viernes, 22 de noviembre de 2024

SOBRE LA BARRANCADA

Me digo: debería haber ido. Debería haber echado una mano. Pienso que me regodeo en la autocompasión y me escudo en la pereza insolidaria del que ve el dolor ajeno en el televisor. No es suficiente con haber donado comida. No es suficiente con haber donado dinero - quizá en excesiva cantidad, para lavar mi conciencia - a unas organizaciones de las que no tengo la absoluta seguridad de que lo gasten adecuadamente. Pero, por otro lado, no creo que tenga que sentirme culpable por seguir viviendo mi vida, ni someterme a un perenne duelo. Los responsables auténticos no dudan ni un instante en mentir, en eludir sus competencias, en hacerse los tontos, en echar balones fuera. ¿Por qué yo, que no he cometido ningún error ni ninguna negligencia de ese calibre, debería sentirme culpable? Han sido la naturaleza, en todo su fragor destructivo, y luego la inoperancia humana. 

Ha habido muchas historias de solidaridad, muy cercanas incluso, pero eso no me consuela. La marea solidaria ha sido abrumadora, sobre todo dada la incapacidad de actuar de los profesionales, pero también ha habido grupos y personalidades que se han sumado a una especie de competición exhibicionista a costa del dolor ajeno, en algunos casos buscando oscuros réditos políticos. Ahora, pasadas unas semanas, parece que estos últimos han comenzado a olvidarse del tema, y mejor que sea así. Se les ha pasado pronto, pero volverán a la carga. Y en mi caso particular, después de tanto análisis, tengo miedo de ser demasiado insensible ante el dolor, dejándome llevar por el cinismo y la ira. Hay motivos sobrados para esto último, dada la sucesión de acontecimientos, pero algo me dice que esa rabia no es productiva. Algo me dice que debería estar hablando menos y arrimando más el hombro, siendo el primero en colaborar, aunque ello suponga dar la razón a todos aquellos que han visto en la solidaridad un trampolín para ganarse el corazón del pueblo, apelando a su dolor e indignación. 

Me gustaría sinceramente que nada de esto hubiera pasado. Mis debates morales de pequeño-burgués no tendrían lugar. Son debates ridículos, insignificantes en comparación con el dolor verdadero, con la regresión auténtica que ha supuesto esta catástrofe en las poblaciones del sur de Valencia, que han vuelto de golpe a un tiempo oscuro, con muertos, sin suministros y sin hogares, incluso con infecciones. Algo me dice que los responsables de este asunto deben acabar colgando boca abajo de una gasolinera (por si se entiende la referencia) y que mi pequeño sufrimiento, aunque tenga tintes ridículos, no debería ser necesario ni existir. Aun siendo insignificante en comparación con la catástrofe. 

No me enorgullece decir que, pasados unos cuantos días, me acerqué con el coche a ver los estragos del destrozo desde la autopista y las carreteras colindantes. Sin ni siquiera haber entrado en las calles afectadas es fácil darse cuenta del nivel de destrucción. Parece como si todo hubiese sido arrollado y amontonado por el manotazo de un gigante. No he vuelto a pasar por allí, viviendo en una especie de burbuja, transitando solo por calles limpias que me recuerdan, como el anverso de una moneda, el reverso tenebroso que pude intuir desde los márgenes del desastre. 

Difícilmente se podría haber hecho peor. Es indudable que la magnitud del aluvión no podía ser predecible, pero sí que había mecanismos previos para estar alerta y también para avisar, con la intención de limitar las pérdidas humanas. Hubo instituciones que sí tomaron decisiones con tiempo, como la Universitat de València. Otros hicieron oídos sordos a llamadas durante toda una tarde, priorizando otros temas de dudosa catadura moral (el control de los medios de comunicación...), o no supieron qué hacer, movidos quizá por un intento de anteponer el interés económico a la seguridad. Quizá simplemente eran demasiado inútiles para el cargo, y desconocían sus competencias y lo que hay que hacer en situaciones así. Luego vinieron dos días de absoluto silencio, en los que no hubo reacción institucional, de ninguna parte. Dos días en los que la población de estas localidades fue dejada a su suerte. Unos municipios, recuérdese, que suman en conjunto lo mismo que la séptima ciudad del Estado. Un Estado del que hubo bastantes días del que parecieron no formar parte. Las únicas palabras que se escucharon en medio de todo ese silencio fueron las de una miserable consellera despreciando a los familiares de los fallecidos: la gota que colmó el vaso. Desde entonces, tras la bronca de la visita a Paiporta, se pusieron un poco las pilas, pero la escurrida de bulto de las autoridades, principalmente autonómicas, ha sido monumental. Continua siéndolo, casi un mes después. 

La solidaridad ha sido un buen escudo para tapar la poca destreza de las autoridades políticas a la hora de movilizar efectivos. Todo se ha dejado en manos de la buena voluntad del pueblo, puesto que la burocracia parecía atascada, pasándose la pelota de unos a otros, como en la casa de los locos de Astérix y Obélix. Bomberos del propio país, de otras comunidades y de otros estados esperaban de brazos cruzados el visto bueno de las autoridades. La llegada del ejército ha sido a cuentagotas, pues parecía haber otras prioridades fuera de nuestras fronteras y los uniformados no parecían tener como principal cometido limpiar barro. Han llegado incluso a sacar pecho de su ignominiosa actuación, de forma vergonzosa. En fin, no me quiero dejar llevar por la ira. 

Y luego está mi cruzada absurda en favor de la verdad y la información contrastada. El otro día perdí los nervios intentando rebatir bulos. Acabé la jornada laboral agotado e impotente. Llegué incluso a comprender los resortes que logran remover estas noticias, me di cuenta de su eficacia y de su malignidad genuina. No es más que una dosis añadida de dolor sobre el dolor, aplicada con completa gratuidad, a fin de conseguir notoriedad personal o un esparcimiento mayor del caos. Me duele especialmente cuando estas cosas las difunden personas con voz y voto, capaces de condicionar el pensamiento ajeno, sobre todo entre los adolescentes. Estoy cansado de los malditos esparcidores de bulos, algunos con mucha difusión. 

Sobre las soluciones al problema, habrá que dejar hablar a los expertos, digo yo. Escuchar un poco antes de soltar bravuconadas de barra de bar, para ganar likes en twitter. Como humilde opinión, la solución debería buscar un equilibrio entre el respeto a la naturaleza y sus caminos, y la capacidad humana para encauzar y subsanar los posibles destrozos que esta ocasione. Mucho se habla de la construcción en zonas inundables: en este suceso se ha podido comprobar cómo, al igual que en 1957 y 1982, pocas zonas hay no inundables en l'Horta y la Ribera cuando llega una inundación de esta magnitud, independientemente de lo que diga el PATRICOVA. Todo es una llanura aluvial, formada durante milenios. Estos fenómenos ya han pasado en la historia y seguirán pasando, aunque esta inundación haya superado todos los registros previos. En 1957 solo quedó exenta del agua la antigua ciudad romana. Ahora, los núcleos históricos de Catarroja, Paiporta y demás también se han visto afectados. La barrancada no ha distinguido entre zonas establecidas como inundables y zonas no inundables. De esta manera, la solución no solo debe radicar en dejar su libre espacio a la naturaleza. Habrá que ampliar los cauces, que vuelvan a unas dimensiones más naturales y quizá repensar la ubicación de algunas construcciones, pero quizá solo con ello no sea necesario. Pensar en un enfrentamiento hombre-naturaleza puede quedar muy bonito para películas como la de Hamaguchi, pero dejar espacio exclusivamente a la naturaleza supondría el desplazamiento de toda una población de más de un millón y medio de habitantes, con sus formas de vida, en caso de repetirse un fenómeno así. La solución debe ir por otro camino, aunque suponga incurrir en una intervención sobre la naturaleza. No queda otra. El Plan Sur ha demostrado su efectividad, aunque sea feo, aunque sea una cicatriz en la naturaleza, que se llevó por delante gran parte de l'Horta Sud. Si queremos seguir viviendo aquí sin necesidad de tener que subir al Micalet para no ahogarnos, habrá que hacer algo, sin que ello suponga hormigonar o comprar todo el pack negacionista y pseudocientífico, ese que intenta echar las culpas, a la manera de una turba airada de los Simpson, sobre la Aemet y la Confederación Hidrográfica del Júcar.  

También habrá que aumentar la formación ciudadana y en los centros educativos, para estar todos prevenidos y saber qué hacer. Mejorar los avisos, haciéndolos todavía más generales y previos, aprendiendo que la meteorología no acierta siempre al 100% y por tanto algunos avisos serán falsas alarmas, y no pasará nada. Es necesario saber parar, compensando económicamente si es necesario. Aunque me temo que no se hará nada de todo esto. Todo se empantanará, se tratará de tapar, se politizará de la peor manera posible, y no se tomarán decisiones. 

En fin, ojalá todo volviera a ser como antes del 29 de octubre, aunque esta crisis humanitaria haya servido para desvelar la mezquindad de cierta gente. Si el desastre del Covid sirvió para mostrar claramente que no teníamos el mejor sistema sanitario del mundo, por mucho que se dijera en la propaganda habitual, esta catástrofe ha servido para dejar claro que nos lideran ineptos y miserables, interesados más en salvar el propio culo que en asumir responsabilidades, además de demostrar que las tan cacareadas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (en los que algunos depositaban una confianza ciega) no son para tanto. 

sábado, 9 de noviembre de 2024

ANDREI RUBLEV (ANDREI TARKOVSKI, 1966)

Recientemente he vuelto a ver Andrei Rublev, una película que en un tiempo fue de mis preferidas. La película cuenta el aprendizaje y la evolución de Andrei Rublev, monje y pintor de iconos, figura histórica muy destacada del arte ruso. Al mismo tiempo, Andrei Rublev es una película-mundo, ofreciendo todo un panorama histórico de la Rusia del siglo XV. 

De esta película existen dos versiones. La película que se exhibió en los cines y que ahora está en las plataformas es la versión recortada de 186 minutos, mientras que existe otra versión más larga, de 205 minutos de duración. Esta se editó en los noventa en DVD y posteriormente ha sido rescatada por Criterion Collection bajo el título La pasión según Andrei. Ambas versiones pueden verse en el canal de YouTube de Mosfilm. Esta última versión sin cortes fue la que vi yo hace ya más o menos veinte años, descargada de internet. Se ha escrito mucho a propósito de la mala acogida que la película tuvo entre las autoridades de la URSS, puesto que podía interpretarse como una defensa de la espiritualidad y del genio creativo individual. De todas maneras, los cortes de la censura no se centran en estos aspectos

La película tuvo un primer estreno parcial en 1966, siendo retrasado su estreno en las salas de cine hasta 1971, debido a la controversia que generaron sobre todo sus escenas de violencia y de desnudez. El recorte de algún desnudo muestra lo pacatas que eran las autoridades en este sentido, no muy alejadas de regímenes de signo contrario. Por otro lado, se eliminaron escenas de violencia, en especial aquella ejercida contra animales de forma real. Quien prefiera ahorrarse esas escenas de violencia gratuita, muy desagradables, tiene la versión de 186 minutos, que respeta en gran medida el sentido de la obra.

De todas maneras, la película pasó los filtros, incluso con su contenido polémico. La película ofrece una imagen de los monjes ortodoxos con la que las autoridades soviéticas podrían estar conformes. Estos son envidiosos y arrogantes, y uno de ellos (Kiril) actúa incluso como delator, indiferente al dolor del pueblo y aliado siempre con las autoridades y su violencia. El personaje de Andrei Rublev escapa ligeramente a este esquema, puesto que se muestra muchas veces empático con el dolor del pueblo y su visión de la pasión cristiana es un tanto heterodoxa. En algún momento se llega a afirmar que pinta sin fe alguna. Se podría decir que su figura no imposibilita una lectura marxista, al colocarse más de lado del sufrimiento del campesinado ruso y no tanto de una institución rigurosa y dogmática. Sin embargo, a veces reprende con dureza a sus ayudantes, se impone fuertes sacrificios o actúa de forma paternalista, no pudiendo escapar de su condición social y de su formación. 

Además de recortes, la película sufrió duras críticas en su momento, sobre todo concernientes a su adecuación histórica. La visión que ofrece la película de la Rusia tardomedieval no es muy positiva. Es un periodo de crueldades, de hambre y de opresión. Aunque el patriotismo ruso se resintiese, encontrándose esta película alejada de otros acercamientos históricos al periodo, las autoridades soviéticas podían dar el visto bueno a una visión oscura de la Rusia medieval, puesto que ese pasado de injusticias es el que se había dejado atrás con la Revolución. Quizá el mayor desafío a las autoridades soviéticas estaba en la decidida defensa del genio artístico individual que hace la película, retratando la crisis y la neurosis de Andrei Rublev como si se tratase de un artista intelectual y burgués contemporáneoPara compensar este punto de la película, también se incide en la labor social del artista. El artista con su obra contribuye a la felicidad del pueblo; no compartir el propio talento es desperdiciarlo, en un acto de egoísmo. Así se establece en el episodio final, en el que Andrei Rublev decide retomar su don con esa finalidad social, motivado también por el impulso de la juventud. Esta visión intentaría mitigar la contradicción con los principios del arte soviético. 

Pasemos ahora a hablar de la estructura de la película. La película inicia con una prólogo in media res, en el que vemos los preparativos para un primitivo vuelo en globo. Un hombre huye de una turba airada que lo persigue, consigue colgarse del globo con un arnés (el globo está en el tejado de una iglesia) e inicia su vuelo. Este prólogo, completamente desligado de la historia de Andrei Rublev, funciona a modo de paralelismo simbólico: la historia que vamos a ver es la de un artista que lucha por ascender, por encima de la superstición, la crueldad y la incomprensión. 

A partir de ese momento se inicia la historia de Andrei Rublev, dividida en 8 fragmentos:  1. El bufón (1400), 2. Teófanes el Griego (1405), 3. La pasión según Andrei (1406), 4. La fiesta (1408), 5. El juicio final (1408), 6. El ataque (1408), 7. Silencio (1412) y 8. La campana (1423). 

El hombre puede volar

El globo aerostático.


1. El bufón (1400). Andrei, un joven monje, abandona el monasterio de Andronikov para marchar a Moscú. Le acompañan otros dos monjes más experimentados, Kiril y Daniil. Al sorprenderles la tormenta, se refugian en una cabaña de campesinos. Allí un bufón entretiene a la gente con una canción burlesca sobre los boyardos. Kiril, ofendido por las implicaciones sociales y eróticas de esa canción, delata al bufón a unos soldados, que se lo llevan preso después de agredirle en la cabeza. 

Daniil, Andrei y Kiril, los tres monjes, se refugian en la cabaña. 

El bufón se lava con el agua de lluvia después de su actuación. 


2. Teófanes el Griego (1405). El monje Kiril se encuentra con Teófanes, un anciano pintor de iconos seglar. El monje alaba el arte del pintor, considerado un maestro, y Teófanes promete tomarlo como ayudante. La acción vuelve al monasterio de Andronikov un tiempo después, al que llega un emisario de Teófanes. Buscan a Andrei Rublev, joven monje ya conocido por su arte, para que marche con Teófanes a formar parte de su taller. Kiril, herido en su orgullo propio y con mucha envidia hacia el joven Andrei, decide abandonar el monasterio, renunciando a su condición de monje. 

Teófanes el Griego discute con Kiril acerca del color.

Andrei pide a Daniil que lo acompañe. Daniil rechaza su ofrecimiento, por orgullo.


3. La pasión según Andrei (1408). Andrei conversa con Teófanes sobre su visión del más allá y de la crucifixión cristiana. Teófanes es más descreído, pero Andrei, que se define con creyente, expone a Teófanes su visión de la pasión de Cristo, más centrada en el sacrificio en favor del pueblo que en los dogmas cristianos ortodoxos. Esta es quizá la parte más áspera de la película.

Teófanes y Andrei discuten sobre religión.

Una crucifixión rusa. 


4. La fiesta (1408). Andrei y su taller vadean un río, donde encuentran a un grupo de hombres y mujeres desnudos, que celebran alguna festividad pagana. Andrei siente curiosidad y se acerca al grupo, a pesar de las advertencias de sus compañeros. Los paganos lo atan a un madero (cosa que ofende al monje), pero una joven desnuda lo desata cuando se han marchado los hombres. A la mañana siguiente, Andrei vuelve con los suyos sin decir palabra ni contar lo que ha pasado, y no actúa cuando los soldados llegan a apresar a los paganos. La chica intenta huir cruzando el río a nado. 

Al amanecer, Andrei abandona la casa de los paganos. Siguen durmiendo.

La joven desnuda observa cómo se marcha Andrei. 

La joven intenta huir a nado. 


5. El Juicio Final (1408). Andrei y Daniil se encuentran en Vladimir, con el encargo del Príncipe de pintar unos frescos sobre el Juicio Final. Andrei duda, las paredes siguen blancas. Andrei no quiere atemorizar al pueblo con una escena en la que no cree. Una joven sordomuda busca cobijo y Andrei la acoge. Una cuadrilla de escultores muestra al Príncipe la decoración de su palacio. El Príncipe muestra una ligera disconformidad con la decoración, pero los escultores se niegan a cambiarla. Todos parecen contentos con la obra y el taller de Andrei y el de los escultores comparten buenos momentos. Cuando se marchan los escultores, son asaltados en el bosque por la guardia del Príncipe, que los mutila con gran violencia a modo de represalia. Andrei Rublev, al enterarse de la noticia, emborrona las paredes de la iglesia. Todo este fragmento es el más entrecortado y más vanguardista en su planificación.

El Príncipe, silencioso y acompañado de su hija, no está a gusto con la nueva decoración.

La joven sordomuda llora ante las manchas de rabia que ha dejado Andrei sobre la pared blanca. 


6. El ataque (1408). El hermano del Príncipe, casi idéntico a este, se ha aliado con los tártaros de la Horda de Oro para invadir Vladimir. Estas tropas saquean la ciudad con gran violencia, asesinando a personas y animales. Parte de la población, entre la que se encuentra Andrei y la joven sordomuda, se refugia en la iglesia. Después de derribar la puerta con un ariete, los tártaros entran a caballo en el templo. En la refriega, Andrei mata a un soldado ruso que intenta raptar a la joven. Las represalias son duras, algunos monjes son torturados, pero Andrei y la joven continúan con vida. Andrei conversa con Teófanes (ya fallecido) y le confiesa su crimen. Teófanes parece una prolongación de su conciencia. A modo de penitencia, Andrei renuncia a la pintura y decide hacer voto de silencio. 

La población se refugia en el interior de la iglesia ante el ataque de los tártaros. 

El jefe de la horda y el hermano del Príncipe en el interior de la iglesia. 


Plano de un ganso volando sobre las murallas de Vladimir.

La joven sordomuda le hace la trenza a un cadáver. 

Un gatito negro y Andrei son de los pocos supervivientes al ataque.



7. Silencio (1412). Andrei ha vuelto al monasterio de Andronikov y sigue su estricto voto de silencio. Con él siempre va la muchacha sordomuda. También ha vuelto al monasterio Kiril, que es acogido de mala gana por el abad, bajo la promesa de que escriba 15 veces la Biblia. Todos pasan hambre. Llega un destacamento tártaro al monasterio y uno de sus líderes se encapricha de la joven. Viendo que los tártaros tienen comida, la joven no duda en marcharse con ellos, a pesar de la resistencia de Andrei, que es finalmente escupido y rechazado por la muchacha. 

Andrei se esfuerza por acercar una piedra caliente al agua congelada.

Andrei forcejea con la joven sordomuda, que quiere marcharse con los tártaros.


8. La campana (1423). Los soldados del Príncipe llegan a una aldea, en busca de un fundidor de campanas. Allí todos han fallecido, excepto Boriska, el hijo del fundidor, que dice conocer el secreto del arte de su padre. Después de insistir, es finalmente cogido por los soldados a regañadientes. Todos desconfían de este adolescente, que se muestra resuelto y a veces caprichoso y tiránico. Después de mucho deambular y llevar la contraria a artesanos más experimentados, encuentra por casualidad la arcilla necesaria para la forja, en un terraplén por el que resbala durante un fuerte aguacero. En ese momento, Andrei, ya envejecido, vuelve a entrar en escena, ahora como espectador. Asistimos a todo el proceso de fabricación de la campana (la compra del bronce, el recubrimiento del molde, la fundición, la eliminación del molde externo de arcilla), hasta que llega el gran día de la inauguración. Andrei pulula en torno al lugar de la obra, siempre atento a la evolución de los acontecimientos. Kiril ha vuelto a ser monje y reconoce que siempre le tuvo envidia. El bufón también vuelve a aparecer, y acusa equivocadamente a Andrei de ser aquel que le delató. El bufón llega incluso a blandir una hacha contra Andrei, pero desiste. Kiril se arrodilla ante él y defiende la inocencia de Andrei. 

A la inauguración acude el Príncipe y también unos embajadores italianos. Después de mucho trabajo y mucha expectación, la campana suena y parece despertar a Andrei. Ignorado por el nuevo Príncipe y las autoridades, Boriska llora desconsoladamente: no conocía el secreto de la construcción de campanas, había mentido a todo el mundo, pero finalmente lo había logrado. Andrei lo consuela y, saliendo de su silencio, promete volver a pintar iconos. Iremos juntos al monasterio de la Trinidad, tú fundirás campanas y yo pintaré iconos.   

El joven Boriska prueba la arcilla ante los artesanos de su taller. Esa no es la adecuada. 


Tras mandar que azoten a uno de sus ayudantes, Boriska pregunta al monje qué hace mirando. 

Andrei observa las obras en silencio.


El día de la fundición. 

Quitando el cubrimiento de arcilla. 

Boriska descansa ante la campana finalizada. 

Boriska reconoce su arriesgada mentira y Andrei lo consuela. Retomará los pinceles.

La película finaliza con un epílogo anticlimático, a color, con detalles de los iconos de Andrei Rublev. 

Cada fragmento tiene una duración desigual, siendo el último el más largo y también el más conseguido. En él la vida de los personajes se vuelve a cruzar, llegando a una conclusión. Cada sección comienza siempre in media res, sin que el espectador tenga demasiados puntos de referencia, más allá de la presencia del monje. Son habituales además los saltos de eje y el empleo de gran angular, que deforma ligeramente la imagen. La película avanza mediante un recurso recurrente de la elipsis. La cámara se desliza con suavidad, con algunos amplios movimientos de grúa, que finalizan en picados. La mayor parte de las veces, la cámara se desvincula del seguimiento de los personajes, para mostrar algún detalle sin relación con la historia, como un caballo, un cuenco de leche derramado sobre un río, un árbol o la nieve cayendo. El blanco y negro solo es sustituido por el color en el epílogo final, en el que de pronto la pantalla se enciende. Aunque resulte un tanto vacía esta afirmación, la película es toda una experiencia visual. Aun así, quizá sea la película más narrativa y menos manierista de la filmografía de Tarkovski, un director a veces bastante autocontemplativo.

