sábado, 28 de marzo de 2020

CALL ME BY YOUR NAME

(versión ampliada del artículo del 28 de enero de 2018)

Call me by your name es demasiado hermosa, tanto que inspira a decir cursiladas. La juventud que en ella aparece es demasiado radiante, la naturaleza demasiado exuberante, el verano de 1983 es demasiado sensual, Italia es demasiado hermosa, incluso con sus persistentes relaciones feudales. En resumen, todo es tan demasiado que corre el riesgo de ser artificial. No hay defectos en el mundo de la película, ni siquiera la diferencia de edad de los amantes parece serlo.  

Sin embargo, más allá de su carácter predecible de historia de amor entre dos hombres, y por encima de la sofisticación del ambiente familiar retratado, la película tiene grandes virtudes. La película se desarrolla en el norte de Italia, en 1983, y cuenta el despertar sexual de Elio (Timothée Chalamet), un joven de 17 años, que se enamora de Oliver (Armie Hammer), un estudiante invitado por su padre, profesor de universidad (Michael Stuhlbarg). El devenir de la historia explora todos los lugares comunes de estas historias de deseo, amor y ruptura: los acercamientos pasivo-agresivos, los intentos de poner celoso al amante esquivo, la confesión del amor, su consumación, los momentos de exaltación y alegría y finalmente el doloroso distanciamiento y la ruptura. El tratamiento de esta historia, que podría ser convencional, es lo que hace interesante la película: el predominio de planos generales, que evitan la sobreexposición de los sentimientos; la primera parte de la película, en la que predominan los “tiempos muertos” y en la que los actores “viven” dentro del plano, gracias a una tendencia a las tomas largas, a la que se añade una utilización comedida y eficaz del plano-secuencia; la inclusión del entorno arquitectónico o natural dentro de la historia; la magistral construcción de los personajes, especialmente en el caso de Timothée Chalamet y Michael Stuhlbarg; la introducción de pinceladas de humor... A todo ello hay que añadir el tratamiento de algunos temas u objetos de interés de esta página, que aparecen con especial reiteración. Me refierio a aquellos objetos que sirven a modo de emblemas, cargados de resonancias simbólicas y culturales. Ventanas, bicicletas, manos, teléfonos...Aparecen en demasiada cuantía e intensidad como para pasarlos por alto, aunque en la mayoría de los casos se ciñan al significado cultural con el que se les suele relacionar. 


 

Ventanas: observando desde las alturas

La ventana aparece asociada al personaje de Elio. Ya desde un primer momento, la película adopta el punto de vista de este personaje, acompañando su mirada y su espera. De hecho, la ventana actúa como marco que separa la mirada de Elio del objeto de su deseo, a la manera de una frontera que distancia a los que observan desde dentro de los que actúan fuera. Elio adopta la misma actitud que esas muchachas de los cuadros de Murillo, Vermeer, Friedrich, Dalí o Hopper, separadas del mundo externo por una ventana que alude a un papel pasivo y contemplativo frente al mundo. Al igual que ellas, Elio está a la espera de escoger o de ser escogido como una fruta madura. En la primera escena de la película, la presentación de Oliver se muestra desde un marcado picado, desde las alturas: Elio y Marzia (Esther Garrel) observan la llegada de ese “intruso”, que desde el primer momento se muestra exultante, perfecto, deportivo, excesivamente activo, como suelen ser los norteamericanos en las películas italianas. Elio, desde la ventana, examina, encastillado en las alturas, a su objeto de deseo. Su rol inicial es el de la observación distanciada.





