lunes, 21 de octubre de 2019

MIS CINEASTAS FAVORITOS (PRIMERA PARTE)

Como podrá suponer el lector, el cine ha jugado siempre un papel muy importante en mi vida. Mi pasión comenzó, como tantas otras cosas, en la adolescencia, en la que mi amor por el cine se convirtió en un gusto consciente, en una necesidad de películas que me ofreciesen miradas distintas, audaces, subjetivas y provocadoras. En parte me he quedado anclado en esos descubrimientos tempranos de la adolescencia y la primera juventud, pues todo lo que posteriormente he ido descubriendo y disfrutando ha tenido que pasar la severa comparación con ese canon asentado en mi juventud, basado en Fellini, Kubrick y Buñuel, y, en segundo término, en Pasolini y Antonioni. Lo que leerán a continuación pretende ser más bien una rápida panorámica, con cierto carácter confesional y subjetivo, sobre estos cinco directores, más que un análisis de sus obras. 

Andaba yo interesado por Lorca y por Dalí y acabé dando con el cine de Luis Buñuel (Calanda, 22/02/1900 – Ciudad de México 29/07/1983) en el año que se conmemoraba el centenario de su nacimiento. Aquel año se programaron muchas películas suyas en televisión, cosa insólita, y yo contaba con unos impresionables 16 años. Su estilo árido, sin concesiones, me abrió la puerta no sólo a un cine distinto, sino también a otra posible cultura. Desde entonces, el aragonés me ha atraído más por su concepción del mundo, plagada de brillantes contradicciones, que por sus películas, muchas de ellas con aristas e imperfecciones. Admiro su espíritu provocador, su escepticismo, su gusto por el reverso de las cosas, sus ramalazos románticos, su fanatismo de baturro airado, su desencanto, su forma tosca de expresar todo pensamiento...Lo admiro antes como “artista total” que como cineasta y me gusta decir que en aquellos años de adolescencia aprendí más de él que de la escuela. El discreto encanto de la burguesía, El ángel exterminador y La vía láctea son las películas que prefiero de su cine, aunque fue Belle de jour la primera que vi de él en televisión, con aquella brutal escena inicial. 



Luego llegó Federico Fellini (Rímini, 20/01/1920 – Roma 30/10/1993). Recuerdo todavía el deslumbramiento que supuso ver Ocho y medio, y mentiría si no dijese que me sentí durante algún tiempo identificado con ese personaje de artista que en ella se representa. Fellini se convirtió a partir de ese momento en una voz muy cercana, la propia de un tipo lejano ya fallecido que hacía las películas que yo quería ver. En Ocho y medio vi reflejado mi narcisismo de artista en ciernes, mis ganas de fantasear, mi gusto por la caricatura, mi disfrute distante del mundo mediterráneo... A día de hoy quizá no sea Ocho y medio mi película predilecta de Fellini, su puesto principal lo han ocupado El jeque blanco, Toby Dammit, Amarcord o E la nave va. Otras películas suyas, más largas, más desbordantes, también me atraen, aunque tenga de disfrutarlas de forma “dosificada”: La dolce vita, Satiricón, Roma, Casanova. Lo que más me sigue fascinando de su cine es la capacidad para resumir la esencia de la vida de un personaje a partir de un detalle, de un rasgo exagerado, de un simple gesto: ahí está su maestría de fisonomista y de poeta. Destaco de él su búsqueda constante de la complicidad del espectador mediante la ironía, su vitalismo pagano, no exento de melancolía, sus trucos, más de prestidigitador que de maestro barroco, y su capacidad para crear imágenes asimétricas, vaporosas e inconfundibles. Sus películas no necesitan ser realistas, pues recrean el mundo con el mismo carácter abocetado de una falla de barrio, y emplean como mecanismo catártico frente a la vida la misma risa congelada que reina en las carnavaladas de El Bosco y Brueghel. 


Finalmente, Stanley Kubrick (Nueva York 26/07/1928 – Harpenden 07/03/1999) me ha parecido siempre la perfección inalcanzable, la frialdad del primer puesto. 2001, una odisea en el espacio la vi de niño y la parte del viaje final, luminoso y alucinógeno, quedó grabada en mi cabeza, al igual que el bombardeo final de la selva de Apocalypse now de Francis Ford Coppola. La perfección de la obra maestra de Kubrick podría considerarse comparable a la de aquellos iconos bizantinos reconocidos como acheiropoietos, es decir, hechos por mano no humana. La genialidad del neoyorquino no reside tanto en su legendaria meticulosidad, tan cacareada por los medios de comunicación, como en su innata capacidad para crear imágenes poderosas, clásicas en un sentido artístico del término, y en su visión escéptica y desapasionada del mundo. Sus películas funcionan como perfectos mecanismos que presentan un mundo desprovisto de espiritualidad, donde los personajes no muestran una compleja psicología o una profunda carga sentimental, sino todo lo contrario. La espiritualidad en los personajes de Kubrick no es más que la prolongación de un interés particular, ligado a la idea de dominación y poder. Desaparece la frontera entre lo bueno y lo malo, entre el héroe y el villano, línea que en la época del cine clásico estaba sobradamente marcada. Sus películas son bellísimas representaciones a todo color del mundo árido y sin esperanza que describió Hobbes en su Leviatán. Las mejores películas del director neoyorquino son las que van de 1968, año de 2001, a 1980, año de El resplandor


De estos tres grandes maestros sigo disfrutando siempre que puedo. Sin embargo, hay un elemento que me crea cierta desazón en sus obras, que no es otro que su evidente misoginia. Buñuel desprecia a las mujeres, Fellini ama sus superficies en un festín masturbatorio (aunque quizá sea el más cercano a ellas) y Kubrick simplemente las ignora. Todo ello los muestra en cierta manera como fósiles de otro mundo, ballenas varadas en la playa, pecios hundidos hace tiempo.


Pier Paolo Pasolini (Bolonia 05/03/1922 – Ostia 02/10/1975) sería el cuarto director de mi lista, descubierto más o menos al mismo tiempo que los otros (entre los años que van de 1999 a 2001). Durante mucho tiempo, en una etapa mía mucho más pasoliniana que la actual, cualquier cosa del poeta-cineasta que leía para mí “iba a misa”. Lo consideraba no sólo un hombre de arte y de letras, sino también un animal político, un platónico en un mundo positivista no dispuesto a escuchar su voz admonitoria, cargada de virulenta racionalidad. Lo consideré durante mucho tiempo como un punto de referencia por cómo se lanzó a la cultura, al arte y a la creación, sin paracaídas alguno, tan sólo con su verborrea, su dulce fanatismo y su espíritu de polemista como armas. Encarnó la figura del artista que decide consagrarse al fin supremo, pero condenado al fracaso, de hacer un arte popular y complejo. Hoy en día podría decir que me sigue atrayendo en un sentido amplio: pero como poeta y pensador ya no me parece tan bueno como en su vertiente de novelista y creador de imágenes. Adoro su amateurismo cinematográfico, el aparente hieratismo de sus películas, su montaje seco, propio de alguien que empieza a jugar con un nuevo lenguaje que no domina, y su curiosidad nunca satisfecha por explorar el mundo a través de los rostros. Su mejor película a nivel narrativo quizá sea Accattone y a nivel formal Salò, lo que muestra su evolución en el medio. Aquella en la que están más equilibradas sus constantes temáticas y formales quizá sea Teorema. Aunque las de mayor fantasía quizá sean El decamerón o Las mil y una noches, hechas desde un profundo amor al arte bajomedieval y a las culturas de oriente.



Por último, en este quinteto de directores clásicos entró de forma más titubeante Michelangelo Antonioni (Ferrara 29/09/1912 – Roma 30/07/2007), para ir ganando terreno en mi canon particular con el paso del tiempo. El director de Ferrara me parece el arte moderno llevado al cine. Sus películas invitan a la contemplación como obras de arte abstracto expuestas en un museo. Pocos cineastas han gozado de su habilidad para jugar con los espacios llenos y vacíos, para recrear artísticamente los colores, para jugar con las líneas. Se le podría achacar a su cine cierto aplanamiento de los individuos, mimetizados en la composición como parte del cuadro, pero eso conforma parte de su esencia como cineasta. No pienso que sea el cineasta de la incomunicación, o el cineasta del hastío, o no solamente eso: antes bien, fue el primero, con sus tiempos muertos, con sus conscientes vacíos, en explorar, en todas sus vastas posibilidades, el simple discurrir del tiempo. En su momento me fascinó la trilogía, sobre todo El eclipse, y también Blow up, aunque si tuviese que elegir ahora me quedaría claramente con Identificazione di una donna, una película quizá más imperfecta, pero más viva.