sábado, 28 de mayo de 2022

LAS SOTAS DE MI BARAJA

Me gustan las biografías. Y me gustan las barajas, aunque apenas sepa jugar a las cartas. Lo mío con ambos temas es auténtica chifladura. Una más.

La vida de un biografiado es como un gran espacio en blanco, un terreno baldío si se prefiere, en el que cada pueblo y cada tiempo planta sus semillas. Cada uno encuentra en la vida de los otros lo que ya quiere ver.

Mis poetas adorados, una y mil veces objeto de recuento, son las sotas de mi baraja personal. Los veo como rostros esculpidos en la roca, al modo de unos moáis siempre encarados hacia un mar que ya no reconocen. También funcionan a modo de maniquíes de rostro blanco y liso, recién sacados de un cuadro de De Chirico: perchas en las que colgar una y otra vez mis prendas, mis disfraces.

Las sotas de mi baraja son poetas y escritores eternamente jóvenes, delgados y algo lampiños, asexuados, fallecidos o enloquecidos de forma prematura, después de arrastrar una vida de excesos y torturas autoinfligidas. Pudieron ser niños prodigio o también niños mediocres: lo que está claro es que fueron niños eternos. Solterones, hijos sin hijos, sojuzgados por la sombra persistente de progenitores tiránicos o ausentes. Forman parte de aquellos literatos que no fueron capaces de crear personajes más grandes que sus propias personas, tal era el mundo interior que albergaban dentro de sí.

La primera sota (la de bastos) es apenas un muchacho, aunque se disfrace de viejo con una ridícula pipa boca abajo y un sucio bombín. Su mirada gélida y azul combina la pureza asexuada de un ángel y el descaro insolente de un demonio algo mocoso. Y es que en su dorada melena de niño escogido se balancean algunos piojos. Como símbolo de la juventud luminosa, algunos lo tomaron por precursor de lo hippie, pero en verdad fue el primer punk: una buena persona disfrazada de canalla. En realidad siempre fue un niño aplicado lleno de severos remilgos que soñó, durante una breve temporada, con convertirse en el rey de los gamberros. Nunca acabó de adaptarse a las buhardillas de París y Londres, prefería los caminos, en los que entregarse al abrazo cálido de la naturaleza, más tierno que aquel que le ofrecía su casta y severa madre. En mi cabeza lo veo calzándose unas sandalias aladas (su albergue la Osa Mayor, decía), tejiendo telarañas por Europa, antes de dar el fatídico salto a África, ya cansado de todo y de las letras, ahíto de rimas, de drogas y de amores borrascosos, deseoso tan solo de dinero fácil y descanso. Acabó caminando demasiado...su rodilla hizo ¡crack!.

Algunos dicen de la segunda sota (la de espadas) que parecía un personaje sacado de la familia Adams, dado su pelo negro aceitoso, su gesto cadavérico, su firme nariz y sus potentes ojeras. Es fácil imaginarlo con una perenne palidez, aunque los que lo conocieron lo recuerdan más bien bronceado. Ahora le achacan muchos desvelos contemporáneos: los planes truncados de forma sistemática e inexplicable, las pesadillas exactas e interminables, los combates desiguales entre el individuo y una administración monstruosa e implacable...Yo en realidad lo veo como un Buster Keaton alargado, cómico a su pesar. Gentleman de modales exquisitos, podía pasar el día con un puñado de avellanas y cuatro o cinco avionetas en su imaginación. Ocultaba su naturaleza de faquir bajo la apariencia amable de un funcionario experto en accidentes laborales, novio eterno, escritor compulsivo de cartas. Aprovechando el silencio de la noche, se sumergía en prolongados buceos en las regiones de la sombra. Su escritura era monolítica, aunque se le escapase alguna risilla nerviosa. Tenía todo el laberinto del gueto metido en la cabeza y su ciudad era para él como una pecera de la que no poder salir, atenazado por el miedo a un padre excesivamente viril y poderoso. De tanto frío que pasó en habitaciones de altos techos, sus pulmones acabaron por pudrirse.

