Por
fin un día de relax en medio de la tempestad de acontecimientos que
supone todo inicio de curso. Los alumnos están haciendo un examen;
mientras, llueve en el patio. Esto parece un poema de Machado, aquel que
me hicieron aprender de pequeño pero que ya no recuerdo. En momentos de
quietud así sólo se oyen voces solapadas, chirriar de goznes y sonidos
sordos de puertas
abatidas, melodías repetitivas de flauta y el monótono precipitar de la
lluvia sobre el patio vacío. Estoy relajado, puedo sentarme y estirar
las piernas bajo la mesa del profesor, abrir la libreta y escribir.
Este
año estoy cerca de casa, demasiado. Casi se diría que puedo tocarla
alargando el brazo. Podría tender una tirolina desde el balcón de mi
casa y aterrizar cada mañana aquí. Esta cercanía contribuye sin dudarlo a
la molicie, a la dejadez, de la que este edificio avejentado y
descuidado parece un símbolo. Estas baldosas desprendidas de la pared,
estos ventiladores que no funcionan o estos cajones hechos polvo aluden,
con cierta ironía, al fracaso personal. ¿Qué fracaso personal? ¿El mío?
¿Tan bajo he caído?¡Pero si vivo a cuerpo de rey! ¡Pero si incluso
podría pasearme por aquí en pantuflas! Maldita sea...¿Estaré haciendo
bien las cosas?
Días
así, con esta lluvia incesante que recuerda a las últimas carreras
ciclistas otoñales, en las que es necesario encender los faros de los
coches dada la oscuridad creciente, me traen cierta melancolía; una
melancolía no triste, sin embargo. Una melancolía que es más bien el
presentimiento dulce de que la felicidad ya pasó. Es cierto que algo que
tomé por felicidad, pero que quizá tan sólo fue disfrute sensorial y
hedonismo, pasó ya. Vinieron años invernales y después, una cómoda
rutina. En días así, sin sol, me viene cierto sentimiento que es más
bien la toma de conciencia de una caída del caballo. O más bien el
recuerdo ya vago de una caída del caballo que me ha conducido al páramo
de certezas en el que hoy me encuentro.
Ha
parado de llover. Las secuelas son visibles: la lluvia ha dejado sus
tiras negras de agua en las fachadas de los sucios edificios que rodean
el patio; habrá sembrado de charcos los solares en los que los niños
dejaron ya de jugar desde los tiempos del Pequeño Nicolás; habrá
dejado a las grúas y excavadoras inmóviles y paralizadas como extraños
insectos ensartados con alfileres en los cuadros del despacho del
entomólogo. Los transeúntes sorprendidos por la lluvia podrán retomar su
marcha, después de haber permanecido un tiempo protegidos bajo la
marquesina de la parada de autobuses, codo con codo en insólita
comunidad, observando silenciosos la hipnótica lluvia. Sin embargo el momento de tregua es pasajero: vuelve a arreciar con fuerza.
Esta
lluvia de gota fría parece que no vaya a terminar y está oscureciendo
el cielo, haciendo de las doce del mediodía unas antinaturales ocho de
la tarde. Quizá colapse el tejado a dos aguas de la desvencijada fábrica
abandonada que hay aquí cerca. Quizá convierta en más tristes todavía
los grises semblantes de los altos edificios que se construyeron en
pleno centro histórico en los sesenta y setenta, cuando se pensaba que
el progreso técnico, industrial y automovilístico iba a ser ilimitado.
Luego, cuando acabe esta hora de paz cruzaré con paso rápido el cauce
seco por el puente por el que tantas veces he transitado de día y de
noche, y recordaré aquellas noches de verano de la juventud, claras y
despejadas, en las que volvía a casa borracho, acompañado u otras veces
solo, dando tumbos, seguido por el paso silencioso de los gatos.
Imaginaré ser otra vez Kafka cruzando el puente de San Carlos, en una
tarde invernal, desde la fría y diminuta casa de su hermana hacia la
casa insoportable de sus padres. Soñaré ser, otra vez más, ese Pamuk de Estambul, ciudad y recuerdos, cruzando
el puente de Gálata hacia esa periferia ruinosa que en realidad hubo un
tiempo en la que fue el mismo centro del mundo. Y mientras seguirá
lloviendo sobre el puente tendido sobre un río ya inexistente, azotado
por viento racheado que traerá consigo el tenue recuerdo de catástrofes
fluviales pasadas. Sin embargo, la certeza del páramo en el que vivo,
feliz y sin sobresaltos, acompañado del recuerdo vivo de esos días
felices, me ayudará a volver a casa sano y salvo.
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