viernes, 11 de noviembre de 2011

MELANCHOLIA, DE LARS VON TRIER

La última película de Lars von Trier no parece haber tenido una buena acogida entre la crítica, pero por otro lado, en una de esas contradicciones tan nuestras, parece que es la mejor posicionada entre las candidatas a optar al premio de mejor película del cine europeo. Se la acusa de ser depresiva, de ser excesivamente formal, de ser pretenciosa. Pero, ¿desde cuándo Lars von Trier ha hecho una película que no sea depresiva, formal, y sobre todo pretenciosa? ¿Cuándo nuestro querido Lars - ése al que le dio hace poco, con el mismo afán de protagonismo y de provocación que un chaval de la ESO, por reivindicar "estéticamente" el nazismo - ha hecho una obra que no tenga la pretensión de ser "obra maestra"?

Danza planetaria: Kubrick sin Strauss, con Wagner

Pero yo quiero reivindicar Melancholia. Si es una obra maestra no lo sé, y la verdad es que me da bastante igual: me hizo pasar un buen rato estéticamente, emocionalmente e intelectualmente, y si dentro de dos meses, un año, o cinco, cae totalmente en el olvido, o cambio de opinión al respecto, pues ciertamente no es algo que me preocuope en exceso. Al menos, es una película que no deja indiferente y que sobre todo hace pensar, cosa que nunca está mal y que se echa bastante de menos en los cines. Sin por ello dejar de ser una película hermosísima, como también lo era a su manera Anticristo.

Aviso a los que no hayan visto la película, que mi intención es hablar y reflexionar en torno a ella, final incluido (final que se da al principio), con lo cual quizá prefieran no seguir leyendo. Después del punto y aparte me meto en materia, así que, si alguien no sigue leyendo, pues le invito a que vaya a verla, y santas Pascuas. Al respecto, y a modo de digresión total, no sé cuándo ni dónde leí (quizá en uno de esos periódicos gratuitos en los que tan fácilmente aparecen noticias estúpidas) un estudio que revelaba que el espectador disfruta más cuando conoce el final.

Pero bueno, en este caso tampoco el final es determinante: para quien no lo sepa, todos mueren. Es más, no sólo mueren todos los protagonistas, sino toda la raza humana. E incluso más: no sólo muere toda la raza humana, sino también toda posibildad de vida. Un planeta asesino, movido por un extraño impulso apocalíptico y danzarín, impacta contra la Tierra. Puede que después del impacto siga el universo "en marcha": pero al no existir consciencia del mismo, quizá podemos asegurar que ya no hay nada. El bueno de Lars se lo curra a fondo.

El inicio de la película es de lo mejor. La obertura de Tristan e Isolda de Wagner marca el arranque del film, la particular danza de la muerte del planeta Melancholia con la Tierra. Parece imposible no relacionar con Kubrick esas imágenes del espacio, al son de música clásica. Estas imágenes se engarzan con otras de la Tierra, a cámara lenta: imágenes de una especie de solemne belleza de la vida ante la destrucción. Imágenes que parecen auténticos tableaux vivants de un estilo manierista-romántico-prerrafaelita-simbolista-surrealista muy sugerente. Este segmento tan apatecible termina con el cuadro de Brueghel Cazadores en la nieve ardiendo (¿un nuevo homanaje a Tarkovsky, en este caso a Solaris?). Y a partir de aquí, con el espectador avisado, comienza propiamente la película.


¡Tres astros! Al menos uno sobra.

