jueves, 1 de noviembre de 2018

COCHES

Hubo una época en la que el coche parecía la solución de movilidad perfecta, el mecanismo básico de independencia individual, la prolongación ideal de la vivienda familiar. Eran los años sesenta y andar, ir en bicicleta o en tranvía parecía algo del pasado, algo propio de ese periodo de miseria postbélica del que se pretendía huir. Aparecieron los grandes aparcamientos públicos, los tranvías desaparecieron progresivamente de las ciudades y crecieron espacios propios en la periferia destinados a ese nuevo tipo de movilidad. Se aparcaba en plazas históricas e incluso se abrió una calle en medio de los foros romanos. Sin embargo, las artes plásticas no dejaron prácticamente constancia de ese cambio progresivo que comenzó con los "milagros económicos" de los cincuenta-sesenta y se estancó, sin desaparecer del todo, con las crisis petrolíferas a partir de los setenta. No dejó apenas constancia porque el arte entonces estaba embarcado en la vertiginosa carrera de la postmodernidad, dominada por la constante búsqueda de la originalidad y el distanciamiento hacia la realidad cotidiana. Por su parte, el cine sí dejó constancia de esos cambios. 

Únicamente en el arte hiperrealista aparece el coche, como prolongación de una vida modélica o, de forma más interesante, como ruina. En la pintura de Robert Bechtle el coche tiene casi la misma función que tenía el caballo en la pintura de Stubbs en el XVIII. Parece haber en su pintura un interés por la variedad de automóviles, sin desprenderse por ello de cierta ironía. Por su parte, el pintor británico John Salt se ha especializado en automóviles desguazados, un ejemplo de ruina actual que recuerda el principio de "usar y tirar", y que al mismo tiempo son una muestra de la otra cara de la moneda de la carrera hacia el éxito de las sociedades desarrolladas.

'61 Pontiac, Robert Bechtle, 1968-1969.

White chevy - Red trailer, John Salt, 1975.

En el cine el coche ha tenido un papel más destacado, más inspirado, muchísimo más variado. Son interesantes todas aquellas películas desarrolladas precisamente en el punto álgido del triunfo del automóvil, en la década en la que el autómovil llegó a las ciudades cual Atila, dispuesto a cambiar su fisonomía mucho más que todos los cambios políticos o económicos anteriores. Ahí están, como testimonios de ese triunfo, las películas de Jacques Tati, que desde Mon Oncle hasta Traffic, pasando por Playtime, radiografían este ascenso del automóvil, como fenómeno parejo a la desaparición de los barrios tradicionales y el apogeo del Movimiento Internacional en la arquitectura, con su particular despersonalización y homogeneización de la vida urbana. La obra de Tati parecía tener en su momento un carácter renuente al progreso; sin embargo, su visión nostálgica sería vista hoy en día como un precedente de posicionamientos actuales.

Mi tío, Jacques Tati, 1958.


Playtime, Jacques Tati, 1967.

Traffic, Jacques Tati, 1971.

Paralelamente hay otras películas de la misma época que inciden, con una perspectiva parecida (conservadora en su momento), en el mismo proceso: pienso en Week-end de Godard, una de sus tantas películas que tienen momentos interesantes en medio de océanos de pedantería. En su caso, como Tati en Traffic, incide en el tema del atasco desde un punto de vista lúdico. Ambos directores franceses parecen disfrutar de la posibilidad para el gag cómico que permite el coche, de manera que su crítica al triunfo del automóvil queda un tanto desdibujada. Aunque Godard no escamotea las imágenes de los accidentes de tráfico. En fechas paralelas, Fellini también incide en el tema del atasco, pero para aludir a otras cosas más de su interés: el atasco como símbolo del estancamiento creativo en el prólogo onírico de Ocho y medio, y el atasco como emblema del fascinante caos de una gran ciudad en Roma. Esta escena del atasco, en la que en el Grande Raccordo Anulare de Roma se suceden las imágenes más insólitas (unos jugadores de cartas en el remolque de un camión, un caballo suelto, un autobús con aficionados del Nápoles, conducido por un Pulcinella, etc.), no es más que una amplificación de un atasco similar, de dimensiones y duración más breves, en Toby Dammit, el episodio felliniano en Tre passi nel delirio.

