lunes, 17 de abril de 2023

VIAJE A EGIPTO

Las pirámides sobresalen en el horizonte, controlando desde lo alto unos barrios marcados por la idea de lo precario y lo provisional. Las pirámides ofrecen una imagen insólita al visitante novato: están casi por completo rodeadas de edificios, asediadas por el crecimiento constante e improvisado de la ciudad. Barrios pobres, como los de los antiguos obreros al servicio de los faraones, se sitúan por debajo de la meseta de Gizeh, vigilados por la tremenda sombra de las tres tumbas. El contraste es notable. Por debajo de esa apilación misteriosa y perfecta de bloques, se suceden los edificios en altura, estrechos como torres, con el ladrillo y los pilares a la vista. En algunas ocasiones, los techos de los pisos superiores de estas viviendas se han desplomado sobre los inferiores. La visión es penosa. Estas humildes torres están separadas por calles polvorientas, tan estrechas como hendiduras. Muchas veces sirven de estercolero. La basura es aquí un gran problema, uno interminable y a todas luces sin solución a corto plazo. Los desperdicios han devorado algunos pequeños huertos, de igual modo que los canales del Nilo en Luxor están repletos de botellas y plásticos, sirviendo como alcantarillado para las humildes casas de los agricultores.

Es otra cultura, nos dice el guía. Una cultura que deja una profunda huella, casi transformadora, en el visitante. Este efecto lo producen tanto la cultura de ayer como la de hoy: incluso diría más, el impacto viene del contraste entre ambas. Ninguno de los temas que marcan la agenda occidental es aquí visto como un auténtico problema. De hecho, en ciertos aspectos se rema en dirección contraria a la de Europa. Nuestros discursos de progreso resultan aquí un esfuerzo inútil, una voz débil cuyo eco rebota en una estancia vacía. ¿Deberían corregir su actitud? Sin duda, pero no son necesarias las tutelas. Ellos deben progresar por sí mismos, sin paternalismos ni condescendencias occidentales. Las más de las veces, estas son una cara más del supremacismo occidental de toda la vida. Una nueva versión del colonialismo, pretendidamente más amable, aunque igual de petulante, ante el que una nación milenaria y orgullosa como la egipcia se muestra impermeable.

Lo primero que llama la atención son las  multitudes. Los jóvenes varones pasean juntos por las calles, cogidos del brazo, y solo unas pocas mujeres (muchas de ellas enlutadas) hacen las compras por la mañana. Muy pocas jóvenes pasean solas por la calle. Las pocas que lo hacen de noche por las calles de El Cairo o de Alejandría van de dos en dos y visten muy arregladas, con hermosos rostros enmarcados por pañuelos de colores, aparentemente caros. En las grandes aglomeraciones de gente también llaman la atención los niños descalzos, pero estos, como una presencia invisible que todo el mundo parece querer ignorar, quizá no sean ni siquiera egipcios, sino refugiados de otras zonas. Se les trata a empujones cuando intentan acercarse al turista.

Las mujeres padecen el acecho de las miradas masculinas. Esos grupos de jóvenes, casi adolescentes, arreglados de forma humilde, con un estilo compartido por nuestros chicos de barrio (receptores igualmente de un trato colonizador en nuestras ciudades), depositan sus miradas ociosas y persistentes en las jóvenes, especialmente en las extranjeras, convertidas en objeto puro de deseo. En esas miradas mantenidas se aprecia urgencia. Su actitud no se aleja demasiado a aquella de la época del landismo y el destape.

El contraste, como decía al principio, es la nota predominante. Ese contraste era ya evidente en el Egipto antiguo, cuando esta estrecha franja de tierra fértil era el centro del mundo. Como si se tratara de un ejemplo de estos contrastes, las vísceras sanguinolentas del faraón, su hígado, sus pulmones, su estómago y sus intestinos, se guardaban en finos vasos de alabastro. Otro ejemplo: la extrema devoción que se deduce de los relieves de sus templos, con interminables escenas de adoración a los dioses, contrastan con los saqueos de tumbas, ya realizados muchos de ellos en época antigua. Ni siquiera la famosa tumba de Tutankhamon, la del tesoro de fantasía, se salvó de los ladrones: así lo evidencia el revoltijo de algunas estancias de su tumba.


