miércoles, 2 de abril de 2014

ESPEJOS

Al entrar en la época moderna, los pintores se sirvieron de los espejos para ampliar el espacio representado en la superficie bidimensional de un cuadro. Jan van Eyck en El matrimonio Arnolfini coloca a la espalda de los esposos un espejo ovalado, en el que aparecen reflejados tanto un testigo del enlace, como el propio pintor. De esta forma, el espejo aludía a un fuera de campo que acrecentaba la sensación de realidad, al mismo tiempo que creaba una paradoja, al introducir un reflejo sin figura que se reflejase. Estos juegos de artificio pasaron posteriormente a Campin y a Piero della Francesca, para alcanzar su culminación barroca en el espejo de Las Meninas de Velázquez. Pero volvamos a van Eyck. El afán de verosimilitud del artista flamenco no sólo se expresaba en la voluntad de representar de forma fidedigna todos los objetos de la realidad: van Eyck quería también cristalizar al espectador, convertirlo en objeto, integrándolo y atrapándolo en el sutil juego de miradas y espacios redoblados de esa estrecha alcoba burguesa. El espejo fue su fórmula mágica para conseguirlo. 

El matrimonio Arnolfini (general y detalle), Jan van Eyck, 1434


Retablo de Werl (detalle), Robert Campin, 1438
Más tarde, los artistas se sirvieron del espejo como instrumento para el autorretrato. A falta de un autorretrato perdido de Caravaggio, del que se dice que aparecía sosteniendo un espejo, tenemos un gran ejemplo anterior, el autorretrato de Parmigianino, de época manierista. En él, el joven pintor se autorretrata en un espejo deformante, creando una virtuosa anamorfosis. De esta forma, se reafirma como persona digna de ser retratada y al mismo tiempo demuestra su destreza técnica. El espejo se convierte en un utensilio indispensable del taller del pintor, y también en un instrumento de autoafirmación, un ejemplo de pericia profesional. En resumen, como sucede en la época con otros tantos casos, el retrato ya no sólo es algo propio de príncipes y reyes, sino que también el propio artista, mediante la ayuda de su amigo el espejo, puede inmortalizarse en una pintura. 


Autorretrato ante el espejo, Parmigianino, 1524
En el mundo del cine aparecen infinidad de espejos, como instrumentos de autoafirmación o de autocuestionamiento, como artilugios para el juego barroco o como portales a otra dimensión. En Blade Runner, la gran película de ciencia-ficción de los ochenta, hay una escena en la que el blade runner Deckard (Harrison Ford) amplía en una especie de escáner una fotografía robada del piso de un replicante. Deckard ordena al escáner (que funciona por órdenes a viva voz) que amplíe un espejo oval que aparece al final de la estancia fotografiada. De esta manera, en este doble juego de ampliaciones y espejos, Ridley Scott alude tanto a Blow up como a El matrimonio Arnolfini. Finalmente, la imagen amplificada acaba aportando una información que inicilamente no se veía en la superficie de la fotografía: en ella aparece una mujer, con una piel de serpiente. La imagen encierra acertijos y en los espejos parecen quedar congeladas ciertas miradas u objetos de paso fugaz, más que en las retinas. 

Blade runner (Ridley Scott, 1982)

En los momentos más intensos del amor, en los más delirantes, los amantes parecen interrogarse ante el espejo, preguntándose quiénes son, qué hacen juntos, cómo pueden compartir (o creer compartir) tantos pensamientos y sentimientos. Así sucede en Solaris, la obra de ciencia-ficción soviética de Andrei Tarkovski, adaptación de la novela de Stanislaw Lem. Hay un breve momento en el que el marido astronauta (Donatas Banionis) confronta ante el espejo a la figura duplicada de su esposa muerta (Natalya Bondarchuk), a fin de que recuerde quién es. No lo conseguirá, pues no es su esposa en realidad: es una "visitante", un recuerdo hecho carne, una emanación de su propia memoria, provocado por el planeta Solaris. También ocurre algo semejante en Vertigo, en la que el detective retirado Scottie (James Stewart) confronta a la joven Judy (Kim Novak) ante el espejo, antes de convertirla de nuevo en Madeleine, con toda la precisión de un amante fetichista. En una película más reciente, Gegen die Wand, los amantes (Birol Ünel y Sibel Kekilli), protagonistas de un amor romántico llevado a sus últimas consecuencias, se convocan ante el espejo antes de su definitiva separación, recordando el lugar y la hora de una cita que no cumplirán. 

