Cuando acaba la algarabía puedo asomarme al balcón. No sé por qué no estoy hecho para el bullicio y la fiesta. Cada uno reposa o cena en su cubículo, con las luces encendidas, y entonces yo salgo al balcón y me puedo fijar en aquellos pocos detalles que hoy constituyen la parte central de mi universo: un fragmento de cielo, hoy especialmente claro y con estrellas; los límites del edificio, tan irreales, tan inaccesibles, allá arriba. Si puediese extender los brazos podría tocar ese límite superior, sentir las nubes. Podría al menos dibujarlo. El cielo de hoy es digno del Sáhara y también este silencio, al fin. Un silencio que me reconforta y me tranquiliza, aunque me duela la cabeza; un silencio que continúa en la calle y que se extiende por la ciudad entera. E incluso más allá.
Siempre me estuve preparando para esto, para la reclusión, para pasar desapercibido. Apenas es para mí una prueba. Siempre he considerado la calle como un nido de encuentros fortuitos desagradables: uno se topa con la gente a la que no quiere ver, y por mucho que dé vueltas en los barrios indicados, no se topa con aquellos a los que se quiere ver y a los que el azar podría brindar una buena coartada para el encuentro fortuito.
Siempre soñé con estos momentos de bunkerización, de espacios reducidos y convivencias forzadas. Aunque en aquellas fantasías infantiles de refugio antiaéreo siempre estaban presentes mis familiares y yo no estaba solo. Ahora no es así. Pero he estado preparando a conciencia esta trastienda para no caer en la desesperación. No tengo tiempo ni en una vida para leer otra vez, o por primera vez, todo lo que hay aquí. Tampoco para ver todo el cine que tengo a mi alcance. Solo la comida resulta un problema, es lo único que me obliga a salir.
Bien mirado, la bicicleta me era útil como vehículo para desfogar mi anhelo de paisajes y para pasar rápido por lugares "peligrosos". Podría llover, una lluvia de esas pasajeras, que apenas moja el suelo y que deja tras de sí un cielo limpio y despejado. O podría arreciar un suave viento, que agitase un poco los toldos de los vecinos y trajese olores de otras partes.
¡No es la primera vez que me reconforta pensar que nadie, o casi nadie,
sabe dónde estoy metido, dónde duermo, dónde he montado mi tienda! ¡No es la primera vez que he soñado con vivir en un espacio reducido! Antes fueron la galería de casa de mis padres y el trastero en el garaje, ideando al milímetro cómo organizar la vida en un espacio limitado. Supongo que lo mío es un trastorno. Se está agudizando algo en mí, un sentido antisocial, un deseo de escapismo, cierta agorafobia, que siempre había estado ahí presente. Pero sé, con algo del convencimiento que da el delirio, que este trastorno será mi mejor arma para salvarme, mi mejor mecanismo de adaptación. Pues en realidad no deja de ser una impostura.