A partir de entonces habrá varios momentos en los que Elio contemple el jardín desde la ventana, a la espera de Oliver u observando su huida. Así sucede en una larga escena de “tiempo muerto” muy alumbradora de su estado de espera. Un tenue cambio en la intensidad de la luz acaricia la ventana de Elio, con los postigos cerrados, en un encuadre contrapicado casi idéntico al de la escena de apertura del film. En el interior, el joven se aburre en medio del letargo estival. El montaje nos va ofreciendo detalles de ese universo adormecido y lánguido: la bicicleta solitaria de Elio apoyada sobre la pared de la casa, la cocina vacía, la naturaleza vista desde la azotea...La banda de sonido nos acerca amortiguados los sonidos de la naturaleza exterior. Elio inicia unas notas al piano que se expanden y llenan el vacío de la casa, sobre el que se va superponiendo, de forma entrecortada, el sonido fuerte de batir de puertas mal cerradas. Elio es incapaz de concentrarse, deambula por los dominios solitarios y frescos del interior doméstico, extrañamente vacío. Se detiene a hojear el libro de Heráclito y la voz de Oliver resuena en su cabeza. Aprovecha que Mafalda, la sirvienta, deja la ropa de Oliver en su habitación, para husmear un poco y olisquearla. Es evidente que está terriblemente aburrido, pasa de una actividad a otra sin poder concentrarse, dominado por la idea de la ausencia de Oliver. Con la cabeza metida en el bañador de su amado, oye un crujido de grava del exterior y unas voces que lo ponen en estado alerta: es la voz de Oliver. Elio sale al pasillo, intentando ubicar la procedencia de los sonidos confusos del exterior. El sonido de la puerta batiendo se une al de la música extradiegética de John Adams, para amplificar precisamente el momento de observación que se va a producir. Elio se acerca al balcón y observa la aparición de Oliver, empequeñecido en el encuadre por la distancia: la entrada de Oliver en el plano viene marcada por el tono más grave de un segundo piano que se incorpora a la melodía de John Adams. Elio sigue observando desde las alturas, a la espera. Todavía no ha descendido del mundo ideal de la contemplación al mundo de los cuerpos y su contacto físico.










Es fácil observar sin ser visto desde las alturas, es más difícil, en cambio, ocupar ese puesto desde el nivel del suelo. Después de los escarceos y los tiras y aflojas de una larga salida campestre, en la que Elio finalmente ha revelado su interés por Oliver, este se muestra esquivo. Literalmente desaparece. El joven lo considerará un “traidor”. Es en ese contexto en el que se produce un interesante plano, cámara en mano, en el que Elio observa desde el jardín la ventana a la que se asoma su amado durante un breve instante. Es un momento marcado por la decepción y el desconcierto, que la música de Ryuchi Sakamoto sabe subrayar de forma acertada. La mirada lanzada desde las alturas es inocente (no conoce aún al objeto de su mirada) y al mismo tiempo plena (observa sin ser vista); en cambio, intentar asumir el mismo rol de voyeur desde ras de suelo solo lleva a desencuentros.




Pero llegado un cierto punto de la película, cuando se alcanza el clímax de la relación amorosa, la ventana cambia de significado. Deja de ser el marco de un juego dual de miradas y aparece en este caso como marco que introduce la visión de un mundo natural externo y ajeno. Esto sucede en la escena del primer encuentro sexual de la pareja. En un largo plano, casi imperceptible, la cámara de Sayombhu Mukdeeprom comienza encuadrando el jugueteo de los pies de los amantes, para mostrar a continuación sus rostros y registrar el inicio de un encuentro sexual entendido como una pelea entre amigos, que poco a poco se va animando hasta que la cámara se desentiende de ellos y, con un pudor propio de tiempos pasados, filma los árboles y la noche que se ven más allá de la ventana, a modo de elipsis alusiva. Se trata de una vegetación nocturna, exuberante y silenciosa, solo alterada por el tono monocorde de las chicharras; un mundo casi salvaje, ajeno a las pequeñas historias del hombre. Ahora es el exterior el que reclama su protagonismo, imponiendo su silencio ante historias que, en definitiva, son demasiado pequeñas y efímeras, cíclicas se diría, en comparación con las largas duraciones de la naturaleza.





