Después de un largo parón, por fin he vuelto durante este otoño al cine. Ha sido necesario liberarse del miedo y descartar la idea, incubada con conformismo e ingenuidad durante los días de reclusión, de que el cine en casa podría sustituir finalmente al cine en salas. Afortunadamente no ha sido así. No debería ser así. El sofá y la manta no deberían sustituir jamás al contexto para el que la imagen cinematográfica fue pensada, con toda su enormidad y potencia. Esto no significa un alegato en favor de los viejos tiempos, ni mucho menos: es necesario volcarse sobre el presente como nunca antes, huyendo de todo escapismo nostálgico o de cualquier desconfianza agorera en el futuro. El cine es un medio vivo. Me niego a convertirme en una réplica de Boyero o en un talibán del cine clásico. Quedan todavía muchas cosas por pensar, por explorar, por ver y por crear.
De momento he visto cinco películas durante este otoño, de las que pienso hablar, quizá con algún que otro espoiler involuntario.
Dune
Villeneuve sale airoso en su adaptación de Dune, un ejercicio en el que lo fácil hubiese sido acabar sepultado por el aluvión de información que la novela aporta, en detrimento muchas veces de su propio desarrollo dramático. Sin duda Villeneuve bebe de Lynch, aunque se tome más en serio su propuesta y no logre crear imágenes tan hipnóticas y atractivamente extrañas como las de la película de 1984. En la versión de Villeneuve se incide más en las interpretaciones, que logran reducir la historia a lo que es, un paso de la adolescencia a la madurez, revestido de cierto mesianismo. La inclusión de algunas escenas breves de batallitas y machotes puede entenderse como un intento de captar a cierto tipo de espectador que seguramente saldrá espantado de la sala, dado el ritmo contemplativo de la película, más propio de Cleopatra que de una película de Marvel.
Titane
Titane pertenece a cierto cine francés que ha hecho de la extrañeza radical, las situaciones incómodas y la agresión al espectador sus cualidades principales. En cuanto perteneciente a esta escuela, Ducournau añade una combinación de elementos dispares, que van desde la nueva carne a las identidades volátiles. La película podría entenderse como una confrontación entre una feminidad salvaje y una masculinidad frágil; también como la creación de nuevos lazos familiares, que superan y perfeccionan los lazos de sangre. Afortunadamente, la película deja pronto de lado el regodeo inicial en la violencia, coreografiado a la manera tarantiniana, entrando de golpe en otro terreno, con un corte abrupto al modo de Hitchcock. Entonces la película se convierte en un melodrama cargado de extrañeza, más asfixiante y menos voluptuoso que la primera parte, pero seguramente mejor.
The French Dispatch
La gran virtud del cine de Wes Anderson es que es fácilmente reconocible. Tan solo un plano basta para saber que estamos ante una película suya. Su gran defecto, sin embargo, es su aparente imposibilidad de evolución. Wes Anderson parece demasiado cómodo en su autocomplacencia, con sus planos ordenados de forma obsesiva y sus universos-casa de muñecas. Es difícil que cambie a estas alturas, de forma que The French Dispatch debe gozarse como lo que es: un precioso envoltorio, que esconde historias carentes de grandes emociones. Por fortuna esta vez ha reducido la peripecia al mínimo, algo digno de agradecer, y ha creado sus estructuras narrativas más enrevesadas hasta la fecha. A nivel visual, Wes Anderson alcanza su cima en esta película. La primera historia, la del pintor y la modelo, se cuenta entre lo mejor de su cine; las otras decaen un poco, al modo de aquellas películas de episodios de los sesenta marcadas por una irremediable irregularidad. Cuando pase el tiempo, el cine de Wes Anderson se valorará por la tristeza y la incomunicación que ofrecen sus personajes, paralizados en una mueca, acoplados a la perfección a un ambiente y a un decorado, a modo de juguetes olvidados que han perdido su función.
È stata la mano di dio
Esta película ha logrado reconciliarme con el cine de Sorrentino. El director italiano por fin ha puesto su manierismo visual y su vampirismo cinematográfico al servicio de una historia verdaderamente poderosa, que alcanza grandes cimas dramáticas. Con más sobriedad de la que acostumbra, ha conseguido lo que pocos otros han logrado: hacer de una autobiografía un ejercicio de sinceridad y no de autocomplacencia. Si bien la escena de apertura todavía parece deudora de su ampulosidad previa, pronto la película adquiere el tono de una comedia costumbrista. En esta parte el tono dominante es el de la celebración de la vida familiar, con un retrato no exento de caricatura y dos o tres chistes de dudoso gusto.
Bruscamente la tragedia interrumpe el devenir cotidiano, de forma que la película se adentra en un terreno más complejo, más resbaladizo, más errático y emotivo, con algunas escenas de gran intensidad. Es el momento en el que la película y el propio Sorrentino parecen liberarse de todo un lastre previo, marcado por los escenarios barrocos, los personajes huecos y las poses estudiadas de sus películas anteriores. Todo esta parte del film refleja a la perfección la lucha entre una libertad no deseada y un sentimiento de abandono, alcanzando cotas inesperadas e inusuales en el cine de Sorrentino, en el que por primera vez la imagen sugestiva y la sutil ironía se pliegan con naturalidad ante los sentimientos y el desarrollo del personaje principal, creado con sorprendente habilidad por Filippo Scotti. Las citas a otras películas aquí aparecen mucho mejor integradas, pues Sorrentino tiene algo que contar y puede prescindir de sus habituales saqueos. Fellini aparece, el de I Vitelloni y Amarcord, e incluso algo hay en el tono de Cinema Paradiso y sobre todo de Call me by your name. Sorrentino recurre incluso a la autocita, desvelando el significado de alguna frase dicha casi por casualidad en La grande bellezza. Aparte de todo ello, la película puede
interpretarse como un canto de amor a un tiempo y a un espacio
concretos, con la dosis de nostalgia que parece requerir
nuestra época.
Tre piani
Tre piani me ha hecho dudar firmemente de mis convicciones morettianas. Hasta el momento, Moretti era para mí sinónimo de una escéptica celebración de la vida, incluso en sus películas más depresivas. Se ha hablado de humanismo y de neoclasicismo a propósito de esta película en la que Moretti pretende jugar a ser Haneke, aunque con menos morbo y crueldad, imponiendo al espectador un aleccionador tono depresivo. Humanismo hay, aunque el neoclasicismo bien podría tomarse por cierta pátina de telefilm, dada la parca funcionalidad de la mayor parte de los planos y lo excesivo de algunas interpretaciones (salvo excepciones notables, como Margherita Buy, Alba Rohrwacher y sobre todo Riccardo Scarmacio). No hay que descartar que la peor película de Moretti aparezca alguna vez en uno de los polémicos listados de Cahiers.