En cuanto al sentido final, la obra explora diferentes caminos en lo referente a la creación artística. La película presenta bastantes ambivalencias y dilemas en este sentido. El contexto condiciona el arte y, al mismo tiempo, el artista debe intentar desligarse de la crueldad del mundo para reflejar la belleza. El artista es alguien inspirado por fuerzas incomprensibles pero, al mismo tiempo, no puede guardarse para sí su talento, sino que tiene el deber social de trasmitirlo a los demás a fin de conseguir la felicidad general. Por otro lado, es una película que muestra la crueldad y la esperanza, el horror y la posibilidad de la belleza, la desconfianza en el género humano y, al mismo tiempo, la capacidad de mejorar y enmendar los errores. Sin duda, es toda una obra maestra, una de las más grandes que ha dado el cine. 


martes, 5 de noviembre de 2024

ANORA (SEAN BAKER, 2024)

El otro día fui al cine, movido por la simple necesidad de pausar durante unas horas el dolor y la indignación ante la catástrofe sin precedentes que ha asolado a mi país, a la que se ha añadido la nefasta gestión posterior. Pocas veces he necesitado tanto el cine como válvula de escape. De modo que fui a ver Anora, de Sean Baker. Tengo que advertir que es la primera película que veo de este director, puesto que todavía no he visto The Florida Project, de la que solo oí en su momento cosas buenas. Esta nueva película de Baker venía bajo el envoltorio de toda una palma de oro en Cannes, además de haber recibido muchas alabanzas en las críticas que había leído. Quizá todo ello me hizo ponerme un poco a la defensiva, no acabando de entrar en ningún momento en la propuesta de la película. 

Para el que no sepa de qué va la película, la pienso destripar en breve. Anora, conocida como Anni, es una joven stripper de Brooklyn, que se convierte en cliente por una noche de un joven ruso, Ivan, hijo de un oligarca. El joven, todo un niñato rico, se queda con ganas de más y la contrata por una semana entera. Se dan a la gran vida de drogas, sexo y derroche de dinero, hasta que finalmente se casan en Las Vegas, puesto que el niñato necesita la ciudadanía norteamericana para escapar del control de sus padres, que lo quieren de vuelta en Rusia. El segundo tercio de la película se centra en la búsqueda del joven, que sale huyendo de su mansión ante la advertencia de que vienen sus padres, interviniendo en esta persecución dos matones armenios y uno ruso, todos ellos algo ridículos, además de la propia Anora.


La película se vende como tragicomedia, pero no llegó a hacerme gracia casi en ningún momento. Como mucho me hizo sonreír en alguna ocasión. La película en realidad se sustenta sobre una serie de clichés. Si bien pretende subvertir el esquema de Pretty Woman, imita el de Las noches de Cabiria. La trabajadora sexual, salvaje pero de buen corazón, que al final es maltratada por la realidad. La construcción de castillos en el aire que luego estallan como una pompa de jabón. Lo alto y lo bajo. La mentira del romance interclasista. En fin, algo ya visto. La película comienza a lo Showgirls de Verhoeven, mostrando la trastienda del club de striptease y las pequeñas rivalidades existentes entre las chicas. La mirada de Baker no me ha parecido muy diferente, en este apartado, a la del director neerlandés. A continuación, una vez conoce al pijo ruso, la película adquiere el tono de una película de adolescentes, una de esas de fiestón continuo, con un encadenado de escenas de sexo, drogas y desenfreno. Aun así, quizá esta sea la mejor parte, puesto que Mikey Madison crea un personaje apegado en casi todo momento a la realidad pecuniaria de su trabajo (aunque se esté enamorando soterradamente) y el joven ruso (Mark Eydelshteyn, que al menos es ruso de verdad) está bastante loco, como un niño caprichoso, acostumbrado a hacer lo que le da la gana. Incluso el montaje, que se va acelerando por momentos, haciendo de la sucesión de escenas de fiesta y sexo algo vertiginoso y sin sentido, tiene más interés en esta parte de la película. 