Bicicletas: el deseo como competición

La bicicleta es otro de los objetos o temas que aparecen con insistencia en la película. Las bicicletas casi siempre se asocian a la libertad de la primera juventud, puesto que son el primer vehículo que permite la libertad de movimientos. En Call me by your name los personajes se pasean en bicicleta con la misma ociosidad aristocrática que los personajes de El jardín de los Finzi Contini. Las chicas también van a todos lados en bicicleta. Pero en algún que otro momento la bicicleta parece también un elemento de rivalidad, de reto mutuo. Hay dos largas salidas en bicicleta en las que algunos detalles adquieren importancia, como quién guía a quién. Si bien la primera salida acaba con la adopción de caminos divergentes, la segunda finaliza con una competición de la que el miembro más joven de la pareja no sale bien parado.

En una de las escenas iniciales de la película, después de que Oliver despierte de un largo sueño provocado por el jet lag y que desayune como un campeón, marchan Elio y él a Crema en bicicleta. Oliver emplea la bicicleta de Anchise, el jardinero, que sacude con un trapo. Un plano muestra a los dos personajes pendientes de sus respectivas bicicletas, sin reparar el uno en el otro. De camino a Crema, Elio dirige la marcha, como particular cicerone de Oliver en el contexto italiano: tres planos diferentes lo muestran en cabeza. Después de una conversación sobre los quehaceres del verano, que ambos mantienen con fingido desinterés en una terraza de la plaza principal, la escena concluye con un leve contacto, aparentemente involuntario, al montar de nuevo en sus bicicletas. Oliver ni siquiera espera a Elio, lo despecha expeditivamente con uno de sus “later!”, y el joven se marcha confuso en dirección opuesta.








La siguiente escena en bicicleta tiene encapsulada en su interior una de las escenas más logradas de toda la película: la del desvelamiento de las auténticas intenciones de los personajes en torno al monumento conmemorativo de la batalla del Piave. Toda la sección se trata de una larga salida campestre, de tintes renoirianos, en el que el flirteo oscila entre la confesión y la actitud desafiante. El predominio del plano general invita al distanciamiento; sin embargo, el montaje presenta una sucesión de momentos dominada por la alternancia de sentimientos contrapuestos de Elio. Como resultado, la salida en bicicleta oscila entre lo bucólico y lo competitivo. La música de Ravel incita al disfrute casi mágico del entorno natural, pero los jadeos y las aceleraciones de la marcha en bicicleta son el ejemplo del inicio de una relación como un tenso tira y afloja.

De nuevo los dos protagonistas se preparan para salir, dispuestos a montar en sus bicicletas. Pero en este caso ya no se ignoran mutuamente: Oliver se exhibe, a propósito de una herida. Elio se fija en su cuerpo, el propio de un indivudo amado casi desconocido, que pasa poco tiempo en casa y parece llevar otra vida, en la que hay otras salidas en bicicleta, con caídas incluidas. Así llega el plano-secuencia del monumento conmemorativo. Se trata de una larga toma, muy coreográfica y antoniniana, que adopta esa tendencia a la divagación, renuente a la progresión dramática clásica, tan propia del cine italiano. Una tendencia que el milimétrico guion de James Ivory no ha podido encorsetar plenamente. Es una escena que se aboca al tiempo muerto y que con ello aporta grandes sorpresas. La cámara dibuja un travelling lineal de ida y vuelta, con el monumento conmemorativo como centro escenográfico y dramático: frente a él se produce la confesión del joven. Esa progresión no está exenta de ascensiones (para encuadrar al soldado del monumento, mudo testigo del encuentro, o posteriormente el remate de una iglesia, el peso de una tradición de la que es difícil escapar), y permite el ensamblaje casi perfecto de la acción anodina (comprar tabaco, recoger unas páginas de la tipografía), la confesión trascendental (“things that matter”) y la intromisión de la realidad en el escenario (la entrada del bus, los carteles electorales de los partidos políticos, etc.). Se trata de la escena más lograda de todo el film.












