Hoy saco del armario el duelo dialéctico establecido entre Louis Garrel y Michael Pitt en Soñadores, de Bernardo Bertolucci, acerca de la rivalidad, repetida miles de veces por cinéfilos ociosos, ancianos o simples amantes de los debates sin salida, entre Chaplin y Keaton. Un partido de tenis o toma y daca parecido al debate eterno, y reiteradamente explotado por el marketing, de quiénes son mejores, los Beatles o los Rolling Stones.
En la escena, el personaje de Garrel dice, muy sofisticado y francés, que el duelo entre Chaplin y Keaton lo es entre el alma y la máscara, entre el hombre como ángel y el hombre como máquina. Garrel (en la película más sucio y más cínico de lo habitual) está del lado de la crítica izquierdista de la época (los años sesenta), para la cual Chaplin era la encarnación perfecta del artista popular y comprometido, un nuevo Quijote, con el punto necesario de idealismo (o de cristianismo, añado yo).
En cambio, el personaje encarnado por Michael Pitt, el americano, el chico curioso, a la par que ingenuo y estúpidamente candoroso, llegado del país de los carniceros, de los ferrocarriles y de los rascacielos, y por tanto desconocedor del Louvre y de la música de las esferas, se limita a señalar que "Keaton es incomparable". (Un duelo similar, y también alumbrador sobre ambas posiciones, mantendrán en otra escena de la película sobre quién es mejor guitarrista, si Clapton o Hendrix).
¿Y cuál es mi opinión? Pues desde mi punto de vista, Keaton es incomparable, como señala el personaje de Pitt. Puede que Chaplin encarne valores ideales, puede que recoja todos los empeños y esperanzas vitales, y sepa transformarlos en expresión eterna de lo humano a través de un patinazo, un gesto, un lloro o una mirada. Pero es que Keaton excede lo humano. No es simplemente máquina. No es sólo un autómata elástico, que domina a la perfección el espacio, la acción y el movimiento: no es sólo un resorte. Su expresión alcanza a estar más allá del bien y del mal, su estoicismo hace de él un partícipe de primera línea de la ataraxia, o rechazo de las pasiones, que buscaban los griegos.
Ni se rebela ni acepta la vida; no pone en tela de juicio la realidad, sino que pertenece a ella, como lo puede hacer un mueble o una piedra. Y, a pesar de su famosísima imperturbabilidad, es capaz de conmover, pues su expresividad no se dirige al intelecto, ni a los sentimientos moldeados por la educación, la historia y la razón (como sucede en Chaplin). Su comicidad es más primordial. Incluso cabría preguntarse si de hecho es un cómico: más bien es un ser atravesado por la vida, un objeto más en un mundo de objetos.
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