Solaris (Andrei Tarkovski, 1972)
Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)
 
Contra la pared (Fatih Akin, 2004)


En otras ocasiones, el reflejo en un espejo antecede a la entrada de un personaje en el encuadre. Esa aparición de la imagen reflejada se produce poco antes de un acto de autoafirmación, o en un momento en que se ha asumido una identidad nueva.  En Gertrud, la obra maestra testamental de Carl Theodor Dreyer, la protagonista (Nina Pens Rode) aparece reflejada ante el espejo con sus mejores galas, antes de una dura confesión a su marido (Bendt Rothe) en plena noche: tiene un amante más joven, un artista (Ebbe Rode). Su presencia en el espejo es una afirmación de su libertad como mujer, una mujer apasionada y todavía deseosa de ser amada. Sin embargo, las cosas no saldrán como tenía esperado. En la reciente Call me by your name, el joven Elio (Timothée Chalamet) se ve reflejado en el espejo del estudio de su padre (Michael Stuhlbarg), antes de mantener con él una conversación muy íntima y quizá un tanto inverosímil. Su reflejo es pálido, al igual que la luz invernal. Pero como bien señala el antepenúltimo mohicano, Elio se refleja en ese momento en un espejo en el que no se había reflejado previamente, en la escena inicial en la que se había encontrado por primera vez con su amante. Esa nueva imagen en el espejo no es más que un acto de afirmación de su propia sexualidad.


Gertrud (Carl Theodor Dreyer, 1964)








Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017)

En otros casos, el reflejo del espejo ofrece una caricatura patética, que desarma al personaje que en él se mira. Los seres solitarios buscan en su reflejo un sucedáneo de compañía, una presencia familiar y ajena al mismo tiempo. En Besos robados de François Truffaut, la tercera película de la serie de Antoine Doinel, el joven parisino (Jean-Pierre Leaud) repite innumerables veces el nombre de su amada ante el espejo, y luego el suyo propio, como el que repite un hechizo a fin de que se cumpla. Su acto parece inútil y valiente al mismo tiempo, un acto de autoafirmación de su propio yo y de sus propias posibilidades, aunque el hecho de vestir en pijama rebaje un tanto la epicidad del momento, en un claro e inteligente contrapunto irónico. Menos inocente es el Travis Bickle de Taxi Driver (Robert De Niro), un personaje aislado y sumido en una espiral desquiciada, que se distrae solo en su sucio apartamento, jugueteando con armas delante del espejo, antes de utilizarlas en serio.  


Baisiers volés (François Truffaut, 1968)
Taxi driver (Martin Scorsese, 1976)

El reflejo en el espejo puede ser patético no sólo por aludir a la soledad, sino también por mostrar las consecuencias del paso del tiempo sin ningún tipo de disimulo. El espejo devuelve una imagen que no siempre es la esperada: el tiempo opera sus cambios, descuelga la carne, marchita la belleza pasada. En la demencial corte de Württemberg, el Casanova de Fellini (Donald Sutherland) encuentra finalmente el amor: no es más que una broma pesada del destino, pues la mujer perfecta no es otra cosa que una muñeca mecánica. El vicioso seductor veneciano ha encontrado por fin la horma para su zapato, una muñeca que se pliega a sus requerimientos sin chistar, una autómata que reproduce con exacta simetría sus movimientos de gimnasta del sexo, un juguete inanimado que le recuerda que no ha hecho otra cosa que masturbarse. Después de dejarla espatarrada en la cama, lanza una última mirada a un espejo cuarteado, que no le devuelve una mirada indulgente, sino el rostro, quizá demasiado maquillado, del viejo payaso en el que ha acabado convertiéndose. En otro caso, en los momentos finales del clásico Ciudadano Kane, el gran magnate de la prensa (Orson Welles) se pasea con paso torpón por las salas de su mansión Xanadú, perdiéndose en un laberinto de espejos. Una vez llegada la vejez y la decrepitud, sólo le acompañan en sus paseos sus propias sombras, y las innumerables cajas con obras de arte coleccionadas durante años. Espejos y estatuas no dejan de ser objetos fríos.


