
fisonomista y de poeta. Destaco
de él su búsqueda constante de la complicidad del
espectador mediante la ironía, su vitalismo pagano, no exento de melancolía, sus
trucos, más de prestidigitador que de maestro barroco, y su capacidad para crear imágenes asimétricas, vaporosas e inconfundibles. Sus películas no necesitan ser realistas, pues recrean el mundo con el mismo carácter abocetado de una falla
de barrio, y emplean como mecanismo catártico frente a la vida la misma risa congelada que reina en las carnavaladas
de El Bosco y Brueghel.
Finalmente,
Stanley Kubrick
(Nueva York 26/07/1928 – Harpenden 07/03/1999) me ha parecido
siempre la perfección inalcanzable, la frialdad del primer puesto.
2001, una odisea en el espacio
la vi de niño y la parte del viaje final, luminoso y alucinógeno,
quedó grabada en mi cabeza, al igual que el bombardeo final de la
selva de Apocalypse now
de Francis Ford Coppola. La perfección de la obra maestra de Kubrick
podría considerarse comparable a la de aquellos iconos bizantinos
reconocidos como acheiropoietos,
es decir, hechos por mano no humana. La genialidad del neoyorquino no
reside tanto en su legendaria meticulosidad, tan cacareada por los
medios de comunicación, como en su innata capacidad para crear
imágenes poderosas, clásicas en un sentido artístico del término,
y en su visión escéptica y desapasionada del mundo. Sus películas
funcionan como perfectos mecanismos que presentan un mundo
desprovisto de espiritualidad, donde los personajes no muestran una
compleja psicología o una profunda carga sentimental, sino todo lo
contrario. La espiritualidad en los personajes de Kubrick no es más
que la prolongación de un interés particular, ligado a la idea de
dominación y poder. Desaparece la frontera entre lo bueno y lo malo,
entre el héroe y el villano, línea que en la época del cine
clásico estaba sobradamente marcada. Sus películas son bellísimas
representaciones a todo color del mundo árido y sin esperanza que
describió Hobbes en su Leviatán.
Las mejores películas del director neoyorquino son las que van de
1968, año de 2001,
a 1980, año de El resplandor.
De
estos tres grandes maestros sigo disfrutando siempre que puedo. Sin
embargo, hay un elemento que me crea cierta desazón en sus obras, que no es otro que su evidente misoginia. Buñuel
desprecia a las mujeres, Fellini ama sus superficies en un festín
masturbatorio (aunque quizá sea el más cercano a ellas) y Kubrick
simplemente las ignora. Todo ello los muestra en cierta manera como
fósiles de otro mundo, ballenas varadas en la playa, pecios hundidos
hace tiempo.
Pier
Paolo Pasolini (Bolonia 05/03/1922 –
Ostia 02/10/1975) sería el cuarto director de mi lista, descubierto
más o menos al mismo tiempo que los otros (entre los años que van
de 1999 a 2001). Durante
mucho tiempo, en una etapa mía mucho más pasoliniana que la actual,
cualquier cosa del poeta-cineasta que leía para mí “iba a misa”.
Lo consideraba no sólo un hombre de arte y de letras, sino también
un animal político, un platónico en un mundo positivista no
dispuesto a escuchar su voz admonitoria, cargada de virulenta
racionalidad. Lo consideré durante mucho tiempo como un punto de
referencia por cómo se lanzó a la cultura, al arte y a la creación,
sin paracaídas alguno, tan sólo con su verborrea, su dulce
fanatismo y su espíritu de polemista como armas. Encarnó la figura del
artista que decide consagrarse al fin supremo, pero condenado al
fracaso, de hacer un arte popular y complejo. Hoy en día podría
decir que me sigue atrayendo en un sentido amplio: pero como
poeta y pensador ya no me parece tan bueno como en su vertiente de novelista y creador de imágenes. Adoro su amateurismo
cinematográfico, el aparente hieratismo de sus películas, su
montaje seco, propio de alguien que empieza a jugar con un nuevo
lenguaje que no domina, y su curiosidad nunca satisfecha por explorar el mundo a
través de los rostros. Su mejor película a nivel narrativo quizá
sea Accattone y
a nivel formal Salò, lo
que muestra su evolución en el medio.
Aquella en la que están más
equilibradas sus constantes temáticas y formales quizá sea Teorema. Aunque
las de mayor fantasía quizá sean El
decamerón o
Las mil y una noches,
hechas desde un profundo amor al
arte bajomedieval y a las culturas de oriente.
Por
último, en este quinteto de directores clásicos entró de forma
más titubeante Michelangelo Antonioni (Ferrara 29/09/1912 –
Roma 30/07/2007), para ir ganando terreno en mi canon particular con el paso del tiempo. El director de Ferrara me
parece el arte moderno llevado al cine. Sus películas invitan a la
contemplación como obras de arte abstracto expuestas en un museo.
Pocos cineastas han gozado de su habilidad para jugar con los
espacios llenos y vacíos, para recrear artísticamente los colores,
para jugar con las líneas. Se le podría achacar a su cine cierto
aplanamiento de los individuos, mimetizados en la composición como
parte del cuadro, pero eso conforma parte de su esencia como
cineasta. No pienso que sea el cineasta de la incomunicación, o el
cineasta del hastío, o no solamente eso: antes bien, fue el primero,
con sus tiempos muertos, con sus conscientes vacíos, en explorar, en
todas sus vastas posibilidades, el simple discurrir del tiempo. En
su momento me fascinó la trilogía, sobre todo El
eclipse, y también Blow
up, aunque si tuviese que elegir
ahora me quedaría claramente con Identificazione
di una donna, una
película quizá más imperfecta, pero más viva.