jueves, 23 de diciembre de 2021

LA OBRA COLECTIVA

Leyendo un libro de poemas de Bolaño en la calidez del cuarto de baño, pienso en todas las obras colectivas que necesitan de una mano amiga que las haga aflorar. Detrás de este fino libro está la mano y el desvelo de un editor que se encargó de fisgonear en cuadernos olvidados, ordenar poemas dispersos, enmarcándolos bajo el paraguas de un falso título. Lo hizo en provecho propio, de su editorial y de su bolsillo, claro está. Pero en el fondo, ¿qué más da? La obra nació, está ahora entre mis manos, la disfruto en la calidez del cuarto de baño, donde se disfrutan los auténticos libros de poemas. 

En realidad, ¿cuánto debe la gran película de Coppola a un esmerado director de fotografía italiano, que supo dar forma y luz a un delirio tropical de selvas en llamas y egos desbocados? ¿Cuánto debe el "mito Pantani" a una bicicleta elegante, que supo contrarrestar la precoz fealdad del escalador italiano? ¿Qué sería de las plomizas películas de Béla Tarr sin László Krasznahorkai, de Call me by your name sin Timothée Chalamet, de Miguel Indurain sin la voz de Pedro González? Obras colectivas, a fin de cuentas, goles que nacen en el centro del campo, desde un buen pase y con la ayuda propicia de un error de la defensa y del portero. Castillos que se erigen a partir de la primera gota de sudor del más anónimo albañil. 

En todo eso pienso, hojeando el libro de Bolaño, escogiendo un poema como quien escoge un cromo en el que demorar la vista. Sí, este libro es obra de editores sin escrúpulos, ansiosos por encontrar una joya más en el cajón póstumo del escritor chileno. Pero, pasado el tiempo, ¿qué más da que haya sido así? La obra entre mis manos es fruto de escritores e impresores, de testamentos esquilmados, de tumbas profanadas, de grabaciones olvidadas que se ponen de nuevo en circulación, bajo un bello letrero y unos colores remozados. ¿No son todo esto intentos de usurpar un poco el resplandor cegador del genio? No, en realidad todos estos andamios, todas estas trampas, no son otra cosa más que el armazón del que se construyen esas sirenas en la playa llamadas genios. 

 

viernes, 17 de diciembre de 2021

DE NUEVO AL CINE

Después de un largo parón, por fin he vuelto durante este otoño al cine. Ha sido necesario liberarse del miedo y descartar la idea, incubada con conformismo e ingenuidad durante los días de reclusión, de que el cine en casa podría sustituir finalmente al cine en salas. Afortunadamente no ha sido así. No debería ser así. El sofá y la manta no deberían sustituir jamás al contexto para el que la imagen cinematográfica fue pensada, con toda su enormidad y potencia. Esto no significa un alegato en favor de los viejos tiempos, ni mucho menos: es necesario volcarse sobre el presente como nunca antes, huyendo de todo escapismo nostálgico o de cualquier desconfianza agorera en el futuro. El cine es un medio vivo. Me niego a convertirme en una réplica de Boyero o en un talibán del cine clásico. Quedan todavía muchas cosas por pensar, por explorar, por ver y por crear.

 



De momento he visto cinco películas durante este otoño, de las que pienso hablar, quizá con algún que otro espoiler involuntario. 

Dune 

Villeneuve sale airoso en su adaptación de Dune, un ejercicio en el que lo fácil hubiese sido acabar sepultado por el aluvión de información que la novela aporta, en detrimento muchas veces de su propio desarrollo dramático. Sin duda Villeneuve bebe de Lynch, aunque se tome más en serio su propuesta y no logre crear imágenes tan hipnóticas y atractivamente extrañas como las de la película de 1984. En la versión de Villeneuve se incide más en las interpretaciones, que logran reducir la historia a lo que es, un paso de la adolescencia a la madurez, revestido de cierto mesianismo. La inclusión de algunas escenas breves de batallitas y machotes puede entenderse como un intento de captar a cierto tipo de espectador que seguramente saldrá espantado de la sala, dado el ritmo contemplativo de la película, más propio de Cleopatra que de una película de Marvel. 



Titane

Titane pertenece a cierto cine francés que ha hecho de la extrañeza radical, las situaciones incómodas y la agresión al espectador sus cualidades principales. En cuanto perteneciente a esta escuela, Ducournau añade una combinación de elementos dispares, que van desde la nueva carne a las identidades volátiles. La película podría entenderse como una confrontación entre una feminidad salvaje y una masculinidad frágil; también como la creación de nuevos lazos familiares, que superan y perfeccionan los lazos de sangre. Afortunadamente, la película deja pronto de lado el regodeo inicial en la violencia, coreografiado a la manera tarantiniana, entrando de golpe en otro terreno, con un corte abrupto al modo de Hitchcock. Entonces la película se convierte en un melodrama cargado de extrañeza, más asfixiante y menos voluptuoso que la primera parte, pero seguramente mejor.