La película se estructura en dos partes, centradas en las hermanas protagonsitas: la primera parte de Justine (Kirsten Dunst) y la segunda de Claire (Charlotte Gainsbourg). Esta estructura de la película hace que sea un poco desigual, en el tono y en las intenciones. La primera parte, dedicada a Justine (personaje de nombre de resonancias sadianas, no creo que de forma casual), se centra en la boda de ésta. Muchas críticas han señalado la similitud de esta parte con Celebración de Thomas Vinterberg, una de las peliculitas inaugurales del Dogma. De hecho, aquí von Trier recurre a la exasperante camarita en mano, a la crítica y demolición sutil, un poco repetitiva ya, de los modos de vida burgueses y de la familia concebida como nido de odios, etc. Forma y temática dogma. De todas formas, no creo que la cercanía a Celebración pueda esgrimirse como reproche, y menos como plagio: sin duda von Trier ha debido ser consciente de tal similitud, y la ha buscado, ya sea por pereza, por comodidad, o simplemente por no poder abordar el tema (la crítica a los revestimientos con los que la burguesía cubre el vacío existencial) desde otra perspectiva o ambiente. Y antes que por otra razón, parece que von Trier haya incluido esta parte para darse el gustazo de trabajar con los actores.

La segunda parte, centrada en Claire, tiene un aire más trascendente: más solemne, y también más ambicioso. La cámara en mano y ese cansino estilo inmediato desaparecen, dando lugar a un cine de estampas. ¿Cómo olvidar esa imagen tan romántica, inserta en mitad del film como una particular perla, de Justine - Kirsten Dunst ofreciéndose desnuda, junto a un arroyo en plena noche, a la luz azulada del planeta destructor? ¿Y las aproximaciones del planeta, no por anunciadas menos angustiantes, comprobadas mediante el palo + alambre fabricado por el niño? ¿Y cómo olvidar esos paseos a caballo, que no sé por qué, me recuerdan a algunos planos de Vertigo? La segunda parte es monumental. Wagner aparece aquí y allá. El planeta es hermoso, aunque comporte destrucción. El nerviosismo de la primera parte ha desaparecido, y la paz de la segunda parte parece paradójicamente la consecuencia lógica del anuncio de la destrucción. Kirsten Dunst pasa de niña mimada con vocación de bipolar a impasible e inflexible profetisa. Charlotte Gainsbourg (tan benditamente alocada en Anticristo, y de nuevo aquí tan magnífica, tan tierna y tan humana) pasa de institutriz a niña desvalida, objeto de compasión.

¿La seducción del mal?


Voy a intentar justificar la primera parte de la película. Von Trier parece haber intentado contraponer la personalidad de las dos hermanas, así como su forma de afrontar la vida. Tampoco creo estar desvelando ningún misterio digno de cuarto milenio, esto se muestra de forma bastante evidente, casi obvia. Justine - Kirsten Dunst es la hermana visceral, caprichosa y un tanto cabeza-loca, que no sabe muy bien cómo arreglárselas en la vida, y para la que el lúcido presentimiento de la caducidad de la fraternidad y del amor se convierte en un impedimento total para acometer ningún plan de vida estable. En cambio, Claire - Gainsbourg es la hermana cerebral, resignada a su manera, que ha aceptado las normas, y se ha adaptado a la vida familiar y a la vida burguesa con todos sus convencionalismos y revestimientos, para quizá cerrar los ojos ante el terrible abismo al que parece a veces abocarse el existir. De ahí la boda: quizá no haya en nuestros días ritual más codificado, y más superficial a su manera, que una boda burguesa. La incapacidad de Justine ante su boda tiene su contraposición en el control y el dominio de la situación que ejerce Claire en ella. La serenidad, lucidez y caridad de Justine ante la destrucción tiene su correlato en la desesperación normal, lógica y humana de Claire ante la misma.

En definitiva, en la película no hay atisbo alguno de esperanza. Desaparece el mundo, desaparece toda vida, desaparece por tanto toda consciencia de vida, desaparece el existir, aunque los objetos puedan seguir siendo independientemente a la vida. He de decir que no me gusta la idea de destrucción como castigo por la maldad del hombre. No me gusta nada de nada esa idea de culpa total sobre la vida: en ese sentido von Trier parece demasiado nórdico, aunque quiero pensar que nos toma un poco el pelo.  Pero, por otro lado, sí que me gusta mucho otro aspecto de ese final tan Götterdämmerung: la humanidad, ejemplificada en las hermanas y el niño, resiste unida. El marido, Kiefer Sutherland, paradigma de las mentiras piadosas de la razón científica y de la clase dominante, huye y niega cobardamente la destrucción, en vez de aceptar lo inconcebible. Las hermanas rechazan la idea burguesa de tomar una copa de vino en el jardín mientras se contempla la destrucción como si se tratase de un ocaso, en este caso el último. Y, en cambio, se decide construir una choza: se abandona el castillo con sus dieciséis hoyos, y se construye una choza protectora con tres palos. Ahí está lo bonito: la humanidad está todavía unida, aunque sea la destrucción la que la une, y rechaza los revestimientos, abocándose a la desnudez y a la magia. ¿Un mensaje para la crisis?


El consuelo del retorno a la choza

Y como despedida después de tanto dramón, la visión particular de Muchachada nui de ese genio llamado Lars von Trieer:




domingo, 2 de octubre de 2011

UN PASO HACIA EL DELIRIO: TOBY DAMMIT



Aparentemente opuesta a la vertiente glamurosa de Fellini, que sale de tanto en tanto a relucir en los suplementos domincales de los periódicos, y que tendría su máximo exponente en la escena del baño de la Fontana di Trevi de Anita Ekberg  y Marcello Mastroianni en La Dolce Vita, existe otra vertiente en la obra del director italiano, mucho más espectral y fúnebre, menos conocida y valorada en cuanto menos amable y más burlona, que se inaugura precisamente con esta peliculita, Toby Dammit. 

Esta peliculita constituye el tercer episodio de Tre Passi nel Delirio (1968), película consagrada a Poe. Los otros dos episodios fueron dirigidos por Roger Vadim, director de Barbarella, y Louis Malle, director de Los amantes, Zazie en el metro y Atlantic City, entre otras. Según tengo entendido, esta película fue la última exhibida en Cannes antes de que el festival fuese clausurado en solidaridad con las revueltas estudiantiles: la siguiente película en cartel, Peppermint Frappé de Carlos Saura, ya no fue proyectada.

Como es de suponer, Fellini hizo lo que le dio la gana con el cuentecillo de Poe. Lo actualizó y lo utilizó como quiso, conservando de su argumento tan sólo la anécdota (en realidad el cuento no es más que una anécdota estirada). Fellini realizó un retrato esperpéntico e infernal de un actor inglés, alcohólico y de vuelta de todo, que llega a Roma para protagonizar una película, en concreto un western católico. El actor, que no cree en Dios pero sí en el diablo (que se le aparece bajo la forma inquietante de una niña pelirroja con un baloncito blanco), será conducido de un lugar a otro, como si cada escenario fuese una estación de su particular via crucis: del aeropuerto al estudio de televisión, y de ahí a la ceremonia de entrega de premios de un festival montado ex-profeso. Su único aliciente para aguantar tanto compromiso social serán los tragos regulares a su petaca, hirientes como puñaladas, y  la promesa de la entrega por parte de los productores de un Ferrari al finalizar la gala.


En esta película aparecen resumidos, como si se tratara de un pequeño microcosmos felliniano, temas y situaciones que ya habían aparecido en sus películas, y que lo harán de nuevo en otras posteriores. Esta película es una auténtica cesura, un punto y aparte en  la trayectoria creativa del director. Temas que habían aparecido en La Dolce Vita desde un punto de vista amable, irónico y un tanto costumbrista, aquí están tratados desde uno nebuloso, propio de pesadilla, en el que se funden sin frontera clara la parodia y lo fantástico. El atasco en la entrada a la ciudad se repetirá, casi plano a plano, en Roma; también el desfile de modelos de la gala de premios remite al desfile de moda eclesiástica que aparecerá en Roma; la crítica a la televisión aparecerá, de una forma más débil, cansada y condescendiente en Ginger y Fred, etc. Por otro lado,  no cabe duda de que esta película, a pesar de su carácter burlesco, se convirtió en todo un punto de referencia estético para el giallo italiano.

