Me gustan las biografías. Y me gustan las barajas, aunque apenas sepa jugar a las cartas. Lo mío con ambos temas es auténtica chifladura. Una más.
La vida de un biografiado es como un gran espacio en blanco, un terreno baldío si se prefiere, en el que cada pueblo y cada tiempo planta sus semillas. Cada uno encuentra en la vida de los otros lo que ya quiere ver.
Mis poetas adorados, una y mil veces objeto de recuento, son las sotas de mi baraja personal. Los veo como rostros esculpidos en la roca, al modo de unos moáis siempre encarados hacia un mar que ya no reconocen. También funcionan a modo de maniquíes de rostro blanco y liso, recién sacados de un cuadro de De Chirico: perchas en las que colgar una y otra vez mis prendas, mis disfraces.
Las sotas de mi baraja son poetas y escritores eternamente jóvenes, delgados y algo lampiños, asexuados, fallecidos o enloquecidos de forma prematura, después de arrastrar una vida de excesos y torturas autoinfligidas. Pudieron ser niños prodigio o también niños mediocres: lo que está claro es que fueron niños eternos. Solterones, hijos sin hijos, sojuzgados por la sombra persistente de progenitores tiránicos o ausentes. Forman parte de aquellos literatos que no fueron capaces de crear personajes más grandes que sus propias personas, tal era el mundo interior que albergaban dentro de sí.
La primera sota (la de bastos) es apenas un muchacho, aunque se disfrace de viejo con una ridícula pipa boca abajo y un sucio bombín. Su mirada gélida y azul combina la pureza asexuada de un ángel y el descaro insolente de un demonio algo mocoso. Y es que en su dorada melena de niño escogido se balancean algunos piojos. Como símbolo de la juventud luminosa, algunos lo tomaron por precursor de lo hippie, pero en verdad fue el primer punk: una buena persona disfrazada de canalla. En realidad siempre fue un niño aplicado lleno de severos remilgos que soñó, durante una breve temporada, con convertirse en el rey de los gamberros. Nunca acabó de adaptarse a las buhardillas de París y Londres, prefería los caminos, en los que entregarse al abrazo cálido de la naturaleza, más tierno que aquel que le ofrecía su casta y severa madre. En mi cabeza lo veo calzándose unas sandalias aladas (su albergue la Osa Mayor, decía), tejiendo telarañas por Europa, antes de dar el fatídico salto a África, ya cansado de todo y de las letras, ahíto de rimas, de drogas y de amores borrascosos, deseoso tan solo de dinero fácil y descanso. Acabó caminando demasiado...su rodilla hizo ¡crack!.
Algunos dicen de la segunda sota (la de espadas) que parecía un personaje sacado de la familia Adams, dado su pelo negro aceitoso, su gesto cadavérico, su firme nariz y sus potentes ojeras. Es fácil imaginarlo con una perenne palidez, aunque los que lo conocieron lo recuerdan más bien bronceado. Ahora le achacan muchos desvelos contemporáneos: los planes truncados de forma sistemática e inexplicable, las pesadillas exactas e interminables, los combates desiguales entre el individuo y una administración monstruosa e implacable...Yo en realidad lo veo como un Buster Keaton alargado, cómico a su pesar. Gentleman de modales exquisitos, podía pasar el día con un puñado de avellanas y cuatro o cinco avionetas en su imaginación. Ocultaba su naturaleza de faquir bajo la apariencia amable de un funcionario experto en accidentes laborales, novio eterno, escritor compulsivo de cartas. Aprovechando el silencio de la noche, se sumergía en prolongados buceos en las regiones de la sombra. Su escritura era monolítica, aunque se le escapase alguna risilla nerviosa. Tenía todo el laberinto del gueto metido en la cabeza y su ciudad era para él como una pecera de la que no poder salir, atenazado por el miedo a un padre excesivamente viril y poderoso. De tanto frío que pasó en habitaciones de altos techos, sus pulmones acabaron por pudrirse.
No hay nada que destaque en especial de la apariencia de la tercera sota (la de copas), podría ser un folio en blanco. Es ese personaje discreto e introvertido que ocupa la última mesa en la vinatería, con sombrero, bigote y corbata, y con la mente aparentemente en otra parte. Un hombre muchas veces repetido. Pero en este caso concreto, este personaje está calculando cartas zodiacales. Podría incluso estar grabando un pentáculo con un punzón sobre la madera de la última mesa de la vinatería. De ese tipo anodino, ¿quién diría que arrastra consigo una infancia y adolescencia africanas y un baúl con más disfraces y vestuario variado que aquel famoso de la Piquer? Unas veces habla con la sencillez de un pastor que define lo que sus ojos ven en las montañas. Otras, con el desencanto de un hombre moderno en eterno viaje, de motel en motel. Como un ventrilocuo, siempre encontró un muñeco que hablase por él. Y es que bajo su apariencia de hombre práctico y pulcro, de modales británicos, se ocultaba un niño juquetón al que le gustaba sembrar las conversaciones de mentirijillas indetectables. Pero tanto tiempo en las tabernas le acabó destrozando su interior.
Al modo de Kaspar Hauser, la cuarta y última sota (la de oros) estuvo
encerrado en una torre. No muy alta, tampoco muy estrecha: más bien una torre bien amueblada, incluso con piano, al modo de una celda biedermeyer. A diferencia de Kaspar Hauser, nuestra sota pasó allí sus últimos días, cuando ya era
un loco desdentado incapaz de reconocer el río que fluía delante de
su ventana. Habían pasado ya los días en los que sus amados dioses
griegos doraban las copas de los árboles en los atardeceres. Había sido antes un joven con apariencia de muchacha, excesivamente hipersensible ante la intensidad de la naturaleza y la mutabilidad de la política. Había creído con fervor en la revolución, aceptando ingratos trabajos con los que escapar de los sueños castos de su madre. Entonces, entre las burlas y los esfuerzos, llegó el amor. Tan solar e intenso que le abrasó, como la guerra que llegaba desde occidente. La muerte acabó quebrando su lira y se lanzó a un simbólico Etna. El de la locura: el que murió en la torre, de viejo, en realidad era ya otro.
Pero más allá de estas cuatro cartas, de estas cuatro siluetas con calzones ajustados, borceguíes y vistosos sombreros, ¿dónde están los poetas del presente? ¿En qué ciudad viven? ¿Qué palabras se meten en la mente? Los imagino en otros continentes, fumando delante de ventanas de edificios anónimos de ciudades dormitorio (en China, Nigeria o Pakistán), imaginando en convertirse algún día en los reyes de la baraja de cualquier adolescente.