 


The French Dispatch

La gran virtud del cine de Wes Anderson es que es fácilmente reconocible. Tan solo un plano basta para saber que estamos ante una película suya. Su gran defecto, sin embargo, es su aparente imposibilidad de evolución. Wes Anderson parece demasiado cómodo en su autocomplacencia, con sus planos ordenados de forma obsesiva y sus universos-casa de muñecas. Es difícil que cambie a estas alturas, de forma que The French Dispatch debe gozarse como lo que es: un precioso envoltorio, que esconde historias carentes de grandes emociones. Por fortuna esta vez ha reducido la peripecia al mínimo, algo digno de agradecer, y ha creado sus estructuras narrativas más enrevesadas hasta la fecha. A nivel visual, Wes Anderson alcanza su cima en esta película. La primera historia, la del pintor y la modelo, se cuenta entre lo mejor de su cine; las otras decaen un poco, al modo de aquellas películas de episodios de los sesenta marcadas por una irremediable irregularidad. Cuando pase el tiempo, el cine de Wes Anderson se valorará por la tristeza y la incomunicación que ofrecen sus personajes, paralizados en una mueca, acoplados a la perfección a un ambiente y a un decorado, a modo de juguetes olvidados que han perdido su función.  



È stata la mano di dio

Esta película ha logrado reconciliarme con el cine de Sorrentino. El director italiano por fin ha puesto su manierismo visual y su vampirismo cinematográfico al servicio de una historia verdaderamente poderosa, que alcanza grandes cimas dramáticas. Con más sobriedad de la que acostumbra, ha conseguido lo que pocos otros han logrado: hacer de una autobiografía un ejercicio de sinceridad y no de autocomplacencia. Si bien la escena de apertura todavía parece deudora de su ampulosidad previa, pronto la película adquiere el tono de una comedia costumbrista. En esta parte el tono dominante es el de la celebración de la vida familiar, con un retrato no exento de caricatura y dos o tres chistes de dudoso gusto.


Bruscamente la tragedia interrumpe el devenir cotidiano, de forma que la película se adentra en un terreno más complejo, más resbaladizo, más errático y emotivo, con algunas escenas de gran intensidad. Es el momento en el que la película y el propio Sorrentino parecen liberarse de todo un lastre previo, marcado por los escenarios barrocos, los personajes huecos y las poses estudiadas de sus películas anteriores. Todo esta parte del film refleja a la perfección la lucha entre una libertad no deseada y un sentimiento de abandono, alcanzando cotas inesperadas e inusuales en el cine de Sorrentino, en el que por primera vez la imagen sugestiva y la sutil ironía se pliegan con naturalidad ante los sentimientos y el desarrollo del personaje principal, creado con sorprendente habilidad por Filippo Scotti. Las citas a otras películas aquí aparecen mucho mejor integradas, pues Sorrentino tiene algo que contar y puede prescindir de sus habituales saqueos. Fellini aparece, el de I Vitelloni y Amarcord, e incluso algo hay en el tono de Cinema Paradiso y sobre todo de Call me by your name. Sorrentino recurre incluso a la autocita, desvelando el significado de alguna frase dicha casi por casualidad en La grande bellezza. Aparte de todo ello, la película puede interpretarse como un canto de amor a un tiempo y a un espacio concretos, con la dosis de nostalgia que parece requerir nuestra época.


Tre piani 

Tre piani me ha hecho dudar firmemente de mis convicciones morettianas. Hasta el momento, Moretti era para mí sinónimo de una escéptica celebración de la vida, incluso en sus películas más depresivas. Se ha hablado de humanismo y de neoclasicismo a propósito de esta película en la que Moretti pretende jugar a ser Haneke, aunque con menos morbo y crueldad, imponiendo al espectador un aleccionador tono depresivo. Humanismo hay, aunque el neoclasicismo bien podría tomarse por cierta pátina de telefilm, dada la parca funcionalidad de la mayor parte de los planos y lo excesivo de algunas interpretaciones (salvo excepciones notables, como Margherita Buy, Alba Rohrwacher y sobre todo Riccardo Scarmacio). No hay que descartar que la peor película de Moretti aparezca alguna vez en uno de los polémicos listados de Cahiers. 



 

 


domingo, 12 de diciembre de 2021

GOTA FRÍA (18 de octubre de 2018)

Por fin un día de relax en medio de la tempestad de acontecimientos que supone todo inicio de curso. Los alumnos están haciendo un examen; mientras, llueve en el patio. Esto parece un poema de Machado, aquel que me hicieron aprender de pequeño pero que ya no recuerdo. En momentos de quietud así sólo se oyen voces solapadas, chirriar de goznes y sonidos sordos de puertas abatidas, melodías repetitivas de flauta y el monótono precipitar de la lluvia sobre el patio vacío. Estoy relajado, puedo sentarme y estirar las piernas bajo la mesa del profesor, abrir la libreta y escribir. 

Este año estoy cerca de casa, demasiado. Casi se diría que puedo tocarla alargando el brazo. Podría tender una tirolina desde el balcón de mi casa y aterrizar cada mañana aquí. Esta cercanía contribuye sin dudarlo a la molicie, a la dejadez, de la que este edificio avejentado y descuidado parece un símbolo. Estas baldosas desprendidas de la pared, estos ventiladores que no funcionan o estos cajones hechos polvo aluden, con cierta ironía, al fracaso personal. ¿Qué fracaso personal? ¿El mío? ¿Tan bajo he caído?¡Pero si vivo a cuerpo de rey! ¡Pero si incluso podría pasearme por aquí en pantuflas! Maldita sea...¿Estaré haciendo bien las cosas?

Días así, con esta lluvia incesante que recuerda a las últimas carreras ciclistas otoñales, en las que es necesario encender los faros de los coches dada la oscuridad creciente, me traen cierta melancolía; una melancolía no triste, sin embargo. Una melancolía que es más bien el presentimiento dulce de que la felicidad ya pasó. Es cierto que algo que tomé por felicidad, pero que quizá tan sólo fue disfrute sensorial y hedonismo, pasó ya. Vinieron años invernales y después, una cómoda rutina. En días así, sin sol, me viene cierto sentimiento que es más bien la toma de conciencia de una caída del caballo. O más bien el recuerdo ya vago de una caída del caballo que me ha conducido al páramo de certezas en el que hoy me encuentro. 

Ha parado de llover. Las secuelas son visibles: la lluvia ha dejado sus tiras negras de agua en las fachadas de los sucios edificios que rodean el patio; habrá sembrado de charcos los solares en los que los niños dejaron ya de jugar desde los tiempos del Pequeño Nicolás; habrá dejado a las grúas y excavadoras inmóviles y paralizadas como extraños insectos ensartados con alfileres en los cuadros del despacho del entomólogo. Los transeúntes sorprendidos por la lluvia podrán retomar su marcha, después de haber permanecido un tiempo protegidos bajo la marquesina de la parada de autobuses, codo con codo en insólita comunidad, observando silenciosos la hipnótica lluvia. Sin embargo el momento de tregua es pasajero: vuelve a arreciar con fuerza. 

Esta lluvia de gota fría parece que no vaya a terminar y está oscureciendo el cielo, haciendo de las doce del mediodía unas antinaturales ocho de la tarde. Quizá colapse el tejado a dos aguas de la desvencijada fábrica abandonada que hay aquí cerca. Quizá convierta en más tristes todavía los grises semblantes de los altos edificios que se construyeron en pleno centro histórico en los sesenta y setenta, cuando se pensaba que el progreso técnico, industrial y automovilístico iba a ser ilimitado. Luego, cuando acabe esta hora de paz cruzaré con paso rápido el cauce seco por el puente por el que tantas veces he transitado de día y de noche, y recordaré aquellas noches de verano de la juventud, claras y despejadas, en las que volvía a casa borracho, acompañado u otras veces solo, dando tumbos, seguido por el paso silencioso de los gatos. Imaginaré ser otra vez Kafka cruzando el puente de San Carlos, en una tarde invernal, desde la fría y diminuta casa de su hermana hacia la casa insoportable de sus padres. Soñaré ser, otra vez más, ese Pamuk de Estambul, ciudad y recuerdos, cruzando el puente de Gálata hacia esa periferia ruinosa que en realidad hubo un tiempo en la que fue el mismo centro del mundo. Y mientras seguirá lloviendo sobre el puente tendido sobre un río ya inexistente, azotado por viento racheado que traerá consigo el tenue recuerdo de catástrofes fluviales pasadas. Sin embargo, la certeza del páramo en el que vivo, feliz y sin sobresaltos, acompañado del recuerdo vivo de esos días felices, me ayudará a volver a casa sano y salvo.