En ella se suceden los objetos. Sillas, sandalias, carruajes desmontados, adornos personales, juegos de mesa, cosméticos, amuletos, reproducciones de barcas, instrumentos musicales, comida, etc. Todo lo necesario para una vida (sin vida). Un catálogo interminable para los amantes de las enumeraciones y de los espacios clausurados. El mismo rigor se aprecia en los dibujos del arte egipcio, un arte inmutable al paso del tiempo. La nota predominante es el detallismo, combinado con una idea de abstracción, de convencionalismo y de sometimiento a una norma. Los pequeños detalles aportan información que puede pasar inadvertida: por ejemplo, los hijos de un alto funcionario se representan en la inocente pose de chuparse el dedo; los ojos de una vaca muestran temor ante su cría apresada; los colores de la piel de los personajes muestran diferentes sexos o procedencias, e incluso algunos defectos físicos de las esculturas no eran tanto errores del artista como muestras de un maduro realismo. Sigo impactado por un arte que, como el japonés, engloba lo absoluto y lo concreto, pasando por alto el término medio en el que se mueve todo el arte occidental.

El trato a los animales merece un capítulo aparte. Abundan los perros callejeros hambrientos y famélicos, y en menor medida los gatos, sucios o escarbando en la basura, obligados a pegarse por la comida que les ofrecen los turistas. Son animales supervivientes, muy diferentes de nuestras mascotas mimadas. Los  únicos animales domésticos son los caballos y los burros, utilizados todavía como fuerza de trabajo. Recuerdo en especial un burro en Asuán, casi paralizado, cubierto de la misma arena que se acumulaba en las cunetas de las calles. Los caballos de los conductores de calesas de Edfu están plagados de moscas. Les alimentan poco, les obligan a inútiles carreras para agrado del turista y no los cepillan. Su estado es lamentable, siendo bien visibles sus costillas. Sus expresiones cansadas muestran sufrimiento y una indiferencia sumisa ante los golpes. Estos animales doloridos y hambrientos contrastan con las ruinas del antiguo país sobre el que se erige el presente, un país en el que los dioses eran animales. Todavía hoy los perros merodean en torno a las pirámides, como una reencarnación del chacal Anubis, en posición expectante y protectora delante de las tumbas. La gran esfinge de Gizeh, con su divertida cola, no es otra cosa que un gato grande, en estado de alerta a los pies de su amo.

Qué decir del caos circulatorio. Tiene algo de hipnótico. En ciudades enormes sin semáforos, como El Cairo o Alejandría, todos se juegan la vida en todo momento, conductores y peatones, pero esquivan con tremenda pericia los accidentes.  Hay muy pocos para el caos que reina en las calles. El turista se mantiene expectante, como un personaje de Crash, disfrutando el placer de saber que él puede ser la próxima víctima. Se va a todos los sitios en coche, porque ir a pie supone en cierta medida jugarse la vida, y la ciudad está pensada para el dominio del coche, en continua circulación (nunca paran), con innumerables pasos elevados, algunos de ellos rozando las ventanas de los quintos y cuartos pisos de los edificios del barrio viejo. Los automóviles son muy viejos, montados con partes de desguace, o rozados por todas partes. En algunos casos se conservan con esmero modelos de décadas pasadas, como los Lada de Alejandría. A resultas de todo ello, El Cairo está coronada por una bruma amarillenta de smog y sus edificios sin lucir presentan un tono grisáceo. Pareciera que los egipcios actuales todavía cuentan con algún dios protector de su lado, ya sea Horus o Isis, a la hora de cruzar las grandes avenidas. Es normal ver vehículos circulando en dirección contraria, peatones cruzando autovías con mucha tranquilidad o autobuses colocándose en zonas imposibles, como en la estrecha calle de un mercado peatonal. Las líneas divisorias de los carriles son siempre orientativas. La variedad de pitidos de claxon podría entenderse como todo un lenguaje codificado. En fin, es todo un mundo fascinante por su peligrosidad.

El comercio goza de un extraño prestigio. Pero no hablo del comercio a gran escala: Egipto es un país de tenderos. Sorprende la cantidad de oferta, que debe exceder con creces a la demanda. Están especializados en baratijas, en todos lados, todo el tiempo, abordando al turista como a una presa. En El Cairo los mercados ambulantes forman una continuidad infinita: el zoco de Khan el Khalili  no deja de ser un mercado pequeño dentro del mercado más grande que es la propia ciudad. El complemento perfecto a este comercio de poca monta es el turismo mainstream del que se nutre. El Egipto actual ha encontrado en el pasado un recurso a explotar sin miramientos, potenciando un turismo en el que prima más la cantidad que la calidad. Se sigue un ritmo fabril, en el que se acorta al máximo el tiempo entre un cargamento de turistas y otro. Con lo cual, en ciertas horas y ciertos días algunos monumentos sufren un estrés enorme de visitas, estando vacíos en otros momentos. El turista es escoltado por la policía de antigüedades como una materia prima de la mejor calidad: no debe perderse, no debe ver nada por su cuenta, no debe escapar del circuito cerrado que se le marca. Aun así, el turista disfruta de ciertos privilegios de reminiscencia colonial, condenando al país a seguir con su trayectoria ya esclerotizada de picaresca, comercio de baratijas y abordaje al extranjero con dinero. 

