Siempre
he admirado a los poetas andariegos, aquellos individuos arrobados
ante la naturaleza, que no encuentran mejor forma de vivir que
recorrerla pasmados, devorando piedras miliares, notando el suave
aire en la cara. Me refiero a esos poetas de malvivir vagabundo,
grandes consumidores de kilómetros, que a falta todavía de
bicicletas para recorrer la distancia que separaba dos ciudades
amuralladas, y sin dinero para alquilar un caballo o para subirse al
último vagón de un tren, hacían el camino a pie con unas viejas
botas, durmiendo a la intemperie, bajo un tapiz de estrellas, alimentándose de lo que el azar les ponía en el camino. Hölderlin,
Rimbaud, Walser...grandes trotamundos, y no esos paseantes españoles,
que tomaron el viajar como un sport burgués para
escribir libros.
Estos
poetas andarines, al parecer sacados de un cuento, salían a los caminos espoleados por sus propios demonios o
por familias demasiado severas, e incluso a veces sin ningún motivo
más allá de sus propios espíritus aventureros e ingenuos. Su
objetivo no era la meta sino el camino, con sus bosques, sus
senderos, sus pasos adoquinados, sus pequeños riachuelos, sus
pueblos con miradas hoscas tras los visillos y alguna que otra
taberna caliente al final de un largo trecho recorrido.
Yo mismo les homenajeé, sin saberlo, a la tierna edad de diez años, una tarde en la que decidí volver andando desde el colegio a casa. Una pequeña "proeza", si se tiene en cuenta que el colegio estaba en Godella y mi casa en Valencia, y unos cinco kilómetros, algunos de ellos sin urbanizar, separaban ambos puntos. Había que atravesar una pequeña zona fabril y caminar un trecho por el arcén de una carretera, breve aún así, porque en realidad Burjassot y Godella estaban prácticamente unidas a Valencia.
Todavía lo recuerdo a la perfección. Al salir del colegio perdí la pista de mi hermano, y al no llevar billete ni dinero para el tren, decidí volver andando: me pareció algo factible, conocía el camino a la perfección, aunque no intuía que luego en casa, y al día siguiente en el colegio, me llegarían duras reprimendas por mi locura infantil. Nadie pareció comprender la naturaleza de mi hazaña, solo mi padre alabó mi buen sentido para la orientación.
Poco después mis vagabundeos comenzaron a ser en bicicleta. Era esa mi forma de continuar una especie de vocación, la de perderme por la naturaleza, la de sentir el aire en la cara, algo que muchos consideraban bastante impropio de mí, al ser el atípico niño fascinado por los libros, que se pasaba el día dibujando. Primero me aficioné a la bicicleta en el pueblo, donde gozaba de más libertad de movimientos y horarios, y donde no había coches. En mi despreocupación, dejaba la bicicleta (una BH Torrot de paseo) junto al camino y comenzaba a trepar por cualquier sitio, acompañado la mayor parte de las veces por mi prima, compañera inseparable de exploraciones. Posteriormente, mis recorridos en bicicleta ya se dieron en las cercanías de Valencia, con la Orbea Sierra Nevada heredada de mi hermano. El camino que separaba Godella de Valencia, un estrecho camino rural entre campos de huerta, se convirtió en mi particular teatro de operaciones, en el que cronometrar mis avances en el llano. Nada había de insólito en esa introducción paulatina en el mundo de la bici.
En los días en los que el viento era favorable, y la bicicleta deslizaba suavemente sobre el asfalto a pesar de los baches y las grietas, todo eran buenos pensamientos: me concentraba en recorrer ese pequeño tramo, brevísimo, con la cabeza hundida sobre el manillar, pedaleando con todas mis fuerzas, como si tras de mí viniese la bola rodante que persigue a Indiana Jones. Todo era ligereza, una especie de vuelo imperceptible. Otros días, cuando el viento soplaba desde el cercano mar o desde el norte, se hacía más pesado avanzar: se notaba que la bicicleta era toda ella un instrumento de pesado hierro, los pneumáticos pura goma, mi cuerpo todo carne, todo peso. Entonces empezaba a comprender lo esforzado que era recorrer tantos kilómetros en solitario para los intrépidos fugados que veía en la televisión.
Si el día era plomizo, me imaginaba recorriendo un particular Tour de Flandes mental, en uno de esos caminos rurales que enlazan una subida adoquinada con otra. Asumía entonces el rol de mi ídolo de aquellos días, Johan Museeuw. Si el día era soleado, y olía a azahar o estiércol desde los campos, me imaginaba en el Giro de Italia que se estaba disputando justamente en ese momento. Era entonces el protagonista de una escapada final, antes de que el pelotón, liderado por el brutal treno de Cipollini, me engullese.
Todavía hoy, antes de dormir, cuento mis particulares ovejitas, imaginando una carrera mental que recorre aquel camino rural que separa Godella de Valencia. Ahí veo a los grandes ciclistas del pasado, dispuestos a tomar la salida desde las puertas de mi antiguo colegio, pintado de color turrón, en ese breve gran premio de antes de dormir, como cinco fantasmas recorriendo un espacio más mental que real, que poco a poco se va apagando y desvaneciendo por el avance del sueño.
Ahí va Fausto Coppi, con sus piernas interminables de ave zancuda y su perfil narigudo, apuntando perpendicularmente a la línea del horizonte. Más tarde sale Anquetil, apolíneo como una composición musical o una estatua rodante, moviendo el plato con la cadencia hipnótica de un rotorrelieve: parece James Dean. A continuación toma la salida Merckx, y bien pronto comienza a dar pisotones a los pedales, con la cabeza hundida en el manillar y la mirada de profundos ojos negros nublada por una sed de sangre insaciable, como si se tratase de Gengis Kan. Después de él aparece en escena Hinault, apretando los dientes al salir de una curva, mirando a ambos lados a rivales inexistentes, como un joven campesino que busca gresca con los chicos del pueblo vecino. Finalmente aparece Indurain, demasiado alto y pesado, con las piernas tostadas después de un verano de éxitos, moviendo el plato al ritmo pausado de los latidos de su potente corazón, como un gran monstruo de hojalata. Uno a uno se van desplegando en mi mente, como cinco estelas fantasmales, por un espacio en el que las abandonadas alquerías todavía tienen animales, y los viejos talleres de la periferia, dedicados a la construcción de fallas, todavía no han sido desmantelados. Todavía no hay grandes autovías ni excesivo tráfico: algún anciano se asoma a verlos pasar en la cuneta, esperando a que pase la caravana para salir a dar una vuelta en carro.
En ese terreno de la nostalgia enlazo pasiones diferentes, la de la cultura y la de la bicicleta, el pasado ya perdido de mi tierra y mi propio pasado ya desaparecido, a la espera de que venga el sueño y me transporte, una vez más, a agradables vagabundeos.