domingo, 12 de diciembre de 2021

GOTA FRÍA (18 de octubre de 2018)

Por fin un día de relax en medio de la tempestad de acontecimientos que supone todo inicio de curso. Los alumnos están haciendo un examen; mientras, llueve en el patio. Esto parece un poema de Machado, aquel que me hicieron aprender de pequeño pero que ya no recuerdo. En momentos de quietud así sólo se oyen voces solapadas, chirriar de goznes y sonidos sordos de puertas abatidas, melodías repetitivas de flauta y el monótono precipitar de la lluvia sobre el patio vacío. Estoy relajado, puedo sentarme y estirar las piernas bajo la mesa del profesor, abrir la libreta y escribir. 

Este año estoy cerca de casa, demasiado. Casi se diría que puedo tocarla alargando el brazo. Podría tender una tirolina desde el balcón de mi casa y aterrizar cada mañana aquí. Esta cercanía contribuye sin dudarlo a la molicie, a la dejadez, de la que este edificio avejentado y descuidado parece un símbolo. Estas baldosas desprendidas de la pared, estos ventiladores que no funcionan o estos cajones hechos polvo aluden, con cierta ironía, al fracaso personal. ¿Qué fracaso personal? ¿El mío? ¿Tan bajo he caído?¡Pero si vivo a cuerpo de rey! ¡Pero si incluso podría pasearme por aquí en pantuflas! Maldita sea...¿Estaré haciendo bien las cosas?

Días así, con esta lluvia incesante que recuerda a las últimas carreras ciclistas otoñales, en las que es necesario encender los faros de los coches dada la oscuridad creciente, me traen cierta melancolía; una melancolía no triste, sin embargo. Una melancolía que es más bien el presentimiento dulce de que la felicidad ya pasó. Es cierto que algo que tomé por felicidad, pero que quizá tan sólo fue disfrute sensorial y hedonismo, pasó ya. Vinieron años invernales y después, una cómoda rutina. En días así, sin sol, me viene cierto sentimiento que es más bien la toma de conciencia de una caída del caballo. O más bien el recuerdo ya vago de una caída del caballo que me ha conducido al páramo de certezas en el que hoy me encuentro. 

Ha parado de llover. Las secuelas son visibles: la lluvia ha dejado sus tiras negras de agua en las fachadas de los sucios edificios que rodean el patio; habrá sembrado de charcos los solares en los que los niños dejaron ya de jugar desde los tiempos del Pequeño Nicolás; habrá dejado a las grúas y excavadoras inmóviles y paralizadas como extraños insectos ensartados con alfileres en los cuadros del despacho del entomólogo. Los transeúntes sorprendidos por la lluvia podrán retomar su marcha, después de haber permanecido un tiempo protegidos bajo la marquesina de la parada de autobuses, codo con codo en insólita comunidad, observando silenciosos la hipnótica lluvia. Sin embargo el momento de tregua es pasajero: vuelve a arreciar con fuerza. 

Esta lluvia de gota fría parece que no vaya a terminar y está oscureciendo el cielo, haciendo de las doce del mediodía unas antinaturales ocho de la tarde. Quizá colapse el tejado a dos aguas de la desvencijada fábrica abandonada que hay aquí cerca. Quizá convierta en más tristes todavía los grises semblantes de los altos edificios que se construyeron en pleno centro histórico en los sesenta y setenta, cuando se pensaba que el progreso técnico, industrial y automovilístico iba a ser ilimitado. Luego, cuando acabe esta hora de paz cruzaré con paso rápido el cauce seco por el puente por el que tantas veces he transitado de día y de noche, y recordaré aquellas noches de verano de la juventud, claras y despejadas, en las que volvía a casa borracho, acompañado u otras veces solo, dando tumbos, seguido por el paso silencioso de los gatos. Imaginaré ser otra vez Kafka cruzando el puente de San Carlos, en una tarde invernal, desde la fría y diminuta casa de su hermana hacia la casa insoportable de sus padres. Soñaré ser, otra vez más, ese Pamuk de Estambul, ciudad y recuerdos, cruzando el puente de Gálata hacia esa periferia ruinosa que en realidad hubo un tiempo en la que fue el mismo centro del mundo. Y mientras seguirá lloviendo sobre el puente tendido sobre un río ya inexistente, azotado por viento racheado que traerá consigo el tenue recuerdo de catástrofes fluviales pasadas. Sin embargo, la certeza del páramo en el que vivo, feliz y sin sobresaltos, acompañado del recuerdo vivo de esos días felices, me ayudará a volver a casa sano y salvo.  

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