Me digo: debería haber ido. Debería haber echado una mano. Pienso que me regodeo en la autocompasión y me escudo en la pereza insolidaria del que ve el dolor ajeno en el televisor. No es suficiente con haber donado comida. No es suficiente con haber donado dinero - quizá en excesiva cantidad, para lavar mi conciencia - a unas organizaciones de las que no tengo la absoluta seguridad de que lo gasten adecuadamente. Pero, por otro lado, no creo que tenga que sentirme culpable por seguir viviendo mi vida, ni someterme a un perenne duelo. Los responsables auténticos no dudan ni un instante en mentir, en eludir sus competencias, en hacerse los tontos, en echar balones fuera. ¿Por qué yo, que no he cometido ningún error ni ninguna negligencia de ese calibre, debería sentirme culpable? Han sido la naturaleza, en todo su fragor destructivo, y luego la inoperancia humana.
Ha habido muchas historias de solidaridad, muy cercanas incluso, pero eso no me consuela. La marea solidaria ha sido abrumadora, sobre todo dada la incapacidad de actuar de los profesionales, pero también ha habido grupos y personalidades que se han sumado a una especie de competición exhibicionista a costa del dolor ajeno, en algunos casos buscando oscuros réditos políticos. Ahora, pasadas unas semanas, parece que estos últimos han comenzado a olvidarse del tema, y mejor que sea así. Se les ha pasado pronto, pero volverán a la carga. Y en mi caso particular, después de tanto análisis, tengo miedo de ser demasiado insensible ante el dolor, dejándome llevar por el cinismo y la ira. Hay motivos sobrados para esto último, dada la sucesión de acontecimientos, pero algo me dice que esa rabia no es productiva. Algo me dice que debería estar hablando menos y arrimando más el hombro, siendo el primero en colaborar, aunque ello suponga dar la razón a todos aquellos que han visto en la solidaridad un trampolín para ganarse el corazón del pueblo, apelando a su dolor e indignación.
Me gustaría sinceramente que nada de esto hubiera pasado. Mis debates morales de pequeño-burgués no tendrían lugar. Son debates ridículos, insignificantes en comparación con el dolor verdadero, con la regresión auténtica que ha supuesto esta catástrofe en las poblaciones del sur de Valencia, que han vuelto de golpe a un tiempo oscuro, con muertos, sin suministros y sin hogares, incluso con infecciones. Algo me dice que los responsables de este asunto deben acabar colgando boca abajo de una gasolinera (por si se entiende la referencia) y que mi pequeño sufrimiento, aunque tenga tintes ridículos, no debería ser necesario ni existir. Aun siendo insignificante en comparación con la catástrofe.
No me enorgullece decir que, pasados unos cuantos días, me acerqué con el coche a ver los estragos del destrozo desde la autopista y las carreteras colindantes. Sin ni siquiera haber entrado en las calles afectadas es fácil darse cuenta del nivel de destrucción. Parece como si todo hubiese sido arrollado y amontonado por el manotazo de un gigante. No he vuelto a pasar por allí, viviendo en una especie de burbuja, transitando solo por calles limpias que me recuerdan, como el anverso de una moneda, el reverso tenebroso que pude intuir desde los márgenes del desastre.
Difícilmente se podría haber hecho peor. Es indudable que la magnitud del aluvión no podía ser predecible, pero sí que había mecanismos previos para estar alerta y también para avisar, con la intención de limitar las pérdidas humanas. Hubo instituciones que sí tomaron decisiones con tiempo, como la Universitat de València. Otros hicieron oídos sordos a llamadas durante toda una tarde, priorizando otros temas de dudosa catadura moral (el control de los medios de comunicación...), o no supieron qué hacer, movidos quizá por un intento de anteponer el interés económico a la seguridad. Quizá simplemente eran demasiado inútiles para el cargo, y desconocían sus competencias y lo que hay que hacer en situaciones así. Luego vinieron dos días de absoluto silencio, en los que no hubo reacción institucional, de ninguna parte. Dos días en los que la población de estas localidades fue dejada a su suerte. Unos municipios, recuérdese, que suman en conjunto lo mismo que la séptima ciudad del Estado. Un Estado del que hubo bastantes días del que parecieron no formar parte. Las únicas palabras que se escucharon en medio de todo ese silencio fueron las de una miserable consellera despreciando a los familiares de los fallecidos: la gota que colmó el vaso. Desde entonces, tras la bronca de la visita a Paiporta, se pusieron un poco las pilas, pero la escurrida de bulto de las autoridades, principalmente autonómicas, ha sido monumental. Continua siéndolo, casi un mes después.