A partir de esta película, Fellini halla su particular fórmula para hacer coincidentes forma y contenido: todos los elementos de la puesta en escena, desde la escenografía al maquillaje, pasando por el doblaje de los actores y la iluminación, muestran a las claras su auténtica naturaleza artificiosa. Fellini viene a decirnos a partir de esta película que sólo mediante la falsedad y el enmascaramiento se puede elevar el arte sobre el vacío de la existencia,  y sobre la presencia acechante de la muerte y el olvido. Todo ello con tal de evitar caer en la pretensión de rellenar ese vacío con alguna dosis de verdad, de trascendencia, o de contenido.



Y Toby Dammit es ante todo una especie de retrato - de trazo grueso, un poco abocetado y sin tomarse a sí mismo demasiado en serio - del magnetismo seductor que ejerce la autodestrucción en el hombre. Tras un periodo de enfermedad y la truncada experiencia del rodaje de Il Viaggio di Mastorna (película en la que Fellini pretendía explorar la muerte y el más allá, pero que acabó en nada, sólo en cuatro o cinco  decorados construidos para la ocasión y que quedaron abandonados, como los armatostes de Ocho y medio), Fellini aborda el tema de la autoaniquilación, entenidéndola como una faceta más del narcisismo masculino, una cierta etiqueta de dandysmo adherida sobre la existencia.


Fellini se sirvió de Terence Stamp para encarnar a este artista maldito. Stamp ya había realizado en Italia Teorema de Pier Paolo Pasolini, interpretando al misterioso y andrógino huésped (no tiene nombre en la película ni en la novela del propio Pasolini), que llega a un hogar burgués para sacudirlo desde sus cimientos, sin abrir la boca pero sí exhibiéndose como un peligroso objeto sexual. La hermosa divinidad primitiva, lectora de Rimbaud, pero de objetivos inescrutables, interpretada por Stamp en la película de Pasolini, se convierte en la de Fellini en un dandy acabado, con cierto aire de payaso triste, que  se deja seducir por la Muerte, pues entiende que ésta es la única salida a su brutal aburrimiento.

Nada mejor que este vídeo (a partir del minuto 5.42), para comprender qué quería Fellini de Stamp y qué visión tenía del personaje (magistral la imitación que hace Stamp de Fellini):


En la parte final de la película, en la huida de Dammit en su Ferrari, Fellini consiguió algunas de las imágenes más sublimes de toda su filmografía: demostró su capacidad para extraer de lo cotidiano su  lado asombroso, así como para remitir con un color, una luz particular, un sonido o un elemento del decorado, a algo vivido con más intensidad en la vida real, pero recreado desde el arte con su punto necesario de artesanía, de trabajo manual, de reconstrucción ficticia.

lunes, 12 de septiembre de 2011

NO QUARTO DA VANDA

Cuando vemos una determinada escena en la pantalla, podemos acordarnos de un viejo amigo, de un lugar, de una situación vivida, de un amor, o simplemente de lo que hemos desayunado o almorzado en tal día. Creemos poder indentificarnos, y sentir, experimentar y pensar con la película, al mismo tiempo que ésta se desarrolla ante nuestra mirada y nuestros oídos. Las imágenes y los sonidos crean el ambiente propicio para olvidarnos de nosotros mismos, y hacer aflorar una emoción: y la mayoría de las veces, el cine toma el camino más corto y rápido para conseguir sus objetivos, recurriendo a la excelente fotografía, a la emocionante banda sonora, y a los giros inesperados de guión. También queda requetebién algún que otro rostro joven y guapo, y, por qué no, los finales siempre abiertos, que dan mucho  juego. Estas películas que tanto nos acarician los sentidos, parecen inalcanzables, no hechas por mano humana. Y una vez se pone en negro la pantalla, podemos lanzar críticas contra ellas, con algún que otro insulto de por medio, o venerarlas arrodillándonos como estúpidos idólatras: y ambas actitudes son las que se adoptan ante una divinidad, aunque sea ésta mediocre o de segunda fila. Pero ojo, estos dioses de tercera división son, por otro lado, bastante hermosos.

