A veces puede resultar que no sólo una obra, sino el conjunto íntegro de una trayectoria cinematográfica puede considerarse una rareza. El caso que nos ocupa es ejemplar: Werner Herzog, aun siendo catalogado en su momento como uno de los principales representantes del llamado nuevo cine alemán, ha realizado a lo largo de las últimas décadas un cine único, personalísimo, desconcertante y también irregular. A modo de matización, cabría decir que tal nuevo cine alemán, como todos los nuevos cines que surgieron en los años sesenta, partía de un deseo común de ruptura frente al cine establecido (entiéndase cine clásico), no siendo por tanto un grupo con unas carcaterísticas estéticas homogéneas. Ni temáticamente, ni estilísticamente, tienen nada que ver Fassbinder y Herzog, por ejemplo: sus ataques a lo convencional se realizaron desde flancos bien distintos, y ambos consiguieron en los setenta ampliamente sus objetivos.
En el caso que nos ocupa, la filmografía de Herzog, conviven las películas épico-megalómanas, protagonizadas por Klaus Kinski, con las películas naïf de Bruno S.; conviven los documentales falsos y las películas de ficción con marcado carácter documental (cabe recordar el barco que "realmente" se subió a la montaña en Fitzcarraldo). Y últimamente, por desgracia, también sale a relucir algún engendro que imita la estética de Hollywood pero que, afortunadamente, la subvierte con ironía (sería el caso de Teniente corrupto). El elemento integrador de tan dispares categorías de películas podría ser la tensión existente entre ficción y realidad; o más bien la lucha silenciosa entre los esfuerzos creativos humanos, a veces histéricos, otras veces humildes, y la mayor parte de las veces desesperados, y la fuerza insondable de una naturaleza sin alma, regida por la necesidad.
El cortometraje Últimas palabras (Letzte Worte), de 1968, es un documental de juventud. Documental es decir mucho: Herzog se acerca a la realidad sazonándola con argumentos e historias de su propia invención, así como con una dosis nada desdeñable de absurdo. El propio Herzog siempre señala que con su particular método pretende desentrañar lo que se esconde bajo la realidad, sin quedarse por tanto en la superficie de la misma (como harían los documentales "normales").
La peliculita es un apéndice de Signos de vida (Lebenszeichen), el primer largometraje del director bávaro. Ambos son ejemplos de su espíritu viajero, pues la acción se centra en Creta. Pero la película no se presenta ya como un episodio más de la larga relación de amor-odio grecogermánica (que comenzaría con Hölderlin y acabaría con Merkel, pasando por los discursitos de Goebbels en Olimpia), sino como una indagación, a veces desconcertante, en las visicitudes de un hombre que ha decidido dejar de hablar (aunque en realidad no deja de hablar en ningún momento, pues repite hasta la saciedad su intención de "no decir nada más").
De nuevo, Herzog se centra en un personaje "al margen". El inadaptado, la rareza humana, siempre ha sido uno de sus temas predilectos, tratado siempre desde un punto intermedio, algo resbaladizo, entre la burla ante un espectáculo de freaks y la compasión casi medieval por las pobres criaturas de Dios. En este caso, añade cierto interés por la repetición dadaísta del discurso, hasta vaciar las palabras de contenido y significado, reduciéndolas a monótona musicalidad.
En el caso que nos ocupa, la filmografía de Herzog, conviven las películas épico-megalómanas, protagonizadas por Klaus Kinski, con las películas naïf de Bruno S.; conviven los documentales falsos y las películas de ficción con marcado carácter documental (cabe recordar el barco que "realmente" se subió a la montaña en Fitzcarraldo). Y últimamente, por desgracia, también sale a relucir algún engendro que imita la estética de Hollywood pero que, afortunadamente, la subvierte con ironía (sería el caso de Teniente corrupto). El elemento integrador de tan dispares categorías de películas podría ser la tensión existente entre ficción y realidad; o más bien la lucha silenciosa entre los esfuerzos creativos humanos, a veces histéricos, otras veces humildes, y la mayor parte de las veces desesperados, y la fuerza insondable de una naturaleza sin alma, regida por la necesidad.
El cortometraje Últimas palabras (Letzte Worte), de 1968, es un documental de juventud. Documental es decir mucho: Herzog se acerca a la realidad sazonándola con argumentos e historias de su propia invención, así como con una dosis nada desdeñable de absurdo. El propio Herzog siempre señala que con su particular método pretende desentrañar lo que se esconde bajo la realidad, sin quedarse por tanto en la superficie de la misma (como harían los documentales "normales").
La peliculita es un apéndice de Signos de vida (Lebenszeichen), el primer largometraje del director bávaro. Ambos son ejemplos de su espíritu viajero, pues la acción se centra en Creta. Pero la película no se presenta ya como un episodio más de la larga relación de amor-odio grecogermánica (que comenzaría con Hölderlin y acabaría con Merkel, pasando por los discursitos de Goebbels en Olimpia), sino como una indagación, a veces desconcertante, en las visicitudes de un hombre que ha decidido dejar de hablar (aunque en realidad no deja de hablar en ningún momento, pues repite hasta la saciedad su intención de "no decir nada más").
De nuevo, Herzog se centra en un personaje "al margen". El inadaptado, la rareza humana, siempre ha sido uno de sus temas predilectos, tratado siempre desde un punto intermedio, algo resbaladizo, entre la burla ante un espectáculo de freaks y la compasión casi medieval por las pobres criaturas de Dios. En este caso, añade cierto interés por la repetición dadaísta del discurso, hasta vaciar las palabras de contenido y significado, reduciéndolas a monótona musicalidad.
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