A continuacion viene una larga escena de vagabundeo campestre en bicicleta, marcado por la tensión y la rivalidad competitiva. Elio parece llevar la voz cantante, conduciendo a Oliver a sus espacios privilegiados. Oliver espera jadeando a que Elio le dé alcance. Solo se detienen un instante para salir disparados hacia el fondo del plano, pedaleando con fuerza. Después de avituallarse en casa de una campesina nostálgica del fascismo, reemprenden la marcha. Una panorámica muestra el paseo ya más relajado, con Oliver soltado de manos. Un corte brusco de la música de Ravel marca el fin del paseo: en el río, y luego tendidos en la hierba, tienen lugar los momentos de tensión y distensión, de acercamiento y rechazo. La herida parece una buena excusa para poner fin a esa situación sexualmente embarazosa para Oliver, que se resiste a dejarse llevar por sus inclinaciones naturales. La escena acaba con Elio renqueante, intentando seguir el ritmo de un Oliver más fuerte, que no parece hacer otra cosa más que huir.





A pesar de las dudas de Elio, que presiente que Oliver le está siendo esquivo, las bicicletas de ambos están aparcadas juntas: el manillar de la bicicleta verde de Elio, con el sillín un poco bajo, apoyado sobre el cuadro rojiblanco de la bicicleta de Oliver, de una talla más grande y con el sillín más alto. ¿Es el más joven el que ha colocado su bicicleta junto a la de su compañero, como así se podría deducir de la posición del manillar junto al sillín? ¿O es Oliver el que, después de unas de sus salidas privadas en bicicleta, la ha dejado sutilmente al lado de la de Elio? La película queda perfectamente resumida en ese sintético plano.



Teléfonos: comunicaciones desencuadradas

El teléfono marca casi siempre momentos de incomunicación, de malentendido y de distanciamiento. Bajo un antiguo planisferio se encuentra en la espaciosa casa de los padres la mesa del teléfono, ligeramente apartada del salón para permitir algo de privacidad en las conversaciones. Éstas tienen lugar en dos momentos, marcados ambos por la falsedad. La primera conversación teléfonica es bastante significativa a este respecto, aunque no tenga lugar entre Elio y Oliver, sino entre Elio y Marzia. Viene dada después de dos breves escenas que marcan cierta decepción en el joven Elio, al no ver colmadas sus esperanzas de acercamiento a Oliver por la actitud esquiva de este. Elio se encuentra en el salón junto a sus padres. Fuma (como cuando se encuentra a disgusto y maquina), mientras sus padres ríen con un sketch de Beppe Grillo en la televisión sobre el nuevo presidente del consiglio, el socialista Bettino Craxi. Elio se dirige al planisferio y decide poner en marcha su plan alternativo. Un corte de montaje casi imperceptible segmenta la escena en dos planos. Elio busca a Marzia, la chica con la que supuestamente sale, sin otra intención que escapar de sus auténticos deseos. Ni siquiera identifica con claridad su voz al otro lado del auricular.



La segunda conversación es más intensa, más desgarradora, marcada por una fría luz invernal. Tiene lugar en el epílogo del film, después de la separación de Elio y Oliver, ambientada en un invierno que, de forma quizá un tanto obvia, marca el fin del amor, con su río congelado y sus jardines nevados. El teléfono suena y Elio se presta a descolgarlo: al escuchar la voz de Oliver al otro lado, la reacción casi intuitiva del joven es abrazarse a sí mismo. Suplir con la propia caricia la distancia que le separa del otro. El plano es ligeramente asimétrico: Elio, cambiado de aspecto, más consciente de su sexualidad, ocupa la derecha del plano, mientras que en la izquierda se encuentra la mesa del teléfono. El borde derecho del planisferio marca el centro del plano, dividiéndolo en dos, creando de esta forma una sensación de vacío y de carencia en la parte izquierda del plano. Las noticias que Oliver transmite no son buenas: piensa casarse, como ha adivinado en broma su amigo. La reacción de Elio es una cierta mueca de desagrado y orgullo herido, de falsa alegría: inmediatamente se guarda la mano en el bolsillo, en un gesto de contención emocional y reclusión en sí mismo, e incluso le cuesta respirar. Los padres interrumpen la conversación privada descolgando el teléfono en el estudio. Como siempre, han estado fisgoneando y absolviendo con complicidad los amores de su hijo, como los personajes cómicos de las obras de teatro sentimentales. El plano nos devuelve a Elio: el teléfono ya no está sobre la mesilla, sino que Elio lo aferra y mantiene en su regazo, en un frustrado intento de buscar calidez y proximidad. Un lento travelling aproximativo nos permite centrar la mirada en Elio (que aún así se mantiene ocupando una de las  mitades del plano), al mismo tiempo que la conversación va ganando intensidad. Entonces el intercambio de palabras, la manera en que se llaman el uno al otro, parecen susurros ahogados que se pierden en la lejanía, sin la fuerza ni la vitalidad de otro tiempo; esa forma de suplantar sus nombres es una especie de conjuro que ha perdido ya sus dotes mágicas y se recita solo en honor a la nostalgia. El encuadre desequilibrado finaliza con una mirada complacida de Elio al fuera de campo, una mirada que se diría incluso esperanzada, que será desmentida en el final.