La solidaridad ha sido un buen escudo para tapar la poca destreza de las autoridades políticas a la hora de movilizar efectivos. Todo se ha dejado en manos de la buena voluntad del pueblo, puesto que la burocracia parecía atascada, pasándose la pelota de unos a otros, como en la casa de los locos de Astérix y Obélix. Bomberos del propio país, de otras comunidades y de otros estados esperaban de brazos cruzados el visto bueno de las autoridades. La llegada del ejército ha sido a cuentagotas, pues parecía haber otras prioridades fuera de nuestras fronteras y los uniformados no parecían tener como principal cometido limpiar barro. Han llegado incluso a sacar pecho de su ignominiosa actuación, de forma vergonzosa. En fin, no me quiero dejar llevar por la ira.
Y luego está mi cruzada absurda en favor de la verdad y la información contrastada. El otro día perdí los nervios intentando rebatir bulos. Acabé la jornada laboral agotado e impotente. Llegué incluso a comprender los resortes que logran remover estas noticias, me di cuenta de su eficacia y de su malignidad genuina. No es más que una dosis añadida de dolor sobre el dolor, aplicada con completa gratuidad, a fin de conseguir notoriedad personal o un esparcimiento mayor del caos. Me duele especialmente cuando estas cosas las difunden personas con voz y voto, capaces de condicionar el pensamiento ajeno, sobre todo entre los adolescentes. Estoy cansado de los malditos esparcidores de bulos, algunos con mucha difusión.
Sobre las soluciones al problema, habrá que dejar hablar a los expertos, digo yo. Escuchar un poco antes de soltar bravuconadas de barra de bar, para ganar likes en twitter. Como humilde opinión, la solución debería buscar un equilibrio entre el respeto a la naturaleza y sus caminos, y la capacidad humana para encauzar y subsanar los posibles destrozos que esta ocasione. Mucho se habla de la construcción en zonas inundables: en este suceso se ha podido comprobar cómo, al igual que en 1957 y 1982, pocas zonas hay no inundables en l'Horta y la Ribera cuando llega una inundación de esta magnitud, independientemente de lo que diga el PATRICOVA. Todo es una llanura aluvial, formada durante milenios. Estos fenómenos ya han pasado en la historia y seguirán pasando, aunque esta inundación haya superado todos los registros previos. En 1957 solo quedó exenta del agua la antigua ciudad romana. Ahora, los núcleos históricos de Catarroja, Paiporta y demás también se han visto afectados. La barrancada no ha distinguido entre zonas establecidas como inundables y zonas no inundables. De esta manera, la solución no solo debe radicar en dejar su libre espacio a la naturaleza. Habrá que ampliar los cauces, que vuelvan a unas dimensiones más naturales y quizá repensar la ubicación de algunas construcciones, pero quizá solo con ello no sea necesario. Pensar en un enfrentamiento hombre-naturaleza puede quedar muy bonito para películas como la de Hamaguchi, pero dejar espacio exclusivamente a la naturaleza supondría el desplazamiento de toda una población de más de un millón y medio de habitantes, con sus formas de vida, en caso de repetirse un fenómeno así. La solución debe ir por otro camino, aunque suponga incurrir en una intervención sobre la naturaleza. No queda otra. El Plan Sur ha demostrado su efectividad, aunque sea feo, aunque sea una cicatriz en la naturaleza, que se llevó por delante gran parte de l'Horta Sud. Si queremos seguir viviendo aquí sin necesidad de tener que subir al Micalet para no ahogarnos, habrá que hacer algo, sin que ello suponga hormigonar o comprar todo el pack negacionista y pseudocientífico, ese que intenta echar las culpas, a la manera de una turba airada de los Simpson, sobre la Aemet y la Confederación Hidrográfica del Júcar.
También habrá que aumentar la formación ciudadana y en los centros educativos, para estar todos prevenidos y saber qué hacer. Mejorar los avisos, haciéndolos todavía más generales y previos, aprendiendo que la meteorología no acierta siempre al 100% y por tanto algunos avisos serán falsas alarmas, y no pasará nada. Es necesario saber parar, compensando económicamente si es necesario. Aunque me temo que no se hará nada de todo esto. Todo se empantanará, se tratará de tapar, se politizará de la peor manera posible, y no se tomarán decisiones.
En fin, ojalá todo volviera a ser como antes del 29 de octubre, aunque esta crisis humanitaria haya servido para desvelar la mezquindad de cierta gente. Si el desastre del Covid sirvió para mostrar claramente que no teníamos el mejor sistema sanitario del mundo, por mucho que se dijera en la propaganda habitual, esta catástrofe ha servido para dejar claro que nos lideran ineptos y miserables, interesados más en salvar el propio culo que en asumir responsabilidades, además de demostrar que las tan cacareadas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (en los que algunos depositaban una confianza ciega) no son para tanto.