Week-End, Jean-Luc Godard, 1967.
Ocho y medio, Federico Fellini, 1963.

Roma, Federico Fellini, 1972.


En este interesante episodio inspirado en Poe (y con algún que otro plagio al cine de Mario Bava), el coche tiene una especial importancia. Toby Dammit es un actor británico que llega a Roma para recibir un premio y comenzar el rodaje de un "western católico", a mitad camino "entre Dreyer y Pasolini" (como se declara en cierto momento, no sin malicia). Este actor se ve acosado por la visión de una niña algo traviesa, que no se sabe si es un espectro, el mismo diablo o simplemente una alucinación producto de su propio alcoholismo. Como premio recibe un Ferrari, que se convierte en un instrumento de muerte, un particular medio para el suicidio. Ese final a la carrera es uno de los momentos más inspirados de todo su cine, explorando un mundo de luces y sombras que luego estéticamente pasará al cine de Argento y otros creadores del giallo

Toby Dammit, Federico Fellini, 1968.


Así pues, en el cine de Fellini el predominio del autómovil, su velocidad y peligros no son elementos de una argumentación sobre el triunfo del automóvil, ni mucho menos, sino más bien un símbolo para hablar de temas más cercanos a su interés personal (estancamiento creativo, fascinación ante el caos, impulsos autodestructivos, etc.). Paralelamente Luis Buñuel se sirve también del coche como leit motiv en su gran película sobre la religión: La via láctea. Esta película se centra en el peregrinaje contemporáneo de dos fieles a Santiago de Compostela; a lo largo de su camino darán con muchos personajes que recordarán varias herejías del cristianismo. Desde un primer momento, en los títulos de crédito, Buñuel muestra imágenes de carreteras con tráfico fluido, aludiendo a las nuevas formas de desplazamiento; a continuación, un mapa de Francia y del norte de España recuerda la vinculación entre el camino medieval y la vía láctea, introduciendo así la peregrinación anacrónica de los dos protagonistas.   

La vía láctea, Luis Buñuel, 1968.


El automóvil aparece en una de las escenas más logradas de la película (toda ella una obra maestra). Un niño magullado y aparentemente desorientado está sentado al borde de la carretera. Los dos peregrinos se detienen preocupados por su estado, pero el niño no parece escucharles. Tiene la mirada perdida en el horizonte. De pronto se levanta y con una señal logra detener un coche, uno de lujo. Ese coche está esperando a los peregrinos, que suben inmediatamente mientras el niño se marcha, después de haber cumplido su extraño cometido. Los peregrinos están sorprendidos por ese particular milagro a la par que extasiados con las comodidades del vehículo. El chófer se muestra dispuesto a llevarlos hasta Santiago de Compostela. Los peregrinos se recuestan en sus asientos, dispuestos a echar una larga cabezada, cuando uno de ellos, el más joven, comenta inocentemente "aquí vamos como Dios". Inmediatamente el chófer detiene el coche y les obliga a salir a empujones. La "blasfemia" es el detonante de un tema tan buñueliano como el del deseo insatisfecho, con el coche en este caso como medio. 

La vía láctea, Luis Buñuel, 1968.


Sin embargo, volviendo al coche como tortura autoimpuesta que se planteaba en Toby Dammit (su cruz, como se lleva a declarar en un momento de la película, en claro sentido irreverente), hay otra película que emplea también el coche para fines violentos, en este caso no autoinfligidos: Death Proof de Quentin Tarantino. El director norteamericano es un enamorado de las películas de consumo rápido de los años setenta, tanto es así que las ha expoliado sin descaro. En esta película la trama da vueltas en torno a un especialista asesino y su coche, una fascinante máquina de matar. La película, que en sí misma es una de las mejores del director, da vueltas a esos temas tan del gusto del desquiciado director como el sadismo y la venganza. Al mismo tiempo, esta película parece un homenaje a otras películas norteamericanas con el automóvil como eje central de la trama, películas de los setenta en las que, al contrario que en la película de Tarantino, el coche era sinónimo de libertad, o libertad truncada. Two lane blacktop o Punto límite cero serían dos de los ejemplos más característicos, auténticas películas pioneras del subgénero de road movie, y que Tarantino homenajea a través de determinados modelos de coche. 

Death proof, Quentin Tarantino, 2007.

Punto límite cero, Richard C. Sarafian, 1970.

Carretera asfaltada en dos direcciones, Monte Hellman, 1971.

El coche se convirtió también más o menos en la misma época en un desafío para los directores de cine en sus intentos, en una época de cambios, de rodar de forma diferente. Colocar la cámara sobre el propio vehículo y transmitir de esa manera la velocidad de forma real se convirtió en una práctica habitual de los directores más arriesgados. El primero en hacerlo fue, como en tantas otras cosas, Orson Welles en Touch of evil. Michelangelo Antonioni ofreció todo un despliegue de ángulos de cámara distintos desde un automóvil en Blow up, una de las primeras películas que se atrevía a colocar la cámara cinematográfica encima de un vehículo a motor. Poco después se convertiría en un recurso habitual, sobre todo en películas de acción con persecuciones de por medio. Piénsese en Bullitt, por ejemplo.  Aunque en realidad el precedente fue Il Sorpasso de Dino Risi, una película centrada en el coche. En este puntal de la commedia all'italiana el coche no es tanto un vehículo de libertad sino más bien una forma de huir de la propia soledad. 
 
     
Sed de mal, Orson Welles, 1958


Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966.
Il sorpasso, Dino Risi, 1962.

Bullitt, Peter Yates, 1968.




También la pareja Straub y Huillet se atrevió a montar la cámara encima de un automóvil, concretamente en Lecciones de historia, ofreciendo un larguísimo plano secuencia por las calles de Roma. En un ejercicio opuesto, Scorsese desmenuzó mediante planos cortos y el montaje rápido el automóvil en Taxi Driver, una película en la que el coche, con su pinta de ataúd en movimiento, es una prolongación del estado psíquico del personaje. La fotografía de Michael Chapman logra crear una particular atmósfera terrorífica (el coche emergiendo entre los vapores de la ciudad, con los tonos rojizos de los semáforos y los neones reflejados en sus ventanillas oscuras), que contrasta con el realismo social dominante de otras partes de la cinta, coincidente con la estética de otras películas norteamericanas coetáneas, tan dadas al cine político. Quizá en ese contraste entre realismo social y alucinación terrorífica resida la grandeza de una de las pocas películas de Scorsese que ha logrado superar la criba del tiempo.

Lecciones de historia, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, 1972.

Taxi driver, Martin Scorsese, 1976.


Aunque si hay un cineasta centrado en el coche, para el que el interior del automóvil parece un hábitat natural de rodaje, ese es Abbas Kiarostami. Ya sea en El sabor de las cerezas, El viento nos llevará o en las más recientes Copia certificada y Like someone in love  son constantes los planos de conductor y copiloto, o los planos generales de todoterrenos deambulando por paisajes solitarios, sobre todo en las dos primeras obras. Un poco a modo de imitación declarada del cine del iraní, el cine de Nanni Moretti, no siempre original en cuanto a soluciones estéticas, también ha sido dominado por los planos de interior de coche desde principios de los noventa.

Copia certificada, Abbas Kiarostami, 2010.

El viento nos llevará, Abbas Kiarostami, 1999

El sabor de las cerezas, Abbas Kiarostami, 1997.


Il caimano, Nanni Moretti, 2006.

La habitación del hijo, Nanni Moretti, 2001.



