La metamorfosis (Franz Kafka, 1912). Escojo este libro de Kafka por ser el primero que leí; de hecho, se trató del primer libro “de mayores” que leí voluntariamente, con catorce años. Pero bien podría haber escogido cualquier otro suyo, o incluso la monumental biografía que le dedició Reiner Stach, porque más que el libro en sí lo que me acabó fascinando fue el autor que se camuflaba tras la sombría historia que narraba. Reflejaba en ella un mundo extraño y a la vez familiar. ¿Cómo alguien podría escribir algo tan cercano y al mismo tiempo tan monstruoso, de una forma tan simple, a la vez distanciada y tierna? Kafka me hablaba de algo muy íntimo: de la extrañeza de ser distinto, del narcisismo que ello comporta, de la incapacidad para comunicarse realmente con los otros, de la imposibilidad de ser por completo entendido. Kafka se convirtió en un modelo y en una advertencia a partir de la cual juzgar mi propia vida. Un tipo muy severo consigo mismo, muy autoexigente con su arte, pero que en realidad no se tomaba muy en serio, siendo tan humilde que se consideraba alguien diminuto, invisible. En sus sucesivas obras, la mayor parte inacabadas, encontré siempre la voz un tanto liberadora y juguetona de un hombre-niño que teme que todos sus proyectos vitales sean saboteados por fuerzas oscuras.
El castillo blanco (también conocido como El astrólogo y el sultán) (Orhan Pamuk, 1986). Orhan Pamuk fue mi “segundo descubrimiento” de la literatura de adultos. Como sucediese con Kafka, su libro llegó a mis manos por circunstancias azarosas, lo que lo alejaba de formar parte de la literatura escolar obligatoria y lo convertía de inmediato en “uno de los míos”. Ese turco de gafas de metal, todavía joven para ser un escritor, me miraba desde la contraportada con una sonrisa demasiado cómplice que contradecía lo siniestro de su relato, la sonrisa propia de un gato. El relato daba vueltas en torno al miedo y al deseo de encontrar un doble, lo que suscitaba crueldades y narcisismos. En mi cabeza abrió la puerta a la fascinación por la ciudad Estambul. En sus posteriores libros he encontrado siempre esa misma voz cómplice, la propia del que cuenta algo guiñándote un ojo, siempre consciente de las debilidades del hombre, de sus pequeñas mezquindades, y también de la fascinación que pueden suscitar los paisajes abandonados, las historias de derrumbe personal, los viejos imperios caídos.
La montaña mágica (Thomas Mann, 1924). El libro de Thomas Mann cayó en un segundo asalto, después de luchar sin éxito contra una primera traducción excesivamente farragosa. Sin embargo, con la traducción de Isabel García Adánez encontré un libro fascinante, simple y de prosa ligera, una Bildungsroman de aprendizaje y amor, pero también de enfermedad y muerte. Hans Castorp queda hechizado en la montaña, atrapado por sus engañosos placeres, cuando en realidad hace de su enamoramiento y de su enfermedad un subterfugio para evitar avanzar. Es fácil quedar prendado por ese mundo de chaise-longues y conversaciones de altos vuelos, por ese invierno eterno, en el que el propio Castorp se envuelve de forma consciente, para evitar asumir responsabilidades, para esquivar las propias inclinaciones. En realidad la novela es una gran advertencia: en el arte, en el amor y en las ideas hay un poso de estatismo que conduce a la muerte.
Poemas de Álvaro de Campos (Fernando Pessoa). Descreido y provocativo, melacólico y decadente, este heterónimo de Pessoa es el que me resulta más afín. En realidad tiendo a pensar que Campos es el más Pessoa de los heterónimos, aunque nunca se puede estar seguro con el gran embaucador portugués. Pessoa al final acabó arrastrándome a su mundo de espejos y de escritores inventados que se cartean entre ellos. Hablaba con voz cálida a mi capacidad acomodaticia, a mi voluntad continua de transformarme, de ser otro, muchas veces simplemente por agraciar a los demás. En el victimismo y el tono asocial de Campos habita la voz de un poeta hipersensible, que rehuye la sociedad y se distancia de ella por miedo a ser herido; alguien que levanta frente a sus conciudadanos una barrera defensiva, que le empujaba a ver todo tras un cristal, como un niño enfermo que mira desde su habitación a los otros niños jugar.
La literatura nazi en América (Roberto Bolaño, 1996). Fui muy reticente en un principio con Bolaño. El hecho de estar de moda, al menos en la primera década del siglo, me hacía mantenerme alerta: hasta que leí casi de un tirón en la biblioteca de Orihuela “Una novelita lumpen”. En la literatura del chileno tenían cabida el realismo sórdido y los altos vuelos alucinados de alguien drogado o con excesivas lecturas de historia. Sus personajes están modelados más a partir de otros libros que de la propia realidad. De todos sus libros, este es sobre el que vuelvo de tanto en tanto; creado a modo de un diccionario de biografías inventadas, invita a abrilo al azar. Bolaño inventa vidas de poetas sudamericanos fascistas, vidas desasosegantes a la par que divertidas, en las que late la irracionalidad de una ideología monstruosa, aderezada con breves destellos de ciencia-ficción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario