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viernes, 22 de noviembre de 2024

SOBRE LA BARRANCADA

Me digo: debería haber ido. Debería haber echado una mano. Pienso que me regodeo en la autocompasión y me escudo en la pereza insolidaria del que ve el dolor ajeno en el televisor. No es suficiente con haber donado comida. No es suficiente con haber donado dinero - quizá en excesiva cantidad, para lavar mi conciencia - a unas organizaciones de las que no tengo la absoluta seguridad de que lo gasten adecuadamente. Pero, por otro lado, no creo que tenga que sentirme culpable por seguir viviendo mi vida, ni someterme a un perenne duelo. Los responsables auténticos no dudan ni un instante en mentir, en eludir sus competencias, en hacerse los tontos, en echar balones fuera. ¿Por qué yo, que no he cometido ningún error ni ninguna negligencia de ese calibre, debería sentirme culpable? Han sido la naturaleza, en todo su fragor destructivo, y luego la inoperancia humana. 

Ha habido muchas historias de solidaridad, muy cercanas incluso, pero eso no me consuela. La marea solidaria ha sido abrumadora, sobre todo dada la incapacidad de actuar de los profesionales, pero también ha habido grupos y personalidades que se han sumado a una especie de competición exhibicionista a costa del dolor ajeno, en algunos casos buscando oscuros réditos políticos. Ahora, pasadas unas semanas, parece que estos últimos han comenzado a olvidarse del tema, y mejor que sea así. Se les ha pasado pronto, pero volverán a la carga. Y en mi caso particular, después de tanto análisis, tengo miedo de ser demasiado insensible ante el dolor, dejándome llevar por el cinismo y la ira. Hay motivos sobrados para esto último, dada la sucesión de acontecimientos, pero algo me dice que esa rabia no es productiva. Algo me dice que debería estar hablando menos y arrimando más el hombro, siendo el primero en colaborar, aunque ello suponga dar la razón a todos aquellos que han visto en la solidaridad un trampolín para ganarse el corazón del pueblo, apelando a su dolor e indignación. 

Me gustaría sinceramente que nada de esto hubiera pasado. Mis debates morales de pequeño-burgués no tendrían lugar. Son debates ridículos, insignificantes en comparación con el dolor verdadero, con la regresión auténtica que ha supuesto esta catástrofe en las poblaciones del sur de Valencia, que han vuelto de golpe a un tiempo oscuro, con muertos, sin suministros y sin hogares, incluso con infecciones. Algo me dice que los responsables de este asunto deben acabar colgando boca abajo de una gasolinera (por si se entiende la referencia) y que mi pequeño sufrimiento, aunque tenga tintes ridículos, no debería ser necesario ni existir. Aun siendo insignificante en comparación con la catástrofe. 

No me enorgullece decir que, pasados unos cuantos días, me acerqué con el coche a ver los estragos del destrozo desde la autopista y las carreteras colindantes. Sin ni siquiera haber entrado en las calles afectadas es fácil darse cuenta del nivel de destrucción. Parece como si todo hubiese sido arrollado y amontonado por el manotazo de un gigante. No he vuelto a pasar por allí, viviendo en una especie de burbuja, transitando solo por calles limpias que me recuerdan, como el anverso de una moneda, el reverso tenebroso que pude intuir desde los márgenes del desastre. 

Difícilmente se podría haber hecho peor. Es indudable que la magnitud del aluvión no podía ser predecible, pero sí que había mecanismos previos para estar alerta y también para avisar, con la intención de limitar las pérdidas humanas. Hubo instituciones que sí tomaron decisiones con tiempo, como la Universitat de València. Otros hicieron oídos sordos a llamadas durante toda una tarde, priorizando otros temas de dudosa catadura moral (el control de los medios de comunicación...), o no supieron qué hacer, movidos quizá por un intento de anteponer el interés económico a la seguridad. Quizá simplemente eran demasiado inútiles para el cargo, y desconocían sus competencias y lo que hay que hacer en situaciones así. Luego vinieron dos días de absoluto silencio, en los que no hubo reacción institucional, de ninguna parte. Dos días en los que la población de estas localidades fue dejada a su suerte. Unos municipios, recuérdese, que suman en conjunto lo mismo que la séptima ciudad del Estado. Un Estado del que hubo bastantes días del que parecieron no formar parte. Las únicas palabras que se escucharon en medio de todo ese silencio fueron las de una miserable consellera despreciando a los familiares de los fallecidos: la gota que colmó el vaso. Desde entonces, tras la bronca de la visita a Paiporta, se pusieron un poco las pilas, pero la escurrida de bulto de las autoridades, principalmente autonómicas, ha sido monumental. Continua siéndolo, casi un mes después. 

La solidaridad ha sido un buen escudo para tapar la poca destreza de las autoridades políticas a la hora de movilizar efectivos. Todo se ha dejado en manos de la buena voluntad del pueblo, puesto que la burocracia parecía atascada, pasándose la pelota de unos a otros, como en la casa de los locos de Astérix y Obélix. Bomberos del propio país, de otras comunidades y de otros estados esperaban de brazos cruzados el visto bueno de las autoridades. La llegada del ejército ha sido a cuentagotas, pues parecía haber otras prioridades fuera de nuestras fronteras y los uniformados no parecían tener como principal cometido limpiar barro. Han llegado incluso a sacar pecho de su ignominiosa actuación, de forma vergonzosa. En fin, no me quiero dejar llevar por la ira. 

Y luego está mi cruzada absurda en favor de la verdad y la información contrastada. El otro día perdí los nervios intentando rebatir bulos. Acabé la jornada laboral agotado e impotente. Llegué incluso a comprender los resortes que logran remover estas noticias, me di cuenta de su eficacia y de su malignidad genuina. No es más que una dosis añadida de dolor sobre el dolor, aplicada con completa gratuidad, a fin de conseguir notoriedad personal o un esparcimiento mayor del caos. Me duele especialmente cuando estas cosas las difunden personas con voz y voto, capaces de condicionar el pensamiento ajeno, sobre todo entre los adolescentes. Estoy cansado de los malditos esparcidores de bulos, algunos con mucha difusión. 

Sobre las soluciones al problema, habrá que dejar hablar a los expertos, digo yo. Escuchar un poco antes de soltar bravuconadas de barra de bar, para ganar likes en twitter. Como humilde opinión, la solución debería buscar un equilibrio entre el respeto a la naturaleza y sus caminos, y la capacidad humana para encauzar y subsanar los posibles destrozos que esta ocasione. Mucho se habla de la construcción en zonas inundables: en este suceso se ha podido comprobar cómo, al igual que en 1957 y 1982, pocas zonas hay no inundables en l'Horta y la Ribera cuando llega una inundación de esta magnitud, independientemente de lo que diga el PATRICOVA. Todo es una llanura aluvial, formada durante milenios. Estos fenómenos ya han pasado en la historia y seguirán pasando, aunque esta inundación haya superado todos los registros previos. En 1957 solo quedó exenta del agua la antigua ciudad romana. Ahora, los núcleos históricos de Catarroja, Paiporta y demás también se han visto afectados. La barrancada no ha distinguido entre zonas establecidas como inundables y zonas no inundables. De esta manera, la solución no solo debe radicar en dejar su libre espacio a la naturaleza. Habrá que ampliar los cauces, que vuelvan a unas dimensiones más naturales y quizá repensar la ubicación de algunas construcciones, pero quizá solo con ello no sea necesario. Pensar en un enfrentamiento hombre-naturaleza puede quedar muy bonito para películas como la de Hamaguchi, pero dejar espacio exclusivamente a la naturaleza supondría el desplazamiento de toda una población de más de un millón y medio de habitantes, con sus formas de vida, en caso de repetirse un fenómeno así. La solución debe ir por otro camino, aunque suponga incurrir en una intervención sobre la naturaleza. No queda otra. El Plan Sur ha demostrado su efectividad, aunque sea feo, aunque sea una cicatriz en la naturaleza, que se llevó por delante gran parte de l'Horta Sud. Si queremos seguir viviendo aquí sin necesidad de tener que subir al Micalet para no ahogarnos, habrá que hacer algo, sin que ello suponga hormigonar o comprar todo el pack negacionista y pseudocientífico, ese que intenta echar las culpas, a la manera de una turba airada de los Simpson, sobre la Aemet y la Confederación Hidrográfica del Júcar.  

También habrá que aumentar la formación ciudadana y en los centros educativos, para estar todos prevenidos y saber qué hacer. Mejorar los avisos, haciéndolos todavía más generales y previos, aprendiendo que la meteorología no acierta siempre al 100% y por tanto algunos avisos serán falsas alarmas, y no pasará nada. Es necesario saber parar, compensando económicamente si es necesario. Aunque me temo que no se hará nada de todo esto. Todo se empantanará, se tratará de tapar, se politizará de la peor manera posible, y no se tomarán decisiones. 

En fin, ojalá todo volviera a ser como antes del 29 de octubre, aunque esta crisis humanitaria haya servido para desvelar la mezquindad de cierta gente. Si el desastre del Covid sirvió para mostrar claramente que no teníamos el mejor sistema sanitario del mundo, por mucho que se dijera en la propaganda habitual, esta catástrofe ha servido para dejar claro que nos lideran ineptos y miserables, interesados más en salvar el propio culo que en asumir responsabilidades, además de demostrar que las tan cacareadas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (en los que algunos depositaban una confianza ciega) no son para tanto. 

martes, 24 de mayo de 2022

EL PERIODISTA

“Quisiera acabar con la necesidad de escribir un libro con un principio y un final”, dijo, hojeando el periódico, sentado en una de las mesas más alejadas de la entrada del bar, con la pose estudiada del que está tan atento al tema que lee (economía, cultura, deportes, opinión) como pendiente del ambiente. “Una novela sin forma. Es verdad que la vida tiene principios y finales, aunque me esfuerce en negarlo. Quizá estoy demasiado acostumbrado a nadar en los mares de la Historia, apartando cadáveres”. Chaqueta a cuadros, cigarrillo con boquilla, melena lacia, gafas de pasta: el pack completo. “Quiero renegar de la idea de crear un libro como si fuese un artilugio, con tramas bien tejidas, una secuencia lógica de acontecimientos. Ya sabe, todo construidito, pieza a pieza, para que no se caiga, como un andamio delante de la nada. La vida no es así. ¿Pero cuántos libros hay así? De hecho, ¿hay algún libro hoy en día que no sea así?”

Lo conocí por casualidad. Era un asíduo al bar al que solía bajar a almorzar. Corrían los años en los que todavía se leía el periódico en los bares, mucho antes de que los periodistas con ínfulas intelectuales tuviesen que buscar refugio en revistas basadas en la nostalgia, en las que aparecían, una y otra vez, las mismas historias trituradas y simplificadas, convertidas en cuentos. Él era uno de esos periodistas que buscaban algo de lucimiento en artículos mercenarios, intentando imprimir un sello literario a temas que no lo tenían. Sin embargo, a pesar de ser un ególatra narcisista, no tenía el punto de subnormalidad que encontré en muchos de los de su clase y que me empujó, llegado el momento, a cerrar de una vez por todas los periódicos.

“Aunque lo intente evitar, mi escritura se aboca al estilo confesional, en el que solo existe un atroz yo, hasta aburrir. A veces me toca escribir de otros temas, y entonces intento proyectarme en los personajes, sean estos cuales sean, deportistas, políticos, dibujantes de cómic. Intento sacar a relucir, de forma madura y antirrevolucionaria, todos los clichés. Pero en realidad me gustaría escribir algo grande e inabarcable, sin más tema que la vida. Es precisamente la ausencia de tema, la voluntad de totalidad, lo que me fascina de algunos ejercicios titubeantes.”

A veces, se confesaba en exceso. “¿Sabe la similitud entre yo y la catástrofe de Chernobyl? Ahora se la diré. Cuando uno se entrega sin fondo, cumpliendo con la definición que entonces di a esa palabra de límites imprecisos que es el amor, se corre el riesgo de que el núcleo quede expuesto, sobre todo tratándose de alguien tímido y reticente al trato humano como yo era entonces. Exploté, así de simple, esparciendo la contaminación y la podredumbre por mi vida. Ahora ya es imposible que crezca nada en ella.”

Se quedó un tiempo pensativo, continuando de la siguiente forma: "en realidad, retomando el tema anterior, mi renuncia a la vida no se debe tan solo al dolor. Sería autocompasivo y cobarde pensar de ese modo. Mi gran renuncia se debe a que me sentí cómodo – sí, aunque suene extraño – en la disputa, en la enemistad, en la separación, en el reproche, en la venganza. Vi una imagen de mí mismo que no quiero volver a conocer. Mezquina, llorona, agresiva. Dualidades al margen, me di cuenta de que era un tipo poco recomendable, vengativo y despreciativo, narcisista. Ahora vivo recluido en mi propio sendero interior, el que conduce a los salones más tediosos y repetitivos de mi imaginación – y en ellos soy feliz. Porque aquí dentro, con este calor de invernadero, entre estos vapores de establo de mi propia respiración, se han erradicado los sentimientos - ¡por ley! - , al menos en su faceta más esencial y sentida. Solo se permiten aquellos que funcionan a modo decorativo, como las bombillitas de colores y las banderas de una verbena de pueblo, esto es, la epidermis estética de los sentimientos. Todo aquello que de cursi y artístico se asocia a ellos, pero sin su imprescindible ración de sombra.”

Le gustaba cultivar cierto malditismo, el propio de un aprendiz de Bukowski menos alcoholizado o de un Vila-Matas con más ideas propias. Le gustaban, únicamente desde un punto de vista intelectual, las muchedumbres de los estadios, el "buen cine", los habanos.  Si Enric González y Jabois se hubiesen fusionado al modo de Goku y Krillin, habrían dado como resultado su figura. “En realidad me falta sentido de la estrategia. La capacidad para calcular los pasos precisos a dar, incluso la voluntad de convencer a otros con la palabra. Me da exactamente igual. El fracaso me atrae, la renuncia, el hecho de pasar desapercibido, sabiéndome poseedor de un tesoro. Por tanto, me dan igual los caminos hacia el éxito, las carreras de méritos, la acumulación de títulos. No hay nada más ridículo que esperar recibir alabanzas. De hecho, cuando te conviertes en alguien consagrado, habitual de los medios, acabas siendo un poco un objeto de burla, un peluche que ahogar en abrazos o un pelele que agitar en el aire, como un trapo. Solo sé que, para mantenerse en pie, a un paso le debe seguir otro, a una pedalada otra para mantener el equilibrio, y que una línea debe tener su continuación cuando acaba el renglón. Sin un plan. Quien piense que tiene un plan me enternece por su ingenuidad. Los genios destacan sin necesidad de plan. Los únicos que trazan planes exitosos, aunque momentáneos, son los jugadores de ajedrez. O los de shogi, con sus piezas tan sonoras y sus batallas silenciosas. Los demás nos arrastramos y avanzamos, somos vapuleados por el azar, paramos y aceleramos. Luego, ya después de muertos, vienen los análisis. Es lo que queda a la historia. A toro pasado, todos somos Manolete.”

Alzando la vista de las hojas del periódico, haciendo brillar sus diminutas pupilas por encima de las gafas de pasta que resbalaban sobre su nariz, buscaba aprobación. Se había abierto un blog y se había cosido unas coderas a la chaqueta para parecer todavía más una portada andante del New Yorker. Era todavía 2008, antes de las revoluciones y sus ídolos caídos, antes de los cambios drásticos que sacudirían su mundo, dejando obsoletos y embarazosos sus comentarios chistosos sobre las mujeres, obligándole finalmente a ceder. Hoy ya no habla del fracaso; como los poetas que acabaron vendiéndose a la idea del éxito o de la normalidad, lleva todas sus riquezas encima, en su tarjeta bancaria. Reconozco que hubo un tiempo en que le admiré.

sábado, 26 de marzo de 2022

VÉRTIGO

En una vieja novela de los años ochenta, una que solía gustarme demasiado, he encontrado una nota chirriante que me ha obligado a cerrar la página. La novela es de un autor consagrado, ya muerto, premiado en su día. La escena está ambientada en los años posteriores a 1968. Los personajes conversan en un bar sobre lo divino y lo humano, sobre política e historia. Aquel bar es un punto de encuentro de estudiantes revolucionarios y maduros intelecutales que han vivido la guerra. Uno de ellos, el maduro intelectual, un hombre comedido que todavía se dirige  de usted a los demás, se interesa por uno de los jóvenes estudiantes. La conversación parece interesante, de altos vuelos, humanística, pero de pronto el maduro intelectual interrumpe su discurso algo escéptico y lanza un piropo a una muchacha que entra en escena, y que apenas tiene frase.

Podría pensar que una escena así sería imposible de concebir hoy, dada la tiranía de lo woke de la que tanto se quejan los medios fascistoides. Pero no van por ahí los tiros. La escena me ha parecido misógina e innecesaria, propia de un mundo de códigos al que ya no pertenezco. En su momento, quizá un detalle así, insignificante en la trama, podía dar a la historia un tono desenfadado y moderno.  Lo que se dice canalla. Hoy, releyendo este libro que en su día me gustó (y me sigue gustando por otras cosas), ese pequeño detalle es una fractura que me separa del siglo XX. Uno de mis pies está en este lado de la grieta, en el tiempo de hoy, mientras el otro sigue anclado en el siglo en el que nací, cuando todavía existían la URSS, la RDA y Yugoslavia, cuando todavía se fumaba en los bares y se leían los periódicos: y en medio permanece la fractura. Ese abismo del tiempo se ha creado en estos últimos años, en esta última década: lo noto. Los procesos nuevos de los últimos tres años han acrecentado esa fractura, que ya no puede ser remendada de ninguna de las maneras. Estamos en otro tiempo. Pero uno de mis pies, como decía, sigue anclado en el siglo pasado. 

Yo he vivido el momento en que ciertos comentarios podían pasar por canallitas. Yo he vivido esa época. Era el mundo de mis padres, remozado con nuevas caras, con nuevos actores y actrices jóvenes que asumían los viejos papeles de siempre. Un mundo nacido con el desarrollismo económico y el consumismo, crecido en la época de las luchas políticas y sociales,  y envejecido en los laureles del aburguesamiento y del adocenado bipartidismo. Era un mundo de consensos, de bienestar, con cada cosa en su sitio. Los protagonistas de aquel mundo era mis enemigos de cuando tenía veinte años y ahora, tanto los enemigos de aquel tiempo como mi actitud de los veinte años, gritando "no a la guerra", me parecen propias de otro siglo. Quizá por eso me empeño en seguir comprendiendo a los adolescentes a los que doy clase, para no parecer un viejo que cree en el cíclico lugar común de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Por eso sustituyo con algo de ligereza a los ciclistas que me interesan, siempre buscando uno más joven que sustituya al viejo ya amoldado. Siendo yo, a fin de cuentas, el que encarna ya ese papel del viejo amoldado y aburguesado, que busca una vida sin sobresaltos. Mi tiempo, el de mi generación, el de nuestros consensos y creencias, también caerá, como cayó mucho antes el tiempo de mis abuelos, con sus derrotas, sus clichés de género aprendidos del cine clásico (y antes, en las novelas) y su única victoria.

Pero no me hagan caso. No soy tan viejo. Ni siquiera he llegado a los cuarenta, aunque me quede poco. Y además, entre los "mayores" siempre he encontrado gente de espíritu abierto ante las novedades y las sorpresa, gente que me ha parecido más abierta, más desprejuiciada y más sensible a los cambios que yo. Más solidaria también.  Y en mi caso, en aquellas reducidas parcelas que me interesan, aun me sigue atrayendo lo nuevo. Pero a veces, a medida que el abismo entre mi pie del siglo XX y mi otro pie del XXI se va haciendo más grande, me siento devorado por un tiempo que me produce cierto vértigo al echar la vista atrás. Ninguna experiencia, ninguna lección, ninguna nostalgia, ningún aprendizaje saco de todo ese mirar retrospectivo: tan solo vértigo.


sábado, 26 de febrero de 2022

LO DE UCRANIA

No tengo la fórmula secreta para desvelar la causa primordial del conflicto. No sé cuál es. Tampoco sé cuáles serán sus consecuencias. Inicialmente yo era de los que compartía la visión de que los Estados Unidos y la OTAN estaban forzando la máquina, intentando cercar a Rusia con la connivencia de un gobierno surgido de los rescoldos del movimiento fascistoide del Euromaidán, un gobierno agresivo e intolerante con la población rusa. Joe Biden estaba buscando una nueva provocación, volviendo a las andadas de la política desestabilizadora de la anterior administración demócrata, el nefasto legado de Hillary Clinton. La posible invasión se la estaban inventando, simplemente.

Esto era lo que pensaba, de lo que estaba convencido. Pero el discurso de Vladimir Putin del pasado lunes dio un nuevo cariz a la situación. En ese delirante discurso, de una duración my castrista y un espíritu algo borbónico, Putin ponía en duda la legitimidad de la existencia de un estado ucraniano soberano, atribuyendo su origen a arbitrarias decisiones administrativas de los bolcheviques, refrendadas por Stalin y Khrushchov. Con agresividad negaba de un plumazo la posible existencia de un estado que, con sus injusticias y sus errores, sus corruptelas y sus miserias, lleva existiendo treinta años en Europa. 

Los actos del jueves me pillaron de sorpresa, en la cama como a todos, siendo la constatación de que el delirio se convertía en realidad. Más allá de la escasa simpatía que me despertaba el gobierno ucraniano, la acción de Rusia era principalmente una agresión injustificada, la propia de una nación imperialista, destinada a destruir un estado ya asentado en Europa. 

La guerra, iniciada por la irresponsabilidad homicida de Putin, va a alargarse irremediablemente por la voluntad del gobierno ucraniano de resistir a toda costa, armando al pueblo. Pero, ¿queda otra opción? Resultan vomitivas las imágenes de la líder de la revolución naranja empuñando un fusil, pero ¿es legítimo aceptar sin más la desaparición de un estado, simplemente por el argumento de que es “artificial”? Todo parece llamar al heroísmo (ya se sabe, el No pasarán), pero tengo mis reservas. Me gustaría creer en la imagen creada por la propaganda, que vende la defensa del país como una lucha desigual de voluntarios contra el imperialismo (¡me recuerda tanto a Pérez Reverte ensalzando a los croatas!), pero bien sé que la gente normal intentará sobrellevar la situación lo mejor que pueda, escabulléndose si es posible, y solo las ratas, los fanáticos y los asesinos acabarán imponiéndose en el seno de ese ejército de voluntarios. 

La guerra acabará convirtiéndose en una carnicería, a menos que sea corta. No tengo ni la menor idea de cuánto durará. La propaganda actual se empeña en decir que el avance ruso se ha estancado: puede ser. La Unión Europea ha esperado unos días con frialdad para ver si en realidad "merecía la pena" implicarse un poco. Ahora parace que el momento de la soledad de Ucrania va a ser más corto de lo que se esperaba, ya que la rendición no ha sido inmediata, y muchos han olido la posibilidad de hacer negocio. Al desagradable viejo que gobierna en Washington se le han erizado las orejas. Y de nuevo será  la población civil la que quede atrapada en un fuego cruzado de nacionalismos que se niegan recíprocamente la existencia, espoleado por la escoria habitual que se ve animada en situaciones de este tipo. Porque de eso, y de no otra cosa, va esta guerra, más allá de lecturas geopolíticas de tablero de ajedrez y sesudos hilos de twitter: la cosa va de dos nacionalismos que niegan mutuamente su existencia, dos nacionalismos que han crecido entre vecinos a fuego lento (los peores), con apelaciones nebulosas a la historia, con sus etnias, sus batallitas y sus sitios escogidos. La típica basura de siempre. Y uno de esos dos nacionalismos, el más poderoso, el que está encabezado por un líder que parece haber dado un paso bastante decidido hacia la demencia (pues en la autocracia ya se situaba), es el que ha tomado la iniciativa. A pesar de sus apelaciones a la desnazificación, en su cabeza está la recuperación de unos límites de Rusia que mucho recuerdan al Lebensraum o a la Gran Serbia de antaño. Para ello no ha dudado emprender toda una Blitzkrieg que recuerda tanto a los peores momentos de Europa.


viernes, 28 de enero de 2022

DIARIOS DEL CONFINAMIENTO (II)

Cuando acaba la algarabía puedo asomarme al balcón. No sé por qué no estoy hecho para el bullicio y la fiesta. Cada uno reposa o cena en su cubículo, con las luces encendidas, y entonces yo salgo al balcón y me puedo fijar en aquellos pocos detalles que hoy constituyen la parte central de mi universo: un fragmento de cielo, hoy especialmente claro y con estrellas; los límites del edificio, tan irreales, tan inaccesibles, allá arriba. Si puediese extender los brazos podría tocar ese límite superior, sentir las nubes. Podría al menos dibujarlo. El cielo de hoy es digno del Sáhara y también este silencio, al fin. Un silencio que me reconforta y me tranquiliza, aunque me duela la cabeza; un silencio que continúa en la calle y que se extiende por la ciudad entera. E incluso más allá. 

Siempre me estuve preparando para esto, para la reclusión, para pasar desapercibido. Apenas es para mí una prueba. Siempre he considerado la calle como un nido de encuentros fortuitos desagradables: uno se topa con la gente a la que no quiere ver, y por mucho que dé vueltas en los barrios indicados, no se topa con aquellos a los que se quiere ver y a los que el azar podría brindar una buena coartada para el encuentro fortuito. 

Siempre soñé con estos momentos de bunkerización, de espacios reducidos y convivencias forzadas. Aunque en aquellas fantasías infantiles de refugio antiaéreo siempre estaban presentes mis familiares y yo no estaba solo. Ahora no es así. Pero he estado preparando a conciencia esta trastienda para no caer en la desesperación. No tengo tiempo ni en una vida para leer otra vez, o por primera vez, todo lo que hay aquí. Tampoco para ver todo el cine que tengo a mi alcance. Solo la comida resulta un problema, es lo único que me obliga a salir. 

Bien mirado, la bicicleta me era útil como vehículo para desfogar mi anhelo de paisajes y para pasar rápido por lugares "peligrosos". Podría llover, una lluvia de esas pasajeras, que apenas moja el suelo y que deja tras de sí un cielo limpio y despejado. O podría arreciar un suave viento, que agitase un poco los toldos de los vecinos y trajese olores de otras partes. 

¡No es la primera vez que me reconforta pensar que nadie, o casi nadie, sabe dónde estoy metido, dónde duermo, dónde he montado mi tienda! ¡No es la primera vez que he soñado con vivir en un espacio reducido! Antes fueron la galería de casa de mis padres y el trastero en el garaje, ideando al milímetro cómo organizar la vida en un espacio limitado. Supongo que lo mío es un trastorno. Se está agudizando algo en mí, un sentido antisocial, un deseo de escapismo, cierta agorafobia, que siempre había estado ahí presente. Pero sé, con algo del convencimiento que da el delirio, que este trastorno será mi mejor arma para salvarme, mi mejor mecanismo de adaptación. Pues en realidad no deja de ser una impostura.

jueves, 23 de diciembre de 2021

LA OBRA COLECTIVA

Leyendo un libro de poemas de Bolaño en la calidez del cuarto de baño, pienso en todas las obras colectivas que necesitan de una mano amiga que las haga aflorar. Detrás de este fino libro está la mano y el desvelo de un editor que se encargó de fisgonear en cuadernos olvidados, ordenar poemas dispersos, enmarcándolos bajo el paraguas de un falso título. Lo hizo en provecho propio, de su editorial y de su bolsillo, claro está. Pero en el fondo, ¿qué más da? La obra nació, está ahora entre mis manos, la disfruto en la calidez del cuarto de baño, donde se disfrutan los auténticos libros de poemas. 

En realidad, ¿cuánto debe la gran película de Coppola a un esmerado director de fotografía italiano, que supo dar forma y luz a un delirio tropical de selvas en llamas y egos desbocados? ¿Cuánto debe el "mito Pantani" a una bicicleta elegante, que supo contrarrestar la precoz fealdad del escalador italiano? ¿Qué sería de las plomizas películas de Béla Tarr sin László Krasznahorkai, de Call me by your name sin Timothée Chalamet, de Miguel Indurain sin la voz de Pedro González? Obras colectivas, a fin de cuentas, goles que nacen en el centro del campo, desde un buen pase y con la ayuda propicia de un error de la defensa y del portero. Castillos que se erigen a partir de la primera gota de sudor del más anónimo albañil. 

En todo eso pienso, hojeando el libro de Bolaño, escogiendo un poema como quien escoge un cromo en el que demorar la vista. Sí, este libro es obra de editores sin escrúpulos, ansiosos por encontrar una joya más en el cajón póstumo del escritor chileno. Pero, pasado el tiempo, ¿qué más da que haya sido así? La obra entre mis manos es fruto de escritores e impresores, de testamentos esquilmados, de tumbas profanadas, de grabaciones olvidadas que se ponen de nuevo en circulación, bajo un bello letrero y unos colores remozados. ¿No son todo esto intentos de usurpar un poco el resplandor cegador del genio? No, en realidad todos estos andamios, todas estas trampas, no son otra cosa más que el armazón del que se construyen esas sirenas en la playa llamadas genios. 

 

domingo, 12 de diciembre de 2021

GOTA FRÍA (18 de octubre de 2018)

Por fin un día de relax en medio de la tempestad de acontecimientos que supone todo inicio de curso. Los alumnos están haciendo un examen; mientras, llueve en el patio. Esto parece un poema de Machado, aquel que me hicieron aprender de pequeño pero que ya no recuerdo. En momentos de quietud así sólo se oyen voces solapadas, chirriar de goznes y sonidos sordos de puertas abatidas, melodías repetitivas de flauta y el monótono precipitar de la lluvia sobre el patio vacío. Estoy relajado, puedo sentarme y estirar las piernas bajo la mesa del profesor, abrir la libreta y escribir. 

Este año estoy cerca de casa, demasiado. Casi se diría que puedo tocarla alargando el brazo. Podría tender una tirolina desde el balcón de mi casa y aterrizar cada mañana aquí. Esta cercanía contribuye sin dudarlo a la molicie, a la dejadez, de la que este edificio avejentado y descuidado parece un símbolo. Estas baldosas desprendidas de la pared, estos ventiladores que no funcionan o estos cajones hechos polvo aluden, con cierta ironía, al fracaso personal. ¿Qué fracaso personal? ¿El mío? ¿Tan bajo he caído?¡Pero si vivo a cuerpo de rey! ¡Pero si incluso podría pasearme por aquí en pantuflas! Maldita sea...¿Estaré haciendo bien las cosas?

Días así, con esta lluvia incesante que recuerda a las últimas carreras ciclistas otoñales, en las que es necesario encender los faros de los coches dada la oscuridad creciente, me traen cierta melancolía; una melancolía no triste, sin embargo. Una melancolía que es más bien el presentimiento dulce de que la felicidad ya pasó. Es cierto que algo que tomé por felicidad, pero que quizá tan sólo fue disfrute sensorial y hedonismo, pasó ya. Vinieron años invernales y después, una cómoda rutina. En días así, sin sol, me viene cierto sentimiento que es más bien la toma de conciencia de una caída del caballo. O más bien el recuerdo ya vago de una caída del caballo que me ha conducido al páramo de certezas en el que hoy me encuentro. 

Ha parado de llover. Las secuelas son visibles: la lluvia ha dejado sus tiras negras de agua en las fachadas de los sucios edificios que rodean el patio; habrá sembrado de charcos los solares en los que los niños dejaron ya de jugar desde los tiempos del Pequeño Nicolás; habrá dejado a las grúas y excavadoras inmóviles y paralizadas como extraños insectos ensartados con alfileres en los cuadros del despacho del entomólogo. Los transeúntes sorprendidos por la lluvia podrán retomar su marcha, después de haber permanecido un tiempo protegidos bajo la marquesina de la parada de autobuses, codo con codo en insólita comunidad, observando silenciosos la hipnótica lluvia. Sin embargo el momento de tregua es pasajero: vuelve a arreciar con fuerza. 

Esta lluvia de gota fría parece que no vaya a terminar y está oscureciendo el cielo, haciendo de las doce del mediodía unas antinaturales ocho de la tarde. Quizá colapse el tejado a dos aguas de la desvencijada fábrica abandonada que hay aquí cerca. Quizá convierta en más tristes todavía los grises semblantes de los altos edificios que se construyeron en pleno centro histórico en los sesenta y setenta, cuando se pensaba que el progreso técnico, industrial y automovilístico iba a ser ilimitado. Luego, cuando acabe esta hora de paz cruzaré con paso rápido el cauce seco por el puente por el que tantas veces he transitado de día y de noche, y recordaré aquellas noches de verano de la juventud, claras y despejadas, en las que volvía a casa borracho, acompañado u otras veces solo, dando tumbos, seguido por el paso silencioso de los gatos. Imaginaré ser otra vez Kafka cruzando el puente de San Carlos, en una tarde invernal, desde la fría y diminuta casa de su hermana hacia la casa insoportable de sus padres. Soñaré ser, otra vez más, ese Pamuk de Estambul, ciudad y recuerdos, cruzando el puente de Gálata hacia esa periferia ruinosa que en realidad hubo un tiempo en la que fue el mismo centro del mundo. Y mientras seguirá lloviendo sobre el puente tendido sobre un río ya inexistente, azotado por viento racheado que traerá consigo el tenue recuerdo de catástrofes fluviales pasadas. Sin embargo, la certeza del páramo en el que vivo, feliz y sin sobresaltos, acompañado del recuerdo vivo de esos días felices, me ayudará a volver a casa sano y salvo.  

lunes, 10 de mayo de 2021

HOMENATGE A NORUEGA D'UN VOLATISTA

Homenatge a Noruega

Primera setmana de juny de 1992. Les vacances escolars estan a la vora i l'estiu comença a apuntar amb la seua calor sahariana i la seua llum implacable. És any de fastos olímpics i exposicions universals, amb els quals una Espanya desitjosa de reconeixement internacional pretén dir en el fòrum de les nacions que ella també és moderna. Però la nostra ciutat ruïnosa ha quedat relegada de la festa. Els edificis del centre històric cauen a trossos sota una llum monumental, els ionquis han pres places estratègiques i jo a penes tinc 8 anys.

Lluís Puig, el president de la Unió Ciclista Internacional, ha tingut una idea genial. Com a bon exponent del règim passat, no pot permetre que els socialistes hagen relegat a València al paper de mera comparsa. Ni tan sols és dama d'honor en aquestes noces reials que uneixen a la Barcelona de Maragall amb la Sevilla de Felipe. Alguna cosa calia fer. I encara que sone massa fantasiós, Lluís Puig ha contactat amb els millors rellotgers suïssos, experts en cronometratge del mundial de ciclisme, i ha aconseguit portar del passat als grans ciclistes de fa unes dècades.

En la Sala de Contractació de la Llotja, els ciclistes del passat llueixen eternament joves, amb bicicletes antigues que semblen joguets nous en l'aparador. Al costat de les columnes helicoidals d'aquest temple del comerç els massatgistes modelen, acarien i sacsen les cames dels grans ciclistes. La penetrant olor a liniment sembla espantar fins i tot a les gàrgoles de la façana. Els espectadors ronden curiosos a l'interior com mesos abans el feren en l'Exposició del Ninot. 