Hay otro escenario para las llamadas, en este caso para el derrumbe de las caretas. En la estación de Clusone, después de la despedida en el andén, Elio llama a su madre para que vaya a recogerlo. No deja de ser un niño en realidad, con una camisa demasiado grande y una mochila escolar. El plano también está seccionado por una línea vertical, la de la puerta enrejada tras la que se encuentra el teléfono de pared. El otro sector del plano está ocupado por el oscuro interior de la estación, en el que una anciana se abanica. Elio se mantiene casi en todo momento detrás de esa puerta enrejada, de la que no puede escapar debido a la corta longitud del clave del teléfono. Busca la luz del exterior pero no puede separarse de esa sensación de encarcelamiento. En la propia voz del personaje aflora, bajo el frustrado intento de mantener la calma, la dura realidad de la separación, con un sutil quiebro de voz.




Despedida en la estación: el momento de las flaquezas

Los andenes de las estaciones de tren se suelen asociar a los momentos de despedida, ya sean intensos (Los paraguas de Cherburgo) o juguetones (Trenes rigurosamente vigilados). En ese sentido, la despedida en el andén de Call me by your name se ciñe a los parámetros de despedida intensa, sin llegar a ser lacrimógena. La escena se resuelve en dos planos: el primero se centra en el abrazo de despedida y la subida el personaje de Oliver al tren, y el segundo muestra el alejamiento del tren con Elio encuadrado de espaldas en el andén. El atractivo adicional de la escena de la despedida (enormemente efectivo, desde mi punto de vista) deriva de la megafonía cantando el listado de paradas que separan Clusone de Milano Centrale mientras los amantes permanecen abrazados. Cada sugerente nombre pronunciado por la voz impersonal de la megafonía añade más distancia a la separación que se avecina.



La despedida del tren viene precedida de una breve escena que muestra el amanecer después de una noche intensa en Bérgamo. Oliver observa la incipiente claridad desde el balcón del albergue, mientras Elio duerme plácidamente, soñando. La película enuncia su sueño mediante la rápida sucesión de cuatro planos en negativo, rompiendo de esta manera el distancimiento narrativo que había mostrado hasta el momento. El sueño gira en torno al monumento conmemorativo que ya había aparecido en el plano-secuencia clave de la película. Si allí había tenido lugar la exteriorización de los anhelos dubitativos del joven, ahora ambos personajes, en el ámbito fantasioso del sueño, dominan ese escenario. Oliver mientras tanto vela el sueño de su joven amante. Su mirada refleja cierta vulnerabilidad, mezclada con angustia. El encabalgamiento sonoro del pitido del tren, acompañado de un efectista giro de cabeza de Oliver hacia la izquierda, da paso a la escena de la estación. Esta escena se resolverá también con otra mirada fugaz y vulnerable, más culpable en este caso, lanzada desde la ventanilla del tren. A la manera de un cine de Rohmer desprovisto de cinismo, ambas miradas pretenden mostrar las dudas de un personaje maduro, que se muestra débil aun a pesar de su experiencia.