En cambio, existen otras películas cuya cercanía, propiciada por la escasez deliberada o forzosa de medios, motiva al trabajo y a la emulación. El aire claramente artesanal hace que, al ver ciertas películas como No quarto da Vanda (Pedro Costa, 2000), sintamos que el cine todavía puede arrancar de cero, como si el tren de los Lumière no hubiese todavía asomado el morro en el andén de la estación, y podamos salir nosotros también, armados de una cámara como quien se arma de una pistola o de una pluma, a contar y recrear de forma individual el mundo. Películas como ésta, o Tren de sombras, o incluso Sans Soleil, abren dos caminos ante nosotros. Por un lado pensamos: ¡yo también puedo hacer eso! ¡todo el mundo puede hacer eso si en vez de escribir un diario utilizase una cámara! ¡y sería muy bonito!; y por otro lado también  nos decimos: ¡pero qué difícil debe ser conseguir tanto con tan poco!



No quarto da Vanda es de esas películas que, proponiéndoselo, o quizá sin proponérselo, reinventa un poco el cine a su manera. El cine se resume a vagabundear por un barrio a la búsqueda de encuadres, y esperar a que el azar obre en ellos algo que pueda parecerse a lo poético, o que no se parezca en nada a lo poético; y seguir el rastro de seres sin historia, seres destruidos por las circunstancias, por la política, por el dinero, por los planes urbanísticos de turno, por la mala suerte, o simplemente por todo ese conjunto de cosas que se llama vida, y que a veces adquiere la apariencia de un complot,; y hacerse cómplice de ellos, y que cuenten ellos solos, en su ambiente, encerrados en su guarida, con sus adicciones, rodeados por un ambiente insalubre pero a la vez familiar, su propia historia: una historia pequeña, plagada de crueldades y de hábitos que llegan a confundirse los unos con los otros, lo que se diría una historia sin historia, y por ello, una historia grande, clásica.



La cámara se sienta como un trasto más, como una rata más, en el cuarto de Vanda, y allí captura cada cambio de luz, cada tos, cada chupeteo al manoseado papel de plata, cada voltear nervioso  de las páginas del listín telefónico, cada uno de los actos mecánicos a los que empuja la droga, cada variación en los cuerpos demacrados y en los pálidos rostros de las hermanas Vanda y Zita.  Y, al mismo tiempo, recoge cada palabra, que adquiere en ese cuarto un tono especial, una trascendencia no buscada: las conversaciones se convierten en hitos, que se abren como oasis entre planos y planos marcados por los ruidos de las obras de demolición del barrio y los silencios de las mujeres y los hombres que lo habitan. 

Sé que llego con once años de retraso a esta película. Parecía la típica película que siempre queda bien haber visto, o decir que se ha visto, y por eso no sentía deseos de verla. Por otro lado, tampoco he de negar que supuso un esfuerzo, ir rechazando toda una serie de prejuicios y reticencias ya asentadas, que se iban entrelanzando con algún que otro momento de sopor. Pero No quarto da Vanda es de esas películas que dejan regusto: que aunque cuesten ver de un tirón, no se olvidan facilmente, pues dejan poso, y con el paso del tiempo quedan reducidas a una sóla imagen en la memoria, que llega a convertirse en una idea.
 
