“Quisiera acabar con la necesidad de escribir un libro con un principio y un final”, dijo, hojeando el periódico, sentado en una de las mesas más alejadas de la entrada del bar, con la pose estudiada del que está tan atento al tema que lee (economía, cultura, deportes, opinión) como pendiente del ambiente. “Una novela sin forma. Es verdad que la vida tiene principios y finales, aunque me esfuerce en negarlo. Quizá estoy demasiado acostumbrado a nadar en los mares de la Historia, apartando cadáveres”. Chaqueta a cuadros, cigarrillo con boquilla, melena lacia, gafas de pasta: el pack completo. “Quiero renegar de la idea de crear un libro como si fuese un artilugio, con tramas bien tejidas, una secuencia lógica de acontecimientos. Ya sabe, todo construidito, pieza a pieza, para que no se caiga, como un andamio delante de la nada. La vida no es así. ¿Pero cuántos libros hay así? De hecho, ¿hay algún libro hoy en día que no sea así?”
Lo conocí por casualidad. Era un asíduo al bar al que solía bajar a almorzar. Corrían los años en los que todavía se leía el periódico en los bares, mucho antes de que los periodistas con ínfulas intelectuales tuviesen que buscar refugio en revistas basadas en la nostalgia, en las que aparecían, una y otra vez, las mismas historias trituradas y simplificadas, convertidas en cuentos. Él era uno de esos periodistas que buscaban algo de lucimiento en artículos mercenarios, intentando imprimir un sello literario a temas que no lo tenían. Sin embargo, a pesar de ser un ególatra narcisista, no tenía el punto de subnormalidad que encontré en muchos de los de su clase y que me empujó, llegado el momento, a cerrar de una vez por todas los periódicos.
“Aunque lo intente evitar, mi escritura se aboca al estilo confesional, en el que solo existe un atroz yo, hasta aburrir. A veces me toca escribir de otros temas, y entonces intento proyectarme en los personajes, sean estos cuales sean, deportistas, políticos, dibujantes de cómic. Intento sacar a relucir, de forma madura y antirrevolucionaria, todos los clichés. Pero en realidad me gustaría escribir algo grande e inabarcable, sin más tema que la vida. Es precisamente la ausencia de tema, la voluntad de totalidad, lo que me fascina de algunos ejercicios titubeantes.”
A veces, se confesaba en exceso. “¿Sabe la similitud entre yo y la catástrofe de Chernobyl? Ahora se la diré. Cuando uno se entrega sin fondo, cumpliendo con la definición que entonces di a esa palabra de límites imprecisos que es el amor, se corre el riesgo de que el núcleo quede expuesto, sobre todo tratándose de alguien tímido y reticente al trato humano como yo era entonces. Exploté, así de simple, esparciendo la contaminación y la podredumbre por mi vida. Ahora ya es imposible que crezca nada en ella.”
Se quedó un tiempo pensativo, continuando de la siguiente forma: "en realidad, retomando el tema anterior, mi renuncia a la vida no se debe tan solo al dolor. Sería autocompasivo y cobarde pensar de ese modo. Mi gran renuncia se debe a que me sentí cómodo – sí, aunque suene extraño – en la disputa, en la enemistad, en la separación, en el reproche, en la venganza. Vi una imagen de mí mismo que no quiero volver a conocer. Mezquina, llorona, agresiva. Dualidades al margen, me di cuenta de que era un tipo poco recomendable, vengativo y despreciativo, narcisista. Ahora vivo recluido en mi propio sendero interior, el que conduce a los salones más tediosos y repetitivos de mi imaginación – y en ellos soy feliz. Porque aquí dentro, con este calor de invernadero, entre estos vapores de establo de mi propia respiración, se han erradicado los sentimientos - ¡por ley! - , al menos en su faceta más esencial y sentida. Solo se permiten aquellos que funcionan a modo decorativo, como las bombillitas de colores y las banderas de una verbena de pueblo, esto es, la epidermis estética de los sentimientos. Todo aquello que de cursi y artístico se asocia a ellos, pero sin su imprescindible ración de sombra.”
Le gustaba cultivar cierto malditismo, el propio de un aprendiz de Bukowski menos alcoholizado o de un Vila-Matas con más ideas propias. Le gustaban, únicamente desde un punto de vista intelectual, las muchedumbres de los estadios, el "buen cine", los habanos. Si Enric González y Jabois se hubiesen fusionado al modo de Goku y Krillin, habrían dado como resultado su figura. “En realidad me falta sentido de la estrategia. La capacidad para calcular los pasos precisos a dar, incluso la voluntad de convencer a otros con la palabra. Me da exactamente igual. El fracaso me atrae, la renuncia, el hecho de pasar desapercibido, sabiéndome poseedor de un tesoro. Por tanto, me dan igual los caminos hacia el éxito, las carreras de méritos, la acumulación de títulos. No hay nada más ridículo que esperar recibir alabanzas. De hecho, cuando te conviertes en alguien consagrado, habitual de los medios, acabas siendo un poco un objeto de burla, un peluche que ahogar en abrazos o un pelele que agitar en el aire, como un trapo. Solo sé que, para mantenerse en pie, a un paso le debe seguir otro, a una pedalada otra para mantener el equilibrio, y que una línea debe tener su continuación cuando acaba el renglón. Sin un plan. Quien piense que tiene un plan me enternece por su ingenuidad. Los genios destacan sin necesidad de plan. Los únicos que trazan planes exitosos, aunque momentáneos, son los jugadores de ajedrez. O los de shogi, con sus piezas tan sonoras y sus batallas silenciosas. Los demás nos arrastramos y avanzamos, somos vapuleados por el azar, paramos y aceleramos. Luego, ya después de muertos, vienen los análisis. Es lo que queda a la historia. A toro pasado, todos somos Manolete.”
Alzando la vista de las hojas del periódico, haciendo brillar sus diminutas pupilas por encima de las gafas de pasta que resbalaban sobre su nariz, buscaba aprobación. Se había abierto un blog y se había cosido unas coderas a la chaqueta para parecer todavía más una portada andante del New Yorker. Era todavía 2008, antes de las revoluciones y sus ídolos caídos, antes de los cambios drásticos que sacudirían su mundo, dejando obsoletos y embarazosos sus comentarios chistosos sobre las mujeres, obligándole finalmente a ceder. Hoy ya no habla del fracaso; como los poetas que acabaron vendiéndose a la idea del éxito o de la normalidad, lleva todas sus riquezas encima, en su tarjeta bancaria. Reconozco que hubo un tiempo en que le admiré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario