lunes, 3 de noviembre de 2025

BORRARSE DE LA LISTA

Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que escuché tu voz que hoy sería incapaz de reconocerla. Y resulta paradójico, puesto que un día me vi reflejado en tu voz como el que se mira en un espejo. 

Hubo un tiempo en el que, todavía joven y sin oficio, hubiese podido vivir casi todo a través de ti, como un animal que espera pacientemente la vuelta de su amo a casa. Hubiera planchado tu ropa, te hubiera preparado la cena, hubiera masajeado tus pies cuando te hubieses recostado en el sofá, después de una extenuante jornada. Te hubiera traído las pantuflas, algo de beber, un café o una infusión, el periódico. Hubiera regado tus plantas, ordenado tu ropa, vigilado tu salud. Hubiera hecho de todo, sin salir de casa. Me hubieras contado cómo estaban las cosas fuera, cuáles eran las novedades, los sucesos, los cambios. Yo, sin más interés que oír tu voz, hubiera escuchado atentamente tus palabras, envolviéndolas en un algodón mental para que no se quebrasen al entrar en contacto con el aire externo, y las hubiera tomado por verdad absoluta. 

Hubiera visto el mundo exterior a través de tus ojos. El paso de las estaciones se hubiera manifestado en tu cuerpo, en las sutiles variaciones de la tonalidad de tu pelo. La ropa, en cantidad menguante o creciente, hubiera anunciado el paso del tiempo. Unos días, al cruzar el umbral de la puerta, hubieras vestido un abrigo: habría llegado el invierno. Otros, pantalones cortos: por fin sería verano. Solo hubiese sido capaz de sentir el calor a través de la tibieza de tu piel, o el frío con la visión de tus labios cuarteados y tus manos enrojecidas y algo ásperas.  

Hubiera asumido las expresiones cambiantes de tu rostro como valores absolutos, pudiendo así interpretar la evolución positiva o negativa del mundo. Una sonrisa tuya, al volver del trabajo, hubiera significado alianzas, tratados de paz, victorias del campeonato de liga. Por contra, una expresión alicaída, significaría guerras, devastación, muerte. Incapaz de sentimientos autónomos, no me hubiese atrevido a sonreír en un día aciago para ti; o, al contrario, a llorar en uno de tus días benignos. 

En resumen, tú hubieses sido los límites del mundo, con todo lo que ello comporta. Tú hubieses sido mis manos, mis orejas, mi nariz, mis ojos, mi mente. En la proyección sumisa me hubiera disuelto, habría huido de mí mismo, habría por fin desaparecido. 

¡Bien hubiera sido tu esclavo, arrodillado o de pie, velando tu sueño junto al lecho! Hubiera sido tu animal doméstico, tu gato. Pero ni siquiera ese miserable placer me fue concedido. Mi voluntad me lo impidió, bien es cierto. Todo fue ficción, por supuesto. Un día me hiciste la maleta y la encontré junto a la puerta. O fui yo quien hizo tu maleta, con la que te marchaste a un país lejano, ya no recuerdo. Lo que es bien cierto es que intuiste mi deseo más íntimo: el de borrarme, de una vez por todas, de la lista. 

MI CIUDAD

Añoro mi ciudad, sus formas y sus calles, pero, en realidad, soy prisionero de ella. La sueño desde uno de sus más remotos calabozos. A veces me siento extranjero por sus calles. A veces, demasiadas veces, me resulta un sitio inhabitable, hosco, terrible. Miedo me da franquear la puerta de mi casa, enfrentándome a un exterior desconocido. Otras veces pienso que es capaz de depararme sorpresas todavía, pero es ingrata. Conozco sus costumbres y me aterrorizan. 

Seguramente mi ciudad es como otra cualquiera, ni más ni menos bella. Hace tiempo que la odio en silencio, inconscientemente, como un niño que odia sin querer a la madre porque le castiga a permanecer en su cuarto hasta que no haya recogido todos los juguetes. 

¿Cuándo se quebró mi relación con ella? Fuimos uña y carne, ella y yo, pero hace tiempo que sucedió este desencuentro. Demasiado tiempo. Hoy sé que sería feliz en cualquier lado. Pero, de pronto, llega una brisa desde el mar, o intuyo en el horizonte plano algunos perfiles de mi niñez y adolescencia, o, pasando junto a un solar mucho tiempo abandonado, entre dos casas viejas, recuerdo una fotografía hecha por mí hace mucho tiempo. Entonces algo de mi antiguo amor por ella parece renacer, aunque sea una impresión pasajera. Me gustaría entonces ahogarla con mis propias manos, aunque no tengo fuerzas suficientes ni voluntad para hacerlo. 

Ella ha anulado mi capacidad de pensar. No quiero que me vinculen a ella. Me gustaría que mis escritos no tuvieran ni espacio ni tiempo, pudiendo escapar de sus garras al menos en ese apartado. Mis ídolos literarios murieron en ciudades convertidas en laberintos mentales. Mi ciudad va camino de convertirse en algo parecido, un puzle, un carnaval ilimitado y grotesco, aturrullado, con ruidos que no reconozco. Ella solo me adormece, me borra, me aparta de la fiesta que brinda a otros, día sí, día también. Ella me ahoga y no la soporto, representa todo lo que odio en mí, por herencia o de forma adquirida. 

¡Es un penal! ¡Es una taberna inacabable! ¡Un edificio voraz con entrada y sin salida, como las fauces de un monstruo marino! Pero también es la casa donde nací, las casas donde viví, con sus viejos muebles y sus obsoletos aparatos, sus teléfonos de rosca, sus vídeos 2000 y vhs, sus televisores, sus tocadiscos. Son las gasolineras que ya no existen en el perímetro de las antiguas murallas. Son los descampados convertidos en nuevas casas. Son las cabinas de teléfono arrancadas, los espacios que han cambiado de función, los edificios que amaba y a los que ya no voy. Todo esto hace que, en realidad, la ame todavía un poco, aunque me cueste reconocerlo.