La película habla de resistir en un barrio antes de su destrucción.  Es una historia que suena mucho: cada ciudad tiene su particular punto de resistencia, de igual forma que cada ciudad tiene sus propias fronteras internas, sus propios cuarteles y territorios en guerra. Al igual que toda ciudad tiene sus plazas, también tiene sus islas desiertas, sus islas de leprosos; de igual forma que hay palacio, hay ratonera.  La película habla de una forma básica de resistencia, sustentada en la renuncia al exterior, y en el enclaustramiento en el barrio, en la habitación, en el propio mundo que se conoce y que constituye amparo y comunidad.

Tal reclusión no se realiza en solitario, sino que cada uno a su manera se esconde con su propio monstruo,  el de los hábitos asumidos; con estoicismo pero sin drama cada uno carga con la vida que ha escogido, a la fuerza o con plena decisión. Pero para reflejar todo esto no se adopta en ningún momento un aire de denuncia, ni de advertencia, ni de realismo social, ni de ejemplo moral...simplemente la cámara desciende al microclima de Fontainhas, explora sus callejuelas de kasbah, se recrea en los pequeños colores que como estallidos interrumpen la monotonía de los muros pintarrajeados, y se detiene a observar, fotografiar y escuchar a los que no tienen voz. Y uno descubre, en las conversaciones entre el vendedor de flores y Vanda, entre Nhurro y Vanda, entre Zita y Vanda, la fuerza de una humanidad que habita en todas partes. La miseria  se convierte entonces no en algo épico, no en algo heroico, ni siquiera trágico, sino real, palpable. La dependencia y la voluntad de encerrarse en el cuarto, como adolescentes que amamantan allí sus vicios, se muestran no como algo grande, ni como algo censurable ni loable, sino simplemente como algo real.



martes, 10 de mayo de 2011

KEATON ES INCOMPARABLE

Hoy saco del armario el duelo dialéctico establecido entre Louis Garrel y Michael Pitt en Soñadores, de Bernardo Bertolucci, acerca de la rivalidad, repetida miles de veces por cinéfilos ociosos, ancianos o simples amantes de los debates sin salida, entre Chaplin y Keaton. Un partido de tenis o toma y daca parecido al debate eterno, y reiteradamente explotado por el marketing, de quiénes son mejores, los Beatles o los Rolling Stones.



En la escena, el personaje de Garrel dice, muy sofisticado y francés, que el duelo entre Chaplin y Keaton lo es entre el alma y la máscara, entre el hombre como ángel y el hombre como máquina. Garrel (en la película más sucio y más cínico de lo habitual) está del lado de la crítica izquierdista de la época (los años sesenta), para la cual Chaplin era la encarnación perfecta del artista popular y comprometido, un nuevo Quijote, con el punto necesario de idealismo (o de cristianismo, añado yo).

En cambio, el personaje encarnado por Michael Pitt, el americano, el chico curioso, a la par que ingenuo y estúpidamente candoroso, llegado del país de los carniceros, de los ferrocarriles y de los rascacielos, y por tanto desconocedor del Louvre y de la música de las esferas, se limita a señalar que "Keaton es incomparable". (Un duelo similar, y también alumbrador sobre ambas posiciones, mantendrán en otra escena de la película sobre quién es mejor guitarrista, si Clapton o Hendrix).

¿Y cuál es mi opinión? Pues desde mi punto de vista, Keaton es incomparable, como señala el personaje de Pitt. Puede que Chaplin encarne valores ideales, puede que recoja todos los empeños y esperanzas vitales, y sepa transformarlos en expresión eterna de lo humano a través de un patinazo, un gesto, un lloro o una mirada. Pero es que Keaton excede lo humano. No es simplemente máquina. No es sólo un autómata elástico, que domina a la perfección el espacio, la acción y el movimiento: no es sólo un resorte. Su expresión alcanza a estar más allá del bien y del mal, su estoicismo hace de él un partícipe de primera línea de la ataraxia, o rechazo de las pasiones, que buscaban los griegos.

