lunes, 29 de octubre de 2018

A TAVOLA!


El festín, entendido como banquete desmedido de eternas sobremesas celebrado en ocasiones escogidas, es un tema importante en la cultura europea, dado su doble origen judeocristiano y grecolatino, y por ello su presencia en el arte y en el cine ha sido más que notable. En realidad, podría decirse de forma un tanto aventurada que se ha idolatrado el festín, y la comida en general, precisamente en periodos de gran hambruna. Por ello no es raro que literatos y pintores se recreasen en la descripción de viandas, quizá sin más objetivo que poner los dientes largos a sus contemporáneos. En el arte, el festín traza un camino en línea recta que conduce desde los simposios griegos, reflejados en las pinturas funerarias del sur de Italia, hasta las innumerables variantes del tema de la Última Cena, con toda su subtrama soterrada de traiciones y amoríos. Ahí tenemos las cenas de Dirk Bouts y Leonardo da Vinci, y también de Andrea del Castagno. 

Tumba del nadador, Paestum

La última cena, Dirk Bouts, c. 1420.

La última cena, Andrea del Castagno, 1449.

El refinamiento de estos grandes banquetes de la tradición sagrada alcanza su punto álgido con las monumentales Bodas de Canáan de Il Veronese, que tienen su perfecta antítesis en la casi coetánea boda aldeana de Brueghel. El genial pintor flamenco, en un ejercicio de desmitificación y también de burla a costa del campesino, rebaja los banquetes de los ámbitos excelsos consagrados por la tradición a la más básica necesidad de llenar la panza. La música de laúdes y violas es sustituida por el sonido monocorde de una gaita, que acompaña la entrada de humildes viandas transportadas en una puerta empleada a modo de bandeja. Disfrutan el rico y el clérigo, el esposo se relame, el niño rebaña el plato llevándose los dedos a la boca y la esposa sonríe complacida, con las mejillas arreboladas quizá por el vino. Estos banquetes continuarán en las obras de Jan Steen y Jacob Jordaens, aunque con un carácter más etílico que alimenticio. 

Las bodas de Canáan, Paolo Veronese, 1563.

La boda aldeana, Pieter Brueghel, 1568. 
El rey bebe, Jacob Jordaens, 1640.


En el cine ha sido bastante común la asociación de la comida pantagruélica con los excesos sexuales, por influencia del surrealismo y su amor antropófago. Quizá la película que refleja mejor esta relación entre el acto de devorar y el de copular sea La gran comilona de Marco Ferreri, obra realizada también por un gran gourmet como el director italiano. En ella, cuatro personajes de reminiscencias sadianas se encierran a llenar la panza y darse a excesos sexuales hasta morir atiborrados. En una línea semejante, Luis Buñuel empleó la cena como punto de partida temático para su particular y demoledor ataque a las convenciones burguesas. En El ángel exterminador Buñuel parece burlarse de las sobremesas interminables de las reuniones sociales burguesas, mediante un extraño tabú sobrevenido que impide salir del comedor a los asistentes a la cena. Ello lleva a los burgueses a tener que rebajarse y degradarse hasta límites insospechados. En El discreto encanto de la burguesía realiza una variante del mismo tema, en este caso burlándose de la cita aplazada in eternum. La cita del grupo de burgueses encuentra los obstáculos más insospechados para su realización, que van desde un velatorio en el restaurante a un arrebato repentino de lujuria por parte de los anfitriones.

La gran comilona, Marco Ferreri, 1973.

El ángel exterminador, Luis Buñuel,1962.


El discreto encanto de la burguesía, Luis Buñuel, 1972. 



Así entraríamos en una variante de los festines y comidas cinematográficos que ha dado bastante juego: la comida interrumpida. Su caso más directo sería la comida interrumpida por la "indigestión" fortuita que tiene lugar en Alien. Pero también la propia elaboración de la comida puede estar salpicada de numerosos contratiempos e  interrupciones, como sucede en la comida familiar de Goodfellas, en la que el montaje encocado de Scorsese sitúa en un mismo plano de relevancia la elaboración de una salsa de tomate y la de un alijo de cocaína, salpimentando la situación con un helicóptero de la policía monitorizando los movimientos del mafioso de la casa.