Fausto Coppi, rescatat de 1952, llueix uns calçons massa curts, que deixen a l'aire unes cuixes de flamenc desnodrit. Per part seua, Jacques Anquetil, tret de 1962, es repentina, exhibint la seua aura d'estrela de cinema i la seua ombra de drogaddicte. Eddy Merckx, recentment aplegat des de 1972, sembla un xicon golut que assaja una ganyota de disgust quan li lleven de la vista els gelats i les llepolies. El seu contrapunt és Hinault. Aterrat des de 1982, li agradaria mostrar-se més fred i desdenyós amb el públic, però el seu aire de Joe Pesci bretó li traeix. De totes formes, les mirades estan totes posades en Miguel Induráin, el corredor del present. Fort, de pell morena ja, és un corredor de consens, i el poc públic - València mai ha sigut una ciutat ciclista - observa els seus lents moviments amb adoració litúrgica. Els maillots de marques comercials dels corredors revitalitzen aquest temple dels diners, convertit amb el pas del temps en lloc d'intercanvi ociós de cromos i segells. 

La idea de Lluís Puig no és destarifada: dirimir en una crono el millor ciclista de tots els temps. Però els viatges temporals han creat lleugers canvis en la realitat històrica. La regió ha acabat dient-se País, la senyera no té blau i la nova alcaldessa és una fusió de Rita Barberà i González Lizondo, ara eximis "catalufos". Tot no podia eixir bé, ha de pensar Puig.  L'eixida tindrà lloc entre la Llotja i el Mercat, i després de donar una volta per carrerons colpejats pel sol, amb tàpies amb retalls de cartells i pintades polítiques, eixiran al camp obert de l'horta, terreny de la València fruitera i costumista, per finalitzar, després de passar pels barris de l'extrarradi, en la mateixa Plaça del País Valencià. 

Mon pare ha aparcat el cotxe en el carrer dels Eixarchs i em du de la mà fins la tanca. Encaixe les galtes entre els barrots i assenyale als ciclistes. El meu germà ens acompanya. Darrere nostre tenim la mole del Mercat, una ciutat dins de la ciutat, amb els seus carrers laberíntics i el seu particular microclima. La primera vegada que aní em va semblar un espectacle de colors i olors, alguns massa potents. Ma mare i ma tia només compraven en els puestos de verdura i companatge, no es fiaven de les pescateres. Poc abans havíem passat pel ritual de la compra de teles en una botiga pròxima. El venedor havia exhibit el gènere sobre la taula, amb el mateix orgull que un venedor de catifes perses. Ja dins del Mercat, em cridava l'atenció que a ma mare la saludaren en tots els puestos com si fóra de la família. "Què tal el teu home?". "Com van a l'escola els teus xiquets?". "Et coneixen d'alguna cosa?", preguntí jo després. "No", digué ma mare.  

A vegades pense que els meus pares m'han criat com si fóra la xiqueta que esperaven. Sempre he sigut el que es constipa, el que inventa històries per a no menjar, el que no creix, amb la qual cosa han acabat tractant-me amb més subtilesa. Ara, passat el temps, ho agraïsc. Amb el meu germà major tot ha sigut rudesa, exigència i responsabilitat. A mi em deixen al meu aire, valorant que passe el temps en els núvols, apardalat o dibuixant. Es demoren pentinant-me el cabell laci color mel, que em cau sobre la front a la manera d'un casc. Em trien roba conjuntada en els centres comercials. I com el meu pare ha detectat em mi certa tendència a l'observació (que es podria confondre fàcilment amb ximpleria), m'ha introduit ben prompte en el ciclisme. No m'agrada el futbol: una vegada en Mestalla només vaig veure cames del públic i em vaig cansar d'estar tanta estona dempeus. En canvi, en les eixides del ciclisme hi ha molta expectació, els maillots són de molts colors, les bicicletes molt fines i, quan arribem a casa, podem seguir el viatge dels ciclistes per la tele. 

Els ciclistes ja han eixit, un a un. Els imagine lluny d'aquesta València de cases sense pintar i palaus a punt d'enfonsar-se, amb plantes salvatges en els cornises i sargantanes sobre els escuts heràldics de les portes. Aniran ja camí de les pedanies. Per arribar a algunes d'elles cal passar per antics camins plens de fem en les cunetes, flanquejats d'automòbils desballestats i alqueries ocupades per gitanos. Experimente un sentiment simple i infantil de pietat al veure als xiquets gitanos caminant entre els enderrocs, entre llavadores i televisors rebentats, seminús, amb els cabells bruts i esvalotats. Malgrat tot, pense amb ingenuitat que ells tenen la sort de no haver  d'anar a l'escola. En travessar el camí fondo, es veuen ja les piteres que anuncien l'arribada a la pedania dels meus avis materns. Són llauradors, catòlics i parlen valencià. A vegades em costa entendre'ls. El iaio ja ha d'estar en la portalà de casa, una gran alqueria que ni tan sols és propietat seua, encara és del senyoret. No obstant això, el iaio actua com tot un patriarca, com un Corleone: la meua mare i els meus oncles li parlen de vosté. El pare, la mare, diuen. Es veu poc la tele en casa dels meus avis i en canvi es va molt a missa. Es giten a les nou i mitja i s'alcen molt prompte, abans de que isca el sol. El meu iaio té les mans dures i grans, clivellades. Quan es giten a la migdiada, podem posar la tele, perquè a la seua casa es veu TV3 i fan l'Arale. M'agrada la paella que fa la meua iaia

Coppi ja ha arribat a la casa dels meus altres avis, el pares de mon pare. Viuen prop de Vivers, en un barri de la baixa burgesia d'oficinistes i administratius. Este altre iaio meu és republicà i mai l'he vist a missa, excepte en algun bateig o comunió. Espera sempre en les últimes bancades de l'església. En realitat els meus avis són les dues espanyes i els meus pares la transició. En casa dels meus avis la tele sempre està encesa: a la meua iaia li agrada Joaquín Prats i El precio justo. El meu iaio és escandalós, li agraden els acudits. Va patir la guerra i encara más la posguerra. Potser arrossegue el dolor d'algun amic mort en la guerra o fins i tot alguna cosa pitjor: l'assassinat d'algú com ell, de la seua mateixa edat, en la fredor del front de batalla. El veig saludant als ciclistes des de la vorera de l'hípica, junt a les cavallerisses on bufen i es mouen nerviosos els cavalls. Sempre fa una bona pudor a merda en eixa vorera, però m'agrada passar per ella. La meua iaia saluda des de la finestra: a vegades li abelleix descansar d'un home tan acaparador d'atenció com el meu iaio

Finalment els ciclistes arriben, un a un, baix el balcó de l'ajuntament, on es localitza la meta. Els temps assenyalen que ha guanyat Induráin, per davant d'Anquetil, Merckx, Hinault i Coppi. Però les autoritats locals s'han reservat una sorpresa. Han triat un jurat perquè determine el guanyador segons criteris subjectius. El jurat està compost per cinc membres representatius de la societat i la cultura valenciana: Joan Fuster, Joan Monleon, Ximo Bayo, Rosita Amores i Rafael Conde "El Titi". Els cinc estan en el balcó de l'ajuntament, observant com un jurat d'un número de gimnàstica. 