Por último, otro gran director de automóviles es Jim Jarmusch. Ya sea en su gran vuelta al mundo a través de los taxis, Noche en la tierra, o en su reciente película de vampiros, Only the lovers left alive, el coche ha tenido una presencia notable. En la primera, Jarmusch logra crear una película divertida y sencilla que remite a la mejor tradición de películas por episodios, con un viaje a través de la noche por Los Angeles, Nueva York, París, Roma y Helsinki, con resultados de comicidad dispar, pero todos ellos interesantes, en el que Jarmusch crea un particular ritmo al combinar planos de los conductores (sin apenas cambios de planos) con imágenes nocturnas de las ciudades por las que transitan. En el caso de la película de los vampiros modernos, el coche aparece como reliquia. Los vampiros interpretados por Tilda Swinton y Tom Hiddleston no son más que reliquias de un pasado a punto de expirar, residuos de un mundo a punto de desaparecer, dominado por la música, la ciencia y la literatura. La residencia del vampiro en Detroit no es más que un trasunto del antiguo castillo asediado por las turbas populares, que buscan conseguir la cabeza del monstruo en la picota. Una vivienda a modo de Wunderkammer o casa de El Hombre Omega, en la que se recopilan objetos del mundo. Ahora es la singularidad artística la que es asediada por una modernidad insustancial de consumo rápido, parece querer transmitir Jarmusch como moraleja. Tanto es así que el vampiro tilda a los humanos de "zombis" y de responsables del agotamiento natural del planeta. Y en medio de este cuento, el coche ejerce el papel de reliquia propia de otro tiempo. Por ello, tanto los vampiros como Jarmusch parecen fascinados por la belleza de los coches antiguos, pero sus escrúpulos les han hecho cambiar el motor de gasolina por uno eléctrico.   

Noche en la tierra, Jim Jarmusch, 1991.


Sólo los amantes sobreviven, Jim Jarmusch, 2013.


 Así pues, hasta aquí ha llegado el repaso al coche en el cine. Sin duda hay más ejemplos, que o bien no he visto (que será la mayoría de los casos) o bien no recuerdo ahora. Aquí dejo algunas imágenes que se han quedado en el tintero, pero el lector avispado seguro que encontrará por sí mismo más ejemplos para completar las lagunas de esta artículo. 



Gran Torino, Clint Eastwood, 2009.


Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966)
Pasolini (Abel Ferrara, 1978)
Ecce Bombo (Nanni Moretti, 1978)
El círculo rojo (Jean-Pierre Melville, 1970)

Identificación de una mujer, Michelangelo Antonioni, 1982.


Crash, David Cronenberg, 1996.

Vertigo, Alfred Hitchcock, 1959.
La doble vida de Verónica, Krzsystof Kieslowski, 1990

El diablo, probablemente, Robert Bresson, 1977.
Call me by your name, Luca Guadagnino, 2017.

Arrebato (Iván Zulueta, 1979)

Desaparecido, cap.10 (Tomohiko Ito, 2016)

La luna, Bernardo Bertolucci, 1979.


Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1989)
 
¡Átame! (Pedro Almodóvar, 1989)
Withnail and I (Bruce Robinson, 1987)

Breaking away (Peter Yates, 1979)

Holy Motors, Leos Carax, 2012.



Carretera perdida, David Lynch, 1997.

This is america videoclip, Hiro Muria, 2018.

Once upon a time in Hollywood, Quentin Tarantino, 2019.

El lobo de Wall Street, Martin Scorsese, 2013.


Fresas salvajes, Ingmar Bergman, 1957.

Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1953

Titane (Julia Ducournau, 2021)

Heat (Michael Mann, 1995)

Christine (John Carpenter, 1983)

Mandy (Panos Cosmatos, 2018)

El hilo invisible (Paul Thomas Anderson, 2017)

Drive my car (Ryosuke Hamaguchi, 2021)

Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991)

Happy together (Wong Kar Wai, 1997)

Érase una vez en Anatolia (Nuri Bilge Ceylan, 2011)

La sirena del Mississippi (François Truffaut, 1969)

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