Añoro mi ciudad, sus formas y sus calles, pero, en realidad, soy prisionero de ella. La sueño desde uno de sus más remotos calabozos. A veces me siento extranjero por sus calles. A veces, demasiadas veces, me resulta un sitio inhabitable, hosco, terrible. Miedo me da franquear la puerta de mi casa, enfrentándome a un exterior desconocido. Otras veces pienso que es capaz de depararme sorpresas todavía, pero es ingrata. Conozco sus costumbres y me aterrorizan.
Seguramente mi ciudad es como otra cualquiera, ni más ni menos bella. Hace tiempo que la odio en silencio, inconscientemente, como un niño que odia sin querer a la madre porque le castiga a permanecer en su cuarto hasta que no haya recogido todos los juguetes.
¿Cuándo se quebró mi relación con ella? Fuimos uña y carne, ella y yo, pero hace tiempo que sucedió este desencuentro. Demasiado tiempo. Hoy sé que sería feliz en cualquier lado. Pero, de pronto, llega una brisa desde el mar, o intuyo en el horizonte plano algunos perfiles de mi niñez y adolescencia, o, pasando junto a un solar mucho tiempo abandonado, entre dos casas viejas, recuerdo una fotografía hecha por mí hace mucho tiempo. Entonces algo de mi antiguo amor por ella parece renacer, aunque sea una impresión pasajera. Me gustaría entonces ahogarla con mis propias manos, aunque no tengo fuerzas suficientes ni voluntad para hacerlo.
Ella ha anulado mi capacidad de pensar. No quiero que me vinculen a ella. Me gustaría que mis escritos no tuvieran ni espacio ni tiempo, pudiendo escapar de sus garras al menos en ese apartado. Mis ídolos literarios murieron en ciudades convertidas en laberintos mentales. Mi ciudad va camino de convertirse en algo parecido, un puzle, un carnaval ilimitado y grotesco, aturrullado, con ruidos que no reconozco. Ella solo me adormece, me borra, me aparta de la fiesta que brinda a otros, día sí, día también. Ella me ahoga y no la soporto, representa todo lo que odio en mí, por herencia o de forma adquirida.
¡Es un penal! ¡Es una taberna inacabable! ¡Un edificio voraz con entrada y sin salida, como las fauces de un monstruo marino! Pero también es la casa donde nací, las casas donde viví, con sus viejos muebles y sus obsoletos aparatos, sus teléfonos de rosca, sus vídeos 2000 y vhs, sus televisores, sus tocadiscos. Son las gasolineras que ya no existen en el perímetro de las antiguas murallas. Son los descampados convertidos en nuevas casas. Son las cabinas de teléfono arrancadas, los espacios que han cambiado de función, los edificios que amaba y a los que ya no voy. Todo esto hace que, en realidad, la ame todavía un poco, aunque me cueste reconocerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario