En mi afán por encontrar paralelismos en las biografías de mis escritores amados, he encontrado un tipo de escritor con el que siento profunda afinidad: el del escritor que no vive de escribir. Me refiero a aquel escritor que vive en un relativo anonimato, ya sea por timidez o por humilde orgullo, siendo conocido solo por un reducido círculo de amigos, conocidos y escasos admiradores, que lo reconocen en la tertulia habitual, a la que se deja caer poco, después del trabajo.
Admiro a esos escritores que tienen que dosificar sus sesiones de escritura, porque otros quehaceres les ocupan y les roban su tiempo. En muchos casos, estos quehaceres están relacionados con la escritura, pero nada tienen que ver con la literatura o la cultura. Son empleados, preceptores, funcionarios, contrabandistas o comerciantes. También dosifican sus sesiones de escritura porque estas son como profundas simas en las que abismarse, en las que perder la noción del tiempo y del espacio. Sesiones maratonianas de esfuerzo mental continuado, no siempre placenteras. Torrentes incontrolables de visiones, que tan pronto fluyen como se secan. Ello les obliga a una cierta inconstancia en sus creaciones. Quedan estas a mitad, abandonadas cuando otro proyecto requiere más atención.
Sin embargo, a pesar de la aparente fragilidad de sus creaciones, estos escritores hicieron de sus vidas auténticas obras de arte, que añaden un toque de distinción, de singularidad, a sus propias obras, a veces inconclusas o dispersas. También suelen recurrir al auto-odio. Al nacer quizá en familias demasiado exigentes, recibiendo educaciones que rechazaron profundamente y que los enemistaron contra el mundo, nunca estuvieron conformes con lo que les rodeaba y siempre intuyeron que podría haber algo más, algo superior a su realidad, aunque supusiese ir contra sus propias vidas. A pesar de ello, su curiosidad era tan grande, por otros paisajes, por la ciencia y la técnica, por la velocidad y el deporte, por terrenos ajenos y a veces incluso enfrentados al mundo de la literatura, que se abocaron a ellos con los brazos abiertos. Sus miradas siempre curiosas no podían detenerse tan solo en los asuntos, a veces demasiado endogámicos y egoístas, que preocupan a los literatos asentados.
Precisamente el modelo antagónico de mis escritores admirados es el del escritor parásito. No hay figura que desprecie más que la del escritor que ha pretendido vivir de algún cargo cultural que le permitiese escribir y, al mismo tiempo, proyectar en la sociedad una imagen de sí mismo. Por supuesto que no odio al escritor que vive de lo que escribe, es la aspiración más lícita y más lógica; mi desprecio va dirigido a aquel escritor que renuncia a trabajar y lo considera una tarea ingrata, una especie de hidalgo de las letras, pero que acepta una elevada posición social para publicitarse. Es un modelo que ha abundado en la literatura española. (De querer ser justo, debo confesar que en mi profundo desprecio hacia la literatura española hay algo de psicoanalítico quizá, debido al rechazo a la educación recibida o a mi sociedad circundante, y puede que sea bastante imparcial y precipitado en mis juicios).
Las vidas de mis héroes estaban movidas por una orgullosa humildad. Se sabían únicos, destacados del resto, singulares. Ese distanciamiento les hacían odiarse a sí mismos, ya que no comprendían cómo podían mostrarse tan torpes cuando se trataba de manejarse en sociedad, en el terreno de las relaciones amorosas o personales. Pero, al mismo tiempo, sus visiones personales eran tan ricas que no podían dejar de jugar con ellas, de modularlas y transformarlas en palabras. Mis poetas admirados no son psicópatas sociales: simplemente son niños en un cuerpo adulto, que detestan profundamente la fealdad del mundo, a los que la hipocresía y las medias verdades causan un profundo dolor, y por ello recurren al retraimiento. Cualquier cosa, hasta la más nimia, puede hacerles daño, y por ello dosifican su contacto con la gente: porque saben que la única manera en la que pueden vencer sus inhibiciones es recurriendo a sustancias perniciosas, apartado en el que no quieren caer.
Esas fases de auto-odio les llevaron a largas temporadas de silencio, e incluso de abandono intransigente de la escritura. En realidad, para ellos la literatura era solo una de sus posibles ocupaciones, una cosa más entre las que pueblan el mundo, en igual importancia a la ingeniería, la astrología, la música, las largas caminatas, el ejercicio físico o los prodigios técnicos. A veces, la vida les parecía mucho más rica y variada que sus fantasías de papel: eso sí, la vida inanimada de los objetos y los paisajes. Los grandes viajes a países exóticos, la visión de una montaña o de una fábrica, los puertos con sus barcos llegados desde apartados lugares, las competiciones ecuestres, ciclistas o de aeroplanos: todo ello era más interesante que lo que pudiera verse en un teatro burgués o leerse en una novela.
Llegados a este punto, el lector habrá ido poniendo nombre a estos escritores "que no viven de la escritura". Son los mismos de siempre. Franz Kafka, Fernando Pessoa, Arthur Rimbaud, Friedrich Hölderlin, Constantinos Cavafis, Robert Walser, J.G.Ballard...Creo ver a veces sus manos entintadas en sueños, la cabeza volcada sobre el legajo de papeles a la luz parpadeante de una vela, escribiendo en plena noche, cuando los demás duermen y solo hay silencio en la ciudad. En realidad, movido de igual forma por una orgullosa humildad (más orgullosa que humilde), hablo también de mí mismo.
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