DANZA
MACABRA EN TRES EPISODIOS
JEFF
Nadie sabría explicar bien a ciencia cierta lo que le sucedió a Jeff al volver de la guerra, aunque esté explicado en todos los libros de historia. Era de los que nunca decía no a una cerveza o a una partida de cartas. Era de los que no dudaba en dar dos besos a la primera muchacha que asomase por la puerta de la taberna, especialmente si era joven, rubia y de generosos pechos. En realidad era el bromista de las fiestas, que enmascara sus debilidades detrás de una broma oportuna. Pero nada fue igual a su vuelta. Ya no reía ni contaba chistes, ni se dejaba ver por la taberna. Ni siquiera sonreía. En las miradas de los ancianos leía una decepción que él no compartía. Lo que ellos habían leído en los periódicos, él lo había vivido de primera mano: el descenso en paracaídas, las colinas de las que llovía fuego enemigo, el recuento interminable de bajas una vez en tierra. Bajas con nombres y apellidos, pueblos y familias, novias, hermanos y amigos. Todos conocidos. Los ancianos sabían de memoria los discursos del honor, la estadística de víctimas, las consecuencias políticas, y lo comentaban a diario, a fin de darse ánimos. Él, en cambio, se consideraba simplemente un indigno superviviente.
KIP
Cuando
lo vi plantado en mitad de la plaza soleada, en aquella mañana sin
nubes, supe que tenía que ser mío. ¿Quién si no él dormiría
como un animal al pie de mi cama? ¿Quién si no él me enseñaría
la verdad de la bondad y del amor? No hablaba mi idioma, pero bien
pronto supe que provenía de las verdes montañas del norte, de
aquella tierra dura de ganaderos, interrumpida abruptamente por la
aparición del mar. ¿De qué sirven hoy mis mapas e instrumentos de
medición, si soy incapaz de contener las lágrimas al observar el
rincón del patio, hoy vacío, que ocupaba en las noches de luna
llena, cuando su canto, al son de aquel extraño instrumento de
cuerda de su tierra, se mezclaba con los aullidos de los chacales,
más allá de la muralla? Recuerdo hoy su expresión, abatida e
inerte, durante las largas veladas con el embajador. Se mantenía en
pie, a un lado, intentando pasar desapercibido: pero todas las
miradas se fijaban en él. Su mirada triste era la de alguien a
quien no se ha preguntado si está a gusto con lo que hace o si quiere a
su amo, la propia de un animal cansado. Hoy yace en el cobertizo,
junto a los caballos, muerto por unas fiebres.
ZVI
Es
fácil amoldarse, creedme, basta con no querer mirar. Son pequeños los acontecimientos que al principio van anticipando el inexorable paso hacia el
final. Son pequeñas capas de pintura que van desprendiéndose de la
pared, al rascarlas distraidamente con la uña. De pronto, un día sin previo aviso se cae una capa más
grande y, al día siguiente, se viene abajo la pared entera: así sucedió con mi
vida. De un día para otro no supe ya nada de mis
padres. De mi prometida supe que se la llevaron en tren, junto a toda
su familia. Quería arrancarme los dientes de dolor. Después de algunos días en los que perdí la conciencia de mí mismo, llegó la meseta: uno se acostumbra. El
hambre exige olvidar otras cosas. Ahora soy un especialista: sé cómo conseguir comida. Sé a quién comprar, sé de dónde sacar
algo que intercambiar. Siempre hay alguien que necesita un poco de
papel, betún, cuerdas, clavos, alguna conserva. La gente es avara, pero al final una palabra inteligente es capaz de doblegar al corazón más tacaño. Yo sé dónde están las cosas importantes, a quién preguntar, te
puedo ofrecer lo que quieras. Me conozco estas ruinas como si fueran mi casa. Simplemente hay que saber domesticar el hambre y agudizar el ingenio. No tengo tiempo para detenerme a observar
todos estos muertos que hay en la calle.
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