En cambio, la parte central se articula como una reiterativa persecución, a la que le sobran escenas y gritos. Para hacerse una idea, la mayor parte de los chistes se centran en la repetición de la palabra fuck. Hacen aparición tres matones, que intentan hacer cambiar de opinión a los jóvenes. Es interesante cómo Baker los retrata inicialmente como tipos duros, pero esa fachada se va derritiendo poco a poco, mostrando sus vulnerabilidades, aunque sin dejar de ser unos personajes un tanto esquemáticos, sobre todo los interpretados por la pareja de armenios (Karren Karagulian y Vache Tomavsyan). Para el otro personaje, el matón ruso silencioso (Yura Borisov), Baker reserva un papel que irá creciendo a medida que avance la película, de forma un tanto predecible. Al menos es de agradecer que la multiculturalidad reflejada en la película sea real. Toda esta parte central se me hizo algo larga, puesto que muchas situaciones se repiten, una y otra vez. 



En todo el tercio final, la película intenta desmontar el hechizo de la primera parte, recurriendo también a ciertos esquematismos. Este tercer acto quizá sea la parte más realista de la película. La escena final ha recibido muchas alabanzas: a esas alturas yo llegué un tanto cansado y también algo avisado por todas las señales que la película había ido diseminando. Lo sé, me está quedando una crítica muy de Boyero, pero intento ser sincero con mi experiencia como espectador. En realidad me gustó mucho más la escena previa en la que los personajes de Yura Borisov y Mikey Madison conversan de forma distendida, con la tele de fondo. Me pareció más natural y menos construida para ganar un festival.  


Desde el punto de vista visual, no me atrevería a emitir un juicio definitivo, después de un único visionado, por demás poco atento. Se opta por un formato apaisado, en el que muchas veces se intenta incluir bastante información en el encuadre (a la manera de un film slapstick, género con el que juega en determinado momento), permitiendo que el espectador centre su mirada en diferentes detalles. Pero tampoco se aprecia un interés por diluir la presencia de las figuras en el paisaje, por decirlo así, ni tampoco lo contrario, es decir, un seguimiento en primer plano de los personajes. Se recurre a veces al gran angular, que distorsiona ligeramente la imagen. Sí que se ha intentado jugar con los colores, predominando los tonos violáceos y azules, como si en todo momento los personajes estuvieran en el interior de un club nocturno. Esta luz de neón cambia en las escenas finales, conscientemente más sobrias, aunque algo más construidas, con la inclusión, casi por primera vez, de primeros planos, jugando con el sonido como no se había hecho con anterioridad, dando la impresión con ello de que la última escena sea un añadido que contradiga estilísticamente a lo anteriormente visto. La realidad vs la ficción, podría decirse. 




Así pues, en resumen, como elemento positivo destacaría que todos los intérpretes hacen buenas actuaciones, a veces rozando lo histriónico, aunque la película sea un tanto insustancial. Quizá el problema de la película fue mi dificultad para entrar en la vida de unos personajes que, en el fondo, no me resultaban muy interesantes, más allá de la pareja protagonista. Si la pretensión de la película era la de realizar un retrato realista y empático del mundo de las trabajadoras sexuales, no sé si realmente lo consigue. De la vida real de Anora, más allá de su trabajo, poco o nada sabemos, más allá de una escena de contexto inicial. Sí que hay un intento, quizá poco explotado, de acercarse a la amistad y la rivalidad de estas chicas, a modo de microcosmos. Pero, en realidad, el retrato que de esta joven se ofrece es el de una chica que se deja llevar por los acontecimientos, que es guiada por ellos, sumergiéndose en una peripecia de la que al final sale perdedora, sin posibilidad de escapar de su rol. No es un mensaje muy positivo, ni sobre todo muy empoderado, aunque pretenda pasar como tal. Aunque me haya sentido motivado para escribir una entrada sobre esta película, si tuviera que emitir un juicio conjunto ante este primer visionado diría que está un tanto sobrevalorada por crítica y premios. 




Quizá la tenga que ver en otras condiciones para valorarla de forma más justa y, en definitiva, disfrutarla más.