Pero el turista también llega con sus propios prejuicios en la mochila. En general es un turista de aluvión, de los que toquitea las obras de arte, se queja de las comidas, se burla del atraso local, se aburre con las explicaciones, habiendo llegado al país atraído tan solo por los mitos de exotismo y tesoros que propicia la caricatura del antiguo Egipto. Los imanes principales que arrastran al turista son la reluciente máscara de Tutankhamon y la monumentalidad de las pirámides. Cabe esperar que al menos le conmueva la belleza de ambas. Pero tampoco es momento de criticar desde una atalaya. Mi viaje no ha sido de exploración, ni mucho menos. No soy Howard Carter. He compartido la necesidad democrática de hacer fotos como un condenado, registrando sin observar, cansándome, quejándome e indignándome según las circunstancias, aceptando las comodidades, sin salirme en ningún caso del guion pautado.

Pero este turismo de rebaño es consecuencia de años de parálisis. Las consecuencias de la primavera árabe son todavía palpables, no solamente en la presente dictadura militar de El-Sisi. A partir de los sucesos de 2011, el país permaneció aislado durante cinco años, a los que se han sumado a continuación los años del coronavirus. Años todos ellos en los que no han podido exprimir su fuente de riqueza heredada. La primavera tuvo una deriva muy rápida hacia el fanatismo, como milenios antes la tuvo también la revolución amarniense de Akhenaton. Los hermanos musulmanes quisieron cambiar la cara al país desde las mezquitas, haciendo de unas elecciones victoriosas el trampolín hacia la creación de un estado islámico. La historia suena. No fue precisamente un periodo de libertad y seguridad ese breve lapso de tiempo sin militares en el poder, a pesar de que Europa no lo entendiera así inicialmente, dada su visión distorsionada de las cosas, dominada por la fascinación romántica por los movimientos sociales. Sí, cayó Mubarak, pero el breve periodo siguiente dejó su reguero de vestidos femeninos negros y atentados contra las minorías religiosas.  Aunque la cosa quizá ya venía de antes, desde el momento en que el propio Mubarak y los Hermanos Musulmanes se repartieron, desde los ochenta, el poder político y el poder sacerdotal respectivamente, como explicaba nuestro guía. Ahora, la dictadura militar es omnipresente, con despliegues de seguridad exagerados para con los turistas, como si estos fuesen los nuevos representantes de una élite colonialista a los que hay que tratar con deferencia. El rostro de El-Sisi está en todas partes, como un Gran Hermano que inaugura carreteras o provee al pueblo de campos cultivados, como hacia el abundante Nilo. Aunque muchos de los carteles con su rostro están ya descoloridos.