No hay nada que destaque en especial de la apariencia de la tercera sota (la de copas), podría ser un folio en blanco. Es ese personaje discreto e introvertido que ocupa la última mesa en la vinatería, con sombrero, bigote y corbata, y con la mente aparentemente en otra parte. Un hombre muchas veces repetido. Pero en este caso concreto, este personaje está calculando cartas zodiacales. Podría incluso estar grabando un pentáculo con un punzón sobre la madera de la última mesa de la vinatería. De ese tipo anodino, ¿quién diría que arrastra consigo una infancia y adolescencia africanas y un baúl con más disfraces y vestuario variado que aquel famoso de la Piquer? Unas veces habla con la sencillez de un pastor que define lo que sus ojos ven en las montañas. Otras, con el desencanto de un hombre moderno en eterno viaje, de motel en motel. Como un ventrilocuo, siempre encontró un muñeco que hablase por él. Y es que bajo su apariencia de hombre práctico y pulcro, de modales británicos, se ocultaba un niño juquetón al que le gustaba sembrar las conversaciones de mentirijillas indetectables. Pero tanto tiempo en las tabernas le acabó destrozando su interior.

Al modo de Kaspar Hauser, la cuarta y última sota (la de oros) estuvo encerrado en una torre. No muy alta, tampoco muy estrecha: más bien una torre bien amueblada, incluso con piano, al modo de una celda biedermeyer. A diferencia de Kaspar Hauser, nuestra sota pasó allí sus últimos días, cuando ya era un loco desdentado incapaz de reconocer el río que fluía delante de su ventana. Habían pasado ya los días en los que sus amados dioses griegos doraban las copas de los árboles en los atardeceres. Había sido antes un joven con apariencia de muchacha, excesivamente hipersensible ante la intensidad de la naturaleza y la mutabilidad de la política. Había creído con fervor en la revolución, aceptando ingratos trabajos con los que escapar de los sueños castos de su madre. Entonces, entre las burlas y los esfuerzos, llegó el amor. Tan solar e intenso que le abrasó, como la guerra que llegaba desde occidente. La muerte acabó quebrando su lira y se lanzó a un simbólico Etna. El de la locura: el que murió en la torre, de viejo, en realidad era ya otro.

Pero más allá de estas cuatro cartas, de estas cuatro siluetas con calzones ajustados, borceguíes y vistosos sombreros, ¿dónde están los poetas del presente? ¿En qué ciudad viven? ¿Qué palabras se meten en la mente? Los imagino en otros continentes, fumando delante de ventanas de edificios anónimos de ciudades dormitorio (en China, Nigeria o Pakistán), imaginando en convertirse algún día en los reyes de la baraja de cualquier adolescente.


martes, 24 de mayo de 2022

EL PERIODISTA

“Quisiera acabar con la necesidad de escribir un libro con un principio y un final”, dijo, hojeando el periódico, sentado en una de las mesas más alejadas de la entrada del bar, con la pose estudiada del que está tan atento al tema que lee (economía, cultura, deportes, opinión) como pendiente del ambiente. “Una novela sin forma. Es verdad que la vida tiene principios y finales, aunque me esfuerce en negarlo. Quizá estoy demasiado acostumbrado a nadar en los mares de la Historia, apartando cadáveres”. Chaqueta a cuadros, cigarrillo con boquilla, melena lacia, gafas de pasta: el pack completo. “Quiero renegar de la idea de crear un libro como si fuese un artilugio, con tramas bien tejidas, una secuencia lógica de acontecimientos. Ya sabe, todo construidito, pieza a pieza, para que no se caiga, como un andamio delante de la nada. La vida no es así. ¿Pero cuántos libros hay así? De hecho, ¿hay algún libro hoy en día que no sea así?”

Lo conocí por casualidad. Era un asíduo al bar al que solía bajar a almorzar. Corrían los años en los que todavía se leía el periódico en los bares, mucho antes de que los periodistas con ínfulas intelectuales tuviesen que buscar refugio en revistas basadas en la nostalgia, en las que aparecían, una y otra vez, las mismas historias trituradas y simplificadas, convertidas en cuentos. Él era uno de esos periodistas que buscaban algo de lucimiento en artículos mercenarios, intentando imprimir un sello literario a temas que no lo tenían. Sin embargo, a pesar de ser un ególatra narcisista, no tenía el punto de subnormalidad que encontré en muchos de los de su clase y que me empujó, llegado el momento, a cerrar de una vez por todas los periódicos.

“Aunque lo intente evitar, mi escritura se aboca al estilo confesional, en el que solo existe un atroz yo, hasta aburrir. A veces me toca escribir de otros temas, y entonces intento proyectarme en los personajes, sean estos cuales sean, deportistas, políticos, dibujantes de cómic. Intento sacar a relucir, de forma madura y antirrevolucionaria, todos los clichés. Pero en realidad me gustaría escribir algo grande e inabarcable, sin más tema que la vida. Es precisamente la ausencia de tema, la voluntad de totalidad, lo que me fascina de algunos ejercicios titubeantes.”

A veces, se confesaba en exceso. “¿Sabe la similitud entre yo y la catástrofe de Chernobyl? Ahora se la diré. Cuando uno se entrega sin fondo, cumpliendo con la definición que entonces di a esa palabra de límites imprecisos que es el amor, se corre el riesgo de que el núcleo quede expuesto, sobre todo tratándose de alguien tímido y reticente al trato humano como yo era entonces. Exploté, así de simple, esparciendo la contaminación y la podredumbre por mi vida. Ahora ya es imposible que crezca nada en ella.”

Se quedó un tiempo pensativo, continuando de la siguiente forma: "en realidad, retomando el tema anterior, mi renuncia a la vida no se debe tan solo al dolor. Sería autocompasivo y cobarde pensar de ese modo. Mi gran renuncia se debe a que me sentí cómodo – sí, aunque suene extraño – en la disputa, en la enemistad, en la separación, en el reproche, en la venganza. Vi una imagen de mí mismo que no quiero volver a conocer. Mezquina, llorona, agresiva. Dualidades al margen, me di cuenta de que era un tipo poco recomendable, vengativo y despreciativo, narcisista. Ahora vivo recluido en mi propio sendero interior, el que conduce a los salones más tediosos y repetitivos de mi imaginación – y en ellos soy feliz. Porque aquí dentro, con este calor de invernadero, entre estos vapores de establo de mi propia respiración, se han erradicado los sentimientos - ¡por ley! - , al menos en su faceta más esencial y sentida. Solo se permiten aquellos que funcionan a modo decorativo, como las bombillitas de colores y las banderas de una verbena de pueblo, esto es, la epidermis estética de los sentimientos. Todo aquello que de cursi y artístico se asocia a ellos, pero sin su imprescindible ración de sombra.”

Le gustaba cultivar cierto malditismo, el propio de un aprendiz de Bukowski menos alcoholizado o de un Vila-Matas con más ideas propias. Le gustaban, únicamente desde un punto de vista intelectual, las muchedumbres de los estadios, el "buen cine", los habanos.  Si Enric González y Jabois se hubiesen fusionado al modo de Goku y Krillin, habrían dado como resultado su figura. “En realidad me falta sentido de la estrategia. La capacidad para calcular los pasos precisos a dar, incluso la voluntad de convencer a otros con la palabra. Me da exactamente igual. El fracaso me atrae, la renuncia, el hecho de pasar desapercibido, sabiéndome poseedor de un tesoro. Por tanto, me dan igual los caminos hacia el éxito, las carreras de méritos, la acumulación de títulos. No hay nada más ridículo que esperar recibir alabanzas. De hecho, cuando te conviertes en alguien consagrado, habitual de los medios, acabas siendo un poco un objeto de burla, un peluche que ahogar en abrazos o un pelele que agitar en el aire, como un trapo. Solo sé que, para mantenerse en pie, a un paso le debe seguir otro, a una pedalada otra para mantener el equilibrio, y que una línea debe tener su continuación cuando acaba el renglón. Sin un plan. Quien piense que tiene un plan me enternece por su ingenuidad. Los genios destacan sin necesidad de plan. Los únicos que trazan planes exitosos, aunque momentáneos, son los jugadores de ajedrez. O los de shogi, con sus piezas tan sonoras y sus batallas silenciosas. Los demás nos arrastramos y avanzamos, somos vapuleados por el azar, paramos y aceleramos. Luego, ya después de muertos, vienen los análisis. Es lo que queda a la historia. A toro pasado, todos somos Manolete.”

Alzando la vista de las hojas del periódico, haciendo brillar sus diminutas pupilas por encima de las gafas de pasta que resbalaban sobre su nariz, buscaba aprobación. Se había abierto un blog y se había cosido unas coderas a la chaqueta para parecer todavía más una portada andante del New Yorker. Era todavía 2008, antes de las revoluciones y sus ídolos caídos, antes de los cambios drásticos que sacudirían su mundo, dejando obsoletos y embarazosos sus comentarios chistosos sobre las mujeres, obligándole finalmente a ceder. Hoy ya no habla del fracaso; como los poetas que acabaron vendiéndose a la idea del éxito o de la normalidad, lleva todas sus riquezas encima, en su tarjeta bancaria. Reconozco que hubo un tiempo en que le admiré.