Alien, Ridley Scott, 1979.

Uno de los nuestros, Martin Scorsese, 1990.


El elemento enrarecido o extraño puede no sólo provenir de la compañía junto a la cual se come o cena, sino también del propio alimento en cuestión. En Frenesí, Hitchcock incorpora una serie gags bastante personales acerca de la comida sofisticada francesa, en forma de cenas incomestibles que una abnegada esposa ofrece a su marido, el jefe de policía, mientras discuten sobre un caso de asesinatos múltiples. En particular un plato de codorniz de pinta claramente asquerosa. Hitchcock, que por su apariencia parecía ser un gran gourmet, se resarce con estas escenas de un largo ayuno en su cine, sorprendentemente falto de escenas de banquetes, al mismo tiempo que deja muestras de su habitual misoginia. Casi un plato idéntico al anterior reaparece en Cabeza Borradora de David Lynch, aunque dotado de un aspecto más extraño y monstruoso: el trozo de carne mueve sus patitas, al mismo tiempo que secreta un extraño líquido oscuro al ser hincado con el tenedor. El cine de Lynch sabe siempre extraer a cualquier acto cotidiano un reverso espeluznante y desagradable. 

Frenesí, Alfred Hitchcock, 1972

Cabeza borradora, David Lynch, 1977.


Volviendo al tema de las relaciones entre la comida y el sexo, es particularmente interesante la escena de la reciente Panthom Thread de Paul Thomas Anderson en la que los protagonistas se conocen. El personaje del modisto interpretado por Daniel Day Lewis parece haber llegado a un restaurante de un pueblo costero inglés con un hambre voraz y encarga a la camarera un impresionante desayuno, formado por un interminable listado de platos, muy a la inglesa. Tanto es así que el apetito del espectador se despierta simplemente con su enumeración. El personaje parece haber llegado allí después de un largo ayuno, que parece no sólo concernir al estómago.  La camarera no sólo tomará nota del desmesurado pedido, sino que quedará en cierta manera conquistada por esa insaciable voracidad, que parece ser extensible a otros ámbitos. De esta manera, con gran sutileza P. T. Anderson relaciona la mesa y la cama, al igual que empleará la intoxicación alimenticia como vínculo inquebrantable entre los dos personajes protagonistas. Similar valor adquiere el desayuno inicial de Call me by your name en el que la ingesta de un huevo parece convertirse en toda una declaración de intenciones. Sin ir más lejos, el propio Guadagnino había incluido en Io sono l'amore una escena, un tanto cursi, en la que el personaje de Tilda Swinton es conquistado por el paladar.


El hilo invisible, Paul Thomas Anderson, 2017

Llámame por tu nombre, Luca Guadagnino, 2017.

Io sono l'amore, Luca Guadagnino, 2009.


Aunque quizá el resumen perfecto de banquetes desmedidos tenga lugar, como tantas otras cosas, en el cine de Fellini.  Los banquetes fellinianos pueden ser brutales, asfixiantes, adquiriendo los tonos y ambientes propios de una película de terror, pasados por su particular estilo basado en la sucesión de momentos descriptivos, cual friso griego o tira de viñetas interminable. La cena de Trimalción de El Satiricón es uno de sus primeros banquetes brutales. Los vapores, el color rojo pompeyano de las paredes, los invitados comiendo con los dedos, los exabruptos del propio Trimalción, los esclavos comiendo en el suelo o realizando un enorme retrato con teselas, los coreutas griegos, el cerdo completamente finto destripado en directo: todo contribuye a crear un ambiente sofocante, claustrofóbico, demencial. Posteriormente, en Roma Fellini crea otro ágape brutal en forma de cena a la fresca en el Trastevere romano. Esta escena parece ser una variante más breve de la anterior, como solía ser habitual en su cine. El ingenuo observador que hace las veces de Fellini joven queda atrapado en un asfixiante ambiente familiar, en el que al desfile de comida grasienta acompaña un ir y venir de personajes, cada uno con la battuta pronta. El joven parece tan fascinado por esa voracidad interminable de los romanos como el propio espectador, al que finalmente no le sorprende la aparición de un plato de pescado coronado por un ojo, en el que una niña acaba hincando el dedo, en unos de esos actos de gamberrismo soez tan del gusto del Fellini maduro. Tanto la escena del Satiricón como la de Roma parecen haber sido rodadas en el interior de un horno. El realizador italiano demostrará su maestría al combinar estas escenas desmesuradas y caóticas, caracterizadas por la cacofonía y el solapamiento de voces y músicas, con escenas posteriores marcadas por la propia potencia poética de la imagen y el sonido. 

Satiricón, Federico Fellini, 1969.


Roma, Federico Fellini, 1972.


Finalmente me quedaría hablar de los banquetes navideños, en sus dos vertientes, protestante y católica, a partir de Fanny y Alexander y Plácido. En la película de Ingmar Bergman la comida tiene poca importancia frente a las canciones, las confesiones cálidas y los bailes familiares en los que también intervienen las criadas para dotar a la situación de cierto punto picante. Es todo felicidad, en la que se entremezclan en amable convivencia las cuestiones familiares, teatrales y sexuales, en un ambiente claramente liberal que luego contrastará con el rigorismo protestante del padrastro. El ambiente es tan abierto que se invita incluso a un judío amigo de la casa, interpretado por Erland Josephson, precisamente el día en que conmemoran el nacimiento de Jesús de Nazaret. La comida de Berlanga, en cambio, está dominada por la hipocresía de una burguesía rancia, por la omnipresencia de las cestas navideñas con productos enlatados de lujo aparente y por las pequeñas mezquindades propias de un país gris. En ese sentido siempre es digno de recordar el personaje del mendigo interpretado por Luis Ciges, que se atiborra sin compasión cual Carpanta mientras los anfitriones y los vecinos están despistados, preocupándose fingidamente por la salud de uno de los mendigos.  

Fanny y Alexander, Ingmar Bergman, 1982.

Plácido, Luis G. Berlanga, 1961. 
Una comida bien dispuesta sobre la mesa también puede ser un buen recurso para conquistar a la gente. Así aparece en Pa negre, del genial Agustí Villaronga, en la que una impresionante merienda, con chocolate, tarta, pan blanco y mantequilla, es capaz de doblegar la voluntad del pequeño Andreu. Este queda no solo saciado, sino encantado, como en los cuentos: pero su encantamiento lo conduce al mal, a la traición por interés. Hasta el momento, Andreu era un niño del bando perdedor, cansado del hambre, de vivir marcado y de las propias mentiras familiares, y esa merienda, a la que se añade el lujo de las habitaciones burguesas de los Manubens, le hará abandonar a su alocada prima y renegar de su propia familia, en una aceptación resignada e interesada del "bando de la Victoria". Otro tanto sucede en Tristana de Buñuel, en la que el ateo e incestuoso Don Lope acaba acomodándose a las meriendas de chocolate, mantita y curas en su vejez. Tanto Villaronga como Buñuel parecen hablar de sí mismos en estos encantamientos con la comida de por medio. En concreto parecen hablar de su forma de acomodarse o amoldarse a nuevas realidades con algo de resignación: uno al aceptar un lenguaje más masivo, otro al aceptar un rodaje en la España de Franco.

Tristana (Luis Buñuel, 1970)

Pa negre (Agustí Villaronga, 2010)


Y con esto termino mi parcial resumen de banquetes y comilonas cinematográficas y artísticas. Espero que se les haya abierto el apetito. 

La luna, Bernardo Bertolucci, 1979.

Lazzaro felice, Alice Rohrwacher, 2018.

Neon Genesis Evangelion, ep. 9 (Hideaki Anno, 1995)

Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957)

Hannah y sus hermanas (Woody Allen, 1986)

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