Y es que el Egipto actual no ha dejado de ser una tierra de nuevos faraones, con constantes tensiones entre los militares y los imames, que parecen remontarse al Egipto antiguo. El dominio de los militares comenzó con la deposición del rey Faruk, occidentalizado y tutelado por los británicos, acusado de mujeriego y borracho. Nasser era el nuevo héroe del pueblo, uno de los tantos líderes del Tercer Mundo que rompieron con el eurocentrismo en los años cincuenta y sesenta. Era, como todos ellos, algo parecido a un faro de esperanza, en un momento en que África y Asia se desembarazaban de la tutela de un occidente destruido por la guerra. Como recuerda nuestro guía, su mandato se inició con una obra faraónica, la construcción de la presa de Asuán, realizada con apoyo soviético tras la nacionalización del canal de Suez (con guerra de por medio). Nasser industrializó el país, pero cambiando al mismo tiempo el relato y suprimiendo los partidos. Le sucedió El-Sadat, para unos un militar humilde que recuperó el Sinaí y trajo la paz con Israel; para otros, un militar a eliminar, amigo sospechoso de israelíes y norteamericanos. El resultado fue un aparatoso atentado en 1981, en el que fue asesinado en pleno desfile militar, a manos de unos islamistas disfrazados de militares. En la Biblioteca de Alejandría se exponen, como objetos de un nuevo faraón, su pijama, su batín, sus utensilios de afeitado, sus libros de notas y su uniforme tiroteado. Es el único militar del que pueden hablar con orgullo, sin sonrojarse.  Pues luego llegó Mubarak, odiado desde 2011, desde los sucesos de la plaza de Tahrir. Fue aun así el único militar que se presentó a unas elecciones con oposición (aunque fuesen de dudosa legalidad). Su mandato se alargó en el tiempo y quizá por ello no murió en la cama como dictador. No pudo aguantar la avalancha de la primavera árabe comenzada en Túnez. Y finalmente, tras el breve lapso de Morsi y los Hermanos Musulmanes, iconoclasta y destructivo, ahora es el tiempo de El-Sisi, el militar fascinado por el lujo de las petromonarquías, embarcado en la construcción del Nuevo Cairo. Para ello ha eliminado a los enemigos, como antaño hacían los faraones con nubios e hititas, en este caso los islamistas, previo pago de Arabia Saudita y Emiratos Árabes.

En Alejandría contrasta el interés por El-Sadat con la ignorancia por Cavafis. Apenas hay referencias a él en la impresionante nueva Biblioteca, obra del estudio Snøhetta. El poeta no deja de ser un residuo griego de los tiempos de Alejandro en una nación que exhibe orgullosa su arabidad. De todas formas, en las callejuelas alejandrinas habitan todavía los fantasmas de sus poemas. Un viejo espejo en un escaparate de una tienda, al parecer cerrada, recuerda a un poema suyo en el que un espejo logra retener la imagen de un joven hermoso que se para un momento enfrente suyo a arreglarse la corbata. Las ruinas del Serapión aparecen en su excepcional poema sobre Mires, casi una novela condensada. En fin, algunos objetos y esquinas remiten a sus versos, cubiertos hoy por el polvo del tiempo, pátina que ya estaba presente en sus poemas en forma de decadentismo melancólico. En los rostros de los jóvenes que deambulan por la noche por el paseo marítimo de Alejandría, aprovechando el fin del ayuno (rostros más pálidos que los cairotas), se adivinan los rasgos reencarnados de aquella adolescencia perdida que Cavafis, viejo y homosexual, acechaba por las esquinas oscuras del trazado rectilíneo del barrio antiguo.

En resumidas cuentas, es difícil abarcar en un único texto la riqueza de este país fascinante. Podría continuar hasta el infinito la enumeración de detalles: la amplitud del Nilo, con su forma majestuosa de discurrir (está casi parado) y el brusco cambio de colores que crea en sus riberas, en las que se pasa del verde intenso de las palmeras y las huertas al amarillo de las montañas desérticas. Podría hablar igualmente de la fascinación que ejerció esta tierra sobre los tiranos del pasado, ya fuera Alejandro, Julio César o Bonaparte. Todos quisieron dejar su huella en el centro del mundo, al igual que los arqueólogos, en especial Belzoni, con su megalómano grafiti en la cámara de Kefrén. También podría hablar de los cuerpos estilizados de sus dioses, la esbeltez de Isis y Hathor, o el cuerpo fibroso, resultado de una alimentación austera, de Amón y los demás, a veces esculpidos en suaves altorrelieves en caliza, como en Kom Ombo, otras veces en granito rosa de Asuán, como el magnífico coloso tumbado de Ramses II en Memfis. No quiero que se me olviden en esta enumeración final los recovecos de los templos, la profundidad y estrechez de las tumbas, el simbolismo de las pinturas, con su interminable sucesión de ofrendas y sus detalles de cotidianeidad, o finalmente la universalidad de sus mitos, base de los grecorromanos y judeocristianos. Quedan imágenes dispersas en el archivo de la memoria, perros ladrando, habitaciones en viviendas vacías con una silla de plástico como único mobiliario, la conmovedora inocencia de los niños saludando al autobús o al barco, las montañas de basura, las motos con más de cuatro ocupantes, los cementerios polvorientos con zonas de infravivienda, un niño que comandaba un rebaño de cabras...En definitiva, a la extrañeza de la civilización antigua (el origen de todo) se une la fascinación que ejerce el Egipto actual, un país caótico y con mil embrollos. Podría decirse que aquí África comienza. O quizá termina, como el Nilo.

 

 

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