Comencen les deliberacions. Fuster assenyala que és impossible atorgar un únic guanyador, perquè cada ciclista corre segons les condicions socials del seu temps. Però al seu rigor monacal li traeix la seua vessant de vividor i canalla, decantant-se per Anquetil i els seus cigarrets: sempre ha sigut un amant d'allò francés i en el normand veu ressuscitat l'esperit de Montaigne (i una mica de Sade). Monleon fa diversos acudits sobre els culs dels ciclistes i les ganyotes d'esforç, per finalment decidir-se per Hinault. Li sembla que és el que té més cara de valencianot. En realitat li recorda a un estibador de Natzaret o un jove que espera amb ansia el seu gran got d'orxata amb fartons en La Holandesa. Ximo Bayo es decanta decididament per Induráin, sense titubejos. És amant de la modernitat i per tant no pot deixar escapar el detall que el rítmic pedaleig del navarrés seria el que millor acoblaria amb un fons de música makina. Aplega el moment de Rosita Amores i la cabaretera el té claríssim. Els dos ulls grans de Coppi, dos ulls de granota, dos ulls de posguerra, han vist la fam, la desesperació i la guerra, i han despertat la vessant maternal de Rosita. Són els ulls d'un antic xiquet que ha mamat poc, els ulls d'un home que només podría saciar-se entre dues grans mamelles. Finalment el Titi dictamina el seu veredicte. "El ganador es Mers", diu amb desimboltura. Els seus ulls negres, d'espesses celles, li fan recordar a un cosí seu d'Albacete, uno molt guapo, diu, que anava per a torero i acabà sent mecànic. 

Ha sigut impossible establir un únic guanyador: Lluís Puig haurà de repartir cinc bandes d'honor, exclusivament quatribarrades, com si foren falleres. De fet les falleres estan allà, avorrides i cansades, repartint els rams de flors i els besos en les galtes (era un altre temps). Rita Barberà Lizondo aplaudeix satisfeta des del balcó, ensordint amb el seu batre de mans el rumor del públic que escampa. El sol comença a ocultar-se darrere dels edificis de la plaça. Tocarà tornar a pel cotxe, per veure si encara està en el seu lloc o almenys no li han llevat les rodes: havíem aparcat el Fiat Uno amb temeritat en la frontera del barri xino. Però encara hi ha temps (no és això un somni?), pare, encara tenim temps, podem aturar-nos una mica en el kiosk del cantó, on venen premsa extrangera. Potser ja estiga el nou número del Vélo.  

sábado, 24 de abril de 2021

DIARIO DEL CONFINAMIENTO

Pasado un año, comparto estos escritos realizados durante los meses más duros, de abril a julio. De la desesperación del primer momento a la paulatina relajación posterior, en la que van aflorando otros temas (el dibujo, el ciclismo, los libros), finalizando con la definitiva salida al exterior: 

 

Al igual que en el amor emerge un elemento biológico innegable, aquel contra el que no se puede luchar, los días actuales recuerdan nuestro carácter material y perecedero. Somos carne. Carne que morirá, que se pudrirá, que desaparecerá. Y detrás dejaremos un rastro de recuerdos, objetos y virus. 

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El goteo. El recuento. Las estadísticas. A diario vamos sumando. A diario el cerco se estrecha y se piensa "hasta cuándo". De golpe todo es transitorio, todo es nimio, todo ha dejado de tener relevancia. Encerrados, atemorizados, los días pasan hasta que nos toque volver a un mundo que ya no será igual al de antes. Un mundo en el que el contacto, las caricias, las cercanías e incluso las multitudes desaparecerán. Se han caído las máscaras de golpe y no queda nada detrás, solo un vacío. Ya no reconoceré la calle de mi infancia en esta primavera. 

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Cuando se acaba la algarabía puedo salir al balcón. No sé por qué no estoy hecho para el bullicio y la gente. Cada uno respira en su cubículo, con las luces encendidas todavía (no es más que la hora de la cena). Pero desde aquí se ven las estrellas, aunque no la calle, y se percibe el silencio que se extiende por las calles y por la ciudad entera. Pienso que podría extender los brazos hasta tocar el límite del edificio, su parte superior. 

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No podría entender la vida sin la posibilidad de reproducir el mundo sobre el papel mediante unos trazos. Es un esfuerzo continuo, guiado por la admiración a los maestros y el sentido de emulación. Lo importante, el punto decisivo en el que se juega todo un dibujo, es quizá el sutil equilibrio entre la precisión y la libertad del trazo, es decir, entre la cercanía al objeto y el distanciamiento del mismo. 

El buen dibujante, el buen artista en resumen, es aquel que logra reproducir los detalles al mismo tiempo que sabe imprimir su sello personal sobre la realidad. Aquel que se pliega fiel ante la realidad y que, al mismo tiempo, es capaz de reproducir una realidad propia, con todos aquellos elementos que lo hacen verosímil, siguiendo simplemente lo que dicta la imagen mental que tenía en su interior. Cualquier artista, incluso el más elevado, está sujeto a ese doble impulso, contradictorio, que lo empuja en direcciones opuestas como un par de caballos que intentasen descoyuntar las extremidades de un reo. Un doble impulso entre quietud y acción, entre experiencia e intuición. Incluso el creador más subjetivo parte de un bagaje de instantáneas grabadas por su ojo. Incluso el reproductor más fiel de la realidad es incapaz de evitar dejar algo de su personalidad, de su subjetividad inalienable, en aquello que pinta. 

De igual forma sucede al escritor, porque, como decían los antiguos, en el juego de las palabras hay mucho de escenario e imagen. Es difícil que el escritor no coloree, no juegue con determinadas formas que le son gratas al ojo, pues ojos y oídos son los sentidos básicos que ayudan a construir la realidad y por tanto, las herramientas imprescindibles para construir el castillo inestable, el castillo de arena, que es toda escritura. 

Todo concierta en un punto: construir el mundo, reproducirlo, lograr aludir de alguna forma a su impasible trascurrir y a las también inevitables repeticiones y analogías. El ojo del buen pintor, el ojo del buen escritor, debe fijarse precisamente en eso.

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¿Cómo presentar los colores a alguien que no puede ver? ¿Cómo definir siquiera el concepto de color a alguien que no puede ver? Para eso deberían servir las palabras, para contener en sí la posibilidad de lo inconcebible. El color sería así, para alguien sin vista, una cualidad que llena los objetos. O mejor dicho, la calidez o frialdad de cada objeto, mostrada como una variación o efecto ante la luz.

¿Cómo definir la música a alguien que no puede oír? ¿Una vibración? ¿Una vibración que varía de intensidad? El color: una reacción ante la luz, que puede causar placer por su calidez o frialdad, por su temperatura. El sonido: una vibración, que puede causar placer por su intensidad.

El color puede sonar como madera, como metal, como cuerdas, como tela percutida, tiene una textura concreta. La sombra incide en la gravedad, la luz en la agudeza. Los colores cálidos suenan a madera, a cuerda, los colores fríos a metal. 