Ni se rebela ni acepta la vida; no pone en tela de juicio la realidad, sino que pertenece a ella, como lo puede hacer un mueble o una piedra. Y, a pesar de su famosísima imperturbabilidad, es capaz de conmover, pues su expresividad no se dirige al intelecto, ni a los sentimientos moldeados por la educación, la historia y la razón (como sucede en Chaplin). Su comicidad es más primordial. Incluso cabría preguntarse si de hecho es un cómico: más bien es un ser atravesado por la vida, un objeto más en un mundo de objetos.


miércoles, 27 de abril de 2011

VISIONES DEL INFIERNO: LANCELOT DU LAC E IL CASANOVA

En esta entrada quiero hablar de dos de mis películas predilectas: Lancelot du Lac, de Robert Bresson (1974) y Il Casanova, de Federico Fellini (1976).

Del cine de Robert Bresson pueden recordarse escenas magistrales, escépticas y al mismo tiempo, profundamente humanistas: el burro de Al azar Baltasar, apaleado y escupido, más humano que la humanidad; la inocente Mouchette a la que se le niegan todas las posibilidades de cambiar de vida con un tortazo después de coquetear con un muchacho en los coches de choque...Pero si he de quedarme con una escena, esa es el final apocalíptico y consecuente de Lancelot du Lac, quizá la mejor representación en la historia del cine de un universo que se extingue, precisamente por las fuerzas internas que lo han conducido a su propia destrucción. Bresson, si hubiese realizado un cine menos soso, hubiese sido uno de mis directores predilectos. Pero a mi parecer, Bresson es uno de esos directores a los que sólo se puede admirar, pero nunca amar como se ama a un hermano, a un padre, a un maestro; nada en otro océano, camina por veredas inaccesibles.

Y quizá no exista nada más diametralmente alejado del cine de Bresson que el de Fellini. Nunca he entendido el cine de Fellini como pasatiempo burlesco o como puro entretenimiento (Fellini no me parece “entretenido”, ni me hace reír a carcajadas), sino como un discurso íntimo, sin adoctrinamientos, cuyo objetivo no es otro que meter entre interrogantes el mundo de verdad, para construir uno alternativo que reproduzca sarcásticamente lo que de fúnebre y ridículo tiene nuestra vida. El cine de Fellini tiene el mismo sentido que una gran falla (en su sentido originario, no en el sentido traidor actual):  una gran mole llena de monigotes patéticos, y a la vez tiernos en cuanto humanos, que no tiene más destino que el fuego regenerador.

Lancelot du Lac comparte con El Casanova la voluntad de mostrar un mundo plano y sin esperanza. Un auténtico Apocalipsis filmado. La película de Bresson nos muestra cuán vanos son los deseos humanos, que no escapan a la más tiránica materialidad (tanto la religión como el amor se reducen a la posesión), y que en la materialidad sucumben, en una demoledora escena final que es la mejor escenificación de un mundo que expira, un mundo que se autoaniquila, un mundo que sucumbe bajo su propio peso.

Igualmente, la película de Fellini encierra una negación: el carnaval que se desarrolla en la película en diferentes escenarios de una Europa más fantasmal que festiva, no es más que un sortilegio fúnebre, un remiendo con el que se trata de ocultar una ausencia total de intereses, de inquietudes auténticas y no construidas; en definitiva, la ausencia total de trascendencia. Fellini para ello enhebra festín, sensualidad y muerte en un enorme teatrillo de títeres que resulta metáfora de una vida donde toda actividad se ha mecanizado, y por tanto, ha caído en el círculo vicioso de la esterilidad; y al mismo tiempo, crea una figura de un fantoche con bastante de quijotesco, que se convierte en metáfora de un mundo en tensión, a punto de estallar, como es el del Antiguo Régimen, pero también el propio tiempo de Fellini. La abierta y visible falsedad de los decorados, abocetados y creados para ser filmados, la futurista recreación de peinados y vestidos, la aridez narrativa y la repetición, la vanguardista y chocante música de Rota, la ausencia casi total de movimientos de cámara, nos recuerdan, como no sucede en ninguna otra película de Fellini, que es más importante la idea que su ejecución. El Casanova no es otra cosa que la viva representación de la autoaniquilación de Fellini como autor y del propio cine de Fellini, en un exceso de fellinidad cargado de regusto a muerte, destrucción y vacío.