  




Manos y pies: acercamientos discontinuos

En un intento de no soliviantar a las audiencias masivas con una relación homosexual demasiado explícita, el encuentro sexual principal se escomotea, en un arrebato de recato y elipsis digno del código Hays. Como contrapartida, la película tiene otros momentos fuertes, gratamente provocadores, muy en la línea de Bertolucci. Principalmente así sucede en la escena en la que se sublima la masturbación, vinculando fruta y sexo. Pero a lo largo de todo el metraje, son las manos y los pies los que propician leves contactos, que redundan en la pátina de sensualidad que impregna toda la película. Una sensualidad siempre presente, que a veces se recrea demasiado a conciencia en los aspectos más visibles de la italianidad o lo mediterráneo. 

 

Un primer encuentro de los personajes tiene lugar en un partido de volley, de lejanas reminiscencias a La rodilla de Clara. Oliver se sabe el centro de las miradas y por ello se luce en su faceta deportiva. Mientras tanto, Elio da su aprobación a los comentarios femeninos, en su rol de observador silencioso (“veramente è meglio di quello dell'anno scorso”, “molto meglio, guarda quanto è fico!”, comentan sus amigas). Cuando se produce el primer contacto – Oliver lo coge del hombro e inicia un leve masaje –, Elio se siente turbado y rehuye el contacto. Se revuelve como una largartija ante el manoseo y los comentarios irónicos, de segundas intenciones, de Oliver (“you have to relax a little bit”). La enunciación evidencia el juego de deseos cruzados de la película en el momento en el que Oliver cede su puesto a Marzia, a consecuencia de lo cual Elio se siente empujado instintivamente hacia el norteamericano. La única respuesta que sabe dar a ese turbamiento es huir de forma precipitada del lugar.





Más tarde, un original apretón de manos sella una “tregua” entre los protagonistas, con una escultura de por medio. La hostilidad y la simulación habían comenzado en la noche anterior, pero finalizan en la orilla del lago de Garda, durante el descubrimiento de una escultura de bronce emergida de las aguas. Oliver acaricia ese brazo sin cuerpo que le cede el padre de Elio, antes de reparar en la mano tendida de su compañero, deseoso de hacer las paces. El tema de la escultura puede interpretarse en una doble vertiente: por un lado, es uno de los elementos que contribuye a crear esa ambientación mediterránea y luminosa, quizá excesivamente edulcorada, que permite convertir una película contemplativa y anticlimática en un producto susceptible de conseguir un alcance masivo; por otro lado, es una clara alusión a la naturaleza vagamente pederástica de la relación de los protagonistas. Este es ciertamente uno de los puntos más polémicos de la cinta. La diferencia de edad de los amantes, más amplia en la película que en el libro, parece remitir a la pederastia consuetudinaria griega: Oliver sería el erastés y Elio el erómenos, hecho reforzado por el carácter intelectual (a veces rozando lo pedantesco) que adquiere la relación en los momentos de flirteo. Los títulos de crédito y la escena del pase de diapositivas vuelven a hacer referencia al mundo antiguo, una sociedad no solo marcada por el homoerotismo, sino también por la misoginia: no en balde, a las dos chicas de la película les dan calabazas. 

 

Los pies también constituyen un elemento de acercamiento. A Elio comienza a sangrarle la nariz en mitad de una delirante conversación de sobremesa: la pareja de amigos italianos de los Perlmann discute sobre la formación del pentapartito y las interrupciones publicitarias durante el pase de El fantasma de la libertad de Buñuel en la televisión. Elio sale corriendo hacia el interior de la casa, a intentar frenar la hemorragia, y Oliver va tras él, preocupado. Entonces se produce un masaje de pies con un componente claramente sexual, en el que confluyen placer y dolor. Pero quizá sean más interesantes los pequeños detalles de realismo social que aparecen en la escena, marca de Guadagnino. Los auténticos protagonistas de esta escena son Anchise y Mafalda, los “sirvientes”. Anchise, tendido en la hierba, sonríe con indulgencia ante las discusiones acaloradas que se dirimen en la mesa: para un hombre como él, apegado a la tierra y al trabajo, poco significan las siglas y los acuerdos de partidos. Por su parte, Mafalda también tiene su protagonismo. En uno de los mejores planos de la película, la cámara se detiene en el vacío hasta que la mano de Mafalda entra en el encuadre a cerrar bien el congelador que Elio (en el fondo un niño consentido) ha dejado mal cerrado. 