El sonido puede explicarse a la inversa. La música, con sus ritmos, sería una cascada de colores prolongada en el tiempo, un segmento de vida dominado por la sucesión de colores. 

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¿Por qué pudiendo elegir, conformarse con este erial? El cine, el ciclismo, el arte, son excusas para poder viajar, para abismarse en la contemplación de otras realidades mediante un lenguaje universal. A las que se tiene acceso gracias a un lenguaje universal, compartido. La imagen no necesita muchas interpretaciones localistas, el lenguaje del deporte se resume en ganar. ¿Por qué la literatura debe ser diferente? Soy incapaz de valorar los esfuerzos prolongados de la literatura local. ¿Quién está a la altura? Cernuda, Gil de Biedma, Chirbes, quizá Cunqueiro, quizá Lorca. Algo de Delibes, La colmena de Cela, algo de Valle-Inclán. Los demás podrían desaparecer de un plumazo, de un soplo. Un mal viento.

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Tan solo es un deporte, me digo, un simple pasatiempo. ¿Cómo puede ser que esta larga marcha por el desierto se esté haciendo tan larga? Ahora que parece que la temporada se retomará en una excepcional versión reducida, los meses que todavía quedan sin competición parece que van a ser los más largos. Hemos ido pasando de unas épocas a otras con las reposiciones. Empachados de Tours y Vueltas sacadas de fechas, removidos de nuevo por viejas afinidades adolescentes (abandonadas algunas de ellas como amores juveniles de los que nada se quiere saber ya), añoro la intensidad de las carreras en directo. No me reconozco cuando me confieso a mí mismo que necesito novedades (la promesa de Sagan en el Giro, la incertidumbre de alguna debacle no esperada, la frivolidad de ver a Froome con otro maillot), renegando de la historia. Cualquier noticia estúpida, cualquier debate sin sentido, cualquier apuesta sobre lo que sucederá, como una partida de dados lanzados sobre el tapiz verde de un paisaje alpino, es una promesa de que al menos las cosas reemprenderán su curso y podremos dejar de vivir de recuerditos, en este afán que nos ha dado a todos ahora por levantar acta y hacer listas "de los mejores". Yo, un asiudo a estos juegos, necesito la dosis de droga nueva ya. 

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Cualquier cosa, estoy dispuesto a admitir cualquier cosa, menos más náuseas y vértigos. No sé qué sucede en este 2020 en el que todo se ha puesto en contra. El covid-19 se ha llevado por delante la primavera y 48.000 vidas en España. Ha cambiado notablemente las rutinas de la gente, yo me he acostumbrado a trabajar desde casa, sin guía, sin indicaciones, en un salto al vacío que ha venido acompañado de una vuelta de las crisis de enero, aunque con mayor virulencia. Entonces eran ligeros mareos al levantarme, ahora han sido auténticos episodios de vértigos, en los que todo me da vueltas y apenas puedo levantarme de la cama. Un día apenas podía girar de lado la cabeza sin que me asaltasen las náuseas. He tenido largas noches de náuseas y vómitos. Sinceramente, no lo había pasado peor en mi vida. Cuando me viene un episodio me siento incapacitado por completo. Solo deseo que pase, intento concentrar toda mi fuerza mental en que pase, pero a veces dura horas y deja secuelas, en el sentido de que los momentos normales también están marcados por el aturdimiento y la pesadez de estómago. En resumen, no lo estoy pasando bien. Pero creo que todo esto me está sirviendo para ser más positivo, para ser paciente, para acostumbrarme a que lo malo no dura siempre. También necesito cosas nuevas que leer o que mirar. No intuía que esto iba a ser tan duro. 

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Hemos asumido que ha llegado el momento de retomar la vida allí donde la dejamos, aunque yo soy todavía un poco reacio a recuperar un contacto pleno con la gente. ¿Estaré siendo demasiado prudente? Me limito a pasear y he recuperado el viejo vicio de entrar en librerías sin comprar. Como si fuese una prolongación de la lectura, o más bien un simple aperitivo o sustitutivo, me limito a leer los lomos de las estanterías. Hoy he dado un largo paseo, aprovechando el prolongado atardecer de estos días de junio. Valencia me ha parecido hoy especialmente hermosa, porque en realidad cualquier ciudad con árboles al atardecer lo es. Las copas ligeramente doradas, el suave levante, la orilla del río como un alargado bulevar perdiéndose en el horizonte...Me ha recordado a otras ciudades, a otros paseos, como aquel que dimos en Rotterdam, siguiendo la desembocadura del Rin, o aquel otro por el corso Ercole d'Este de Ferrara. También en Japón, en China, en Chile, en Estados Unidos, habrá atardeceres así, y edificios así. Todo el mundo me ha parecido unido durante un instante, partícipe de unos elementos comunes, unos detalles asociados a la belleza y al simple discurrir de los días. 

Ya no soy el que era. Los días se van sucediendo, la ciudad va imperceptiblemente cambiando hasta en sus detalles más insignificantes. Todavía quedan muchos lugares del mundo que no conozco, aunque intuyo que en ellos podré encontrar estos mismos signos que invitan al reconocimiento, a pensar en una unidad. En esa unidad se funden no solo espacios separados entre sí, sino también vivencias y recuerdos. Quizá soy demasiado sensible y por ello recuerdo esos paseos silenciosos en otros lugares, dados con gente con la que me siento a gusto, con la que sé que no resultaré agredido, o incomprendido, o minusvalorado. Sé que estas cosas, esos paisajes que se confunden y que aluden a una realidad primigénea, a una belleza extendida por doquier y que no es otra cosa que la esencia del mundo, no es algo perceptible para todos. Aunque tengo el convencimiento de que cualquiera, si deja que hable su interior, puede sentirse conmovido por cosas así, por aspectos tan simples de la vida como un sol particular incidiendo sobre la naturaleza o la ciudad. Una determinada luz que remitía a otros lugares, vista en otros paisajes y otras ciudades. Disfrutar de un paseo silencioso, asombrado ante el descubrimiento de cómo lo ya conocido (la naturaleza, sus leyes, el paso del tiempo y de la luz) incide sobre lo recién conocido de un nuevo paisaje. 

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Han llegado las vacaciones, después de un parón de meses, acompañadas de una sensación de irrealidad. Perdidos los puntos de referencia habituales, siento que no tengo nada que hacer. Tocaría salir ya, mezclarse, dejar ya de tener ocupado el sofá de la tele, ver el exterior. Ya he salido, ya he dado alguna vuelta, pero se requiere algo más. Salir plenamente. 

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Me gustaría hablar sobre ciclismo, pero mirando más allá de los retos personales de superación de cada uno, las concentraciones de la "peña" y las recurrentes subidas al puerto más cercano. Twitter y la charla semanal de la radio son la vía de comunicación, el club de encuentro, pero en realidad no se trata tanto de un club de practicantes como de un club de aficionados. Así me gustaría que fuese. Porque amo el ciclismo profesional, me entusiasma a pesar de sus sombras, pero me interesan bien poco las aventuras de superación de cada uno, y todavía menos los piques personales el sábado en la grupeta.