La destrucción se expresa en la película de Bresson con la irrealidad estática de una pintura mural. La gracia de los gestos recuerda la ingravidez de los ángeles de Fra Angelico; el acartonamiento del movimiento de los caballeros, la rigidez de las figuras de las pinturas  de Piero della Francesca. Pero esta belleza no se nos muestra frontalmente, con ánimo de convencernos, a través de referencias claras, de la naturaleza artística del film. Esta belleza se muestra en gestos y objetos carentes de significado, banales, incluso aburridos, como siempre sucede en sus películas. En recortes de vida sin ensamblar, indistinguibles e incluso incomprensibles, como las piezas de un puzzle esparcidas encima de la mesa.


La destrucción se expresa en cambio en El Casanova a través de color desvaído, como de sueño, de todas las escenas. El mundo es un enorme acuario, un museo de cera en movimiento. A través de escenarios aparatosos, abocetados, claramente artificiales, se nos muestra un mundo en descomposición, irreal, soñado; como una fábula que se acerca de forma eficaz a lo vivido, y que nos pretende advertir, como un sueño premonitorio, de lo repetitiva, circular y asfixiante que puede ser la vida. 

El Casanova es, al mismo tiempo, una crítica sutil al machismo. En Giacomo Casanova todavía perdura algo del macho caprichoso y despreocupado de anteriores películas de Fellini, tipo Marcello Rubini, tipo Guido Anselmi. Sigue siendo un snob, pero de un mundo que ya no está a la moda; su tiempo no es ya la dolce vita, sino que es incomprensible en cuanto clausurado; sigue siendo el “polígamo” del harén de Ocho y medio, pero más ridículo, mucho más embrutecido. Resulta un poco más pedante, un poco más tosco, un poco más dado al autoengaño. La vivacidad y la peripecia, propias de la anécdota, han sido sustituidas por la aridez propia del elenco, por la hipnótica monotonía de la cascada. Sus gestos y ademanes resultan tan ridículos, tan abiertamente caricaturescos, que la identificación espectador-protagonista es ya imposible. Tras miradas, coqueteos, contoneos amorosos, tras la compulsiva y gimnástica satisfacción del sexo no hay nada: no hay amor, no hay comunión, no hay ni siquiera trascendencia. Hay, simplemente, un deseo que se agota en sí mismo, que se colma sin escapar a sus límites, y que no oculta nada más que vacío. En resumen, el Casanova y sus “conquistas” no son más que muñecos de papel, pegados al decorado.


Tan sólo hay dos personajes con breves destellos de humanidad: la vivaz e independiente Henriette, también harta de las exhibiciones sexuales de Casanova, y en la joven y humillada belleza romana. El Casanova, en cambio, es un diplodocus fosilizado en falso movimiento, en ambientes de falso lujo.

Ma eppur si muove! Sí, a pesar de todo, algo de humanidad notamos también en el Casanova, cuando ya es un viejo fantoche al que nadie escucha: cuando los jóvenes románticos alemanes se ríen del emperifollado y rococó bibliotecario italiano (las disonancias generacionales se expresan con el lenguaje de los estilos).  Y es entonces cuando deviene humano. Un humano que desea el estatismo del muñeco mecánico, la inmersión en el océano, la regresión a la infancia, o la congelación de la muerte. El giro concéntrico del deseo que no escapa de sus propios objetivos, y que deviene despersonalización, anulación, cosificación, muerte.