 

Conclusiones

En cuanto historia de amor juvenil, la película bebe claramente de los amores de verano de Rohmer y de los primeros amores de Bertolucci, pero sin el aparente cinismo del primero y la constante voluptuosidad provocativa del segundo, convirtiéndose en un paso intermedio entre La coleccionista y Belleza robada. La película también sigue el esquema del “invitado”, aquel personaje que todo lo trastoca con su sola presencia en medio de una comunidad cerrada, familiar en este caso, abriendo toda una corriente de deseo desbaratadora, a la manera del ángel exterminador de Teorema. La intromisión de Oliver en el hogar de esta familia judía sofisticada y políglota es discreto, pues no busca la destrucción del mismo ni el sutil espionaje, como hacen otros invitados maliciosos. Es un personaje radiante y esquivo a partes iguales, del que en un primer momento el espectador solo tiene noticias a través de los ojos de Elio. Los únicos momentos que comparte con ese núcleo familiar parecen ser los desayunos y algunas comidas al aire libre. Sin embargo, su perfección tiene algo de sobrenatural. Su intromisión simplemente se manifiesta al convertirse en objeto de deseo del hijo y, como consecuencia, también en marioneta de las sutiles maniobras de los padres por favorecer el emparejamiento. El efecto de su estancia no será otro que una dura lección de vida para el joven Elio, precedida de momentos de gran intensidad.



La sobrenaturalidad del personaje de Oliver, aparentemente todo fachada, queda resquebrajada por las fisuras rohmerianas de las que ya hablamos: no deja de ser un estudiante algo entrado en años que se encapricha de un adolescente y sufre por un deseo que sabe que traerá consecuencias. En definitiva, es humano. Por su parte, en el personaje de Elio se han querido concentrar demasiadas vocaciones artísticas, como si mediante el talento se quisiese compensar su ignorancia en las “cosas que importan”. Pero más allá de eso, es el auténtico pilar de la película, sin el cual no funcionaría. En su personaje queda ejemplificada la lucha constante en el interior del adolescente entre vitalidad y ensimismamiento, entre miedo y deseo ante el propio autoconocimiento. La fragilidad del personaje es su mejor virtud, algo que logra transmitir con asombrosa gran maestría el joven intérprete. Su rostro y su cuerpo son una página en blanco en las que las dudas, los deseos inconfesables y la ingenuidad del sentimiento vivido se manifiestan con gran simplicidad y eficacia. 



 


La película también gana al enfocarse en los padres, unos personajes secundarios necesarios para dar espesor a la película y evitar que caiga en la trampa provocada por la irrealidad de su propia ambientación. Son dos figuras protectoras, que observan y a veces se entrometen, pero que no juzgan: una comprende todo desde el primer momento sin hablar (Amira Casar), el otro sirve de consuelo, con una emotiva charla final, a medio camino entre el consejo experimentado y la confesión personal.


En fin, la película parece tener unos referentes claros, que la hacen consciente de en qué tipo de cine quiere ser encuadrada, aunque el hype crecido en torno suyo la haya convertido en un monstruo de mil cabezas que ha llegado a una audiencia no esperada, sobre todo juvenil. La película podría tomarse como un manual del amor romántico, de ahí su éxito. O simplemente como un repertorio de guardarropía vintage. Pero no nos engañemos, es mucho más que eso: la riqueza de referencias, la sutileza de la puesta en escena, exceden con mucho los objetivos y usos de una película convencional. Y si esto fuera poco, el prolongado primer plano con el que concluye la cinta sirve para cancelar toda expectativa positiva, toda esperanza de conciliación, convirtiendo la historia que cuenta en un sutil ejemplo del cíclico carrusel de deseo, consumación y destrucción que es todo amor. Hay dolor, pero dolor por haber vivido: eso es lo realmente importante.




Dedicado a Bérgamo, Lombardía e Italia. Hoy más que nunca, hermanados por el dolor.
 

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