Casanova (Federico Fellini, 1976)
Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941)

Por último, el espejo también puede ser un umbral que traspasar, para pasar a un wonderland o para dejar que éste nos succione. No hay nada más inquietante que un reflejo especular autónomo, con vida propia, independiente a los movimientos de la persona en él reflejada. O unos seres individuo incapaces de reflejarse en el espejo, como los vampiros. El espejo también puede ofrecer su propia batería de imágenes, a modo de puerta a través de la cual el mal nos visita,  como sucede en la fantasmagoría final de Inferno, en la que la Mater Tenebrarum (Veronica Lazar) emerge del propio espejo. 


Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933)


El baile de los vampiros (Roman Polanski, 1967)


Inferno (Dario Argento, 1980)

En resumen, como espectadores vamos al cine a ver en la pantalla, en sus luces y sombras, el reflejo de otras vidas y otras realidades.  Creemos encontrar en la pantalla sentimientos, vivencias y sensaciones que nos causan placer en cuanto que remiten (reflejan) momentos que hemos vivido en carne y hueso. Como toda imagen desdoblada, el cine nos hace preguntas. Cuestiona la realidad. También muchos personajes cinematográficos, al enfrentarse ante el espejo, se cuestionan sobre su propia naturaleza: sobre su valía, su poder de transformación, su imagen exterior, su sexualidad, sus pensamientos, su conciencia; en definitiva, sobre aquello que son. Y en sus dudas, no hacen más que reflejar las que sentimos como espectadores y como personas. La pregunta del cine, como la de todas las artes, es en definitiva la de siempre: “¿quién soy yo?”.

Cold war (Pawel Pawlikowski, 2018)

Los 400 golpes (François Truffaut, 1959)

Au bout de souffle (Jean-Luc Godard, 1960)

Roma (Federico Fellini, 1972)

El cuarto hombre (Paul Verhoeven, 1983)

Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974)


Una película hablada (Manoel de Oliveira, 2004)

El espejo (Andrei Tarkovski, 1974)

El quimérico inquilino (Roman Polanski, 1976)

El mar (Agustí Villaronga, 2000)

Carol (Todd Haynes, 2015)

Withnail and I (Bruce Robinson, 1987)

Soñadores (Bernardo Bertolucci, 2003)

Salò o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini,1975)

¡Átame! (Pedro Almodóvar, 1989)

Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1987)

Eyes wide shut (Stanley Kubrick, 1999)

Les beaux gosses (Riad Sattouf, 2009)

Primer plano (Abbas Kiarostami, 1990)

Fundido en negro (Vernon Zimmerman, 1980)

Identificación de una mujer (Michelangelo Antonioni, 1982)


Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1989)

Deseando amar (Wong Kar-Wai, 2000)


Chungking Express (Wong Kar-Wai, 1994)

Trainspotting (Danny Boyle, 1996)

Performance (Donal Cammell y Nicholas Roegg, 1970)


Érase una vez en Anatolia (Nuri Bilge Ceylan, 2011)

M (Fritz Lang, 1931)

Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922)




Operazione Paura (Mario Bava, 1963)




Ida (Pawel Pawlikowski, 2013)

El joven Törless (Völker Schlondorff, 1966)  

Five easy pieces (Bob Rafelson, 1970) 

El diablo probablemente (Robert Bresson, 1977)

Verano del 85 (François Ozon, 2020)

Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019)

Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957)

Fallen leaves (Aki Kaurismäki, 2023)

Valle de Abraham (Manoel de Oliveira, 1993)

The thing called love (Peter Bogdanovich, 1993)

2 comentarios:

  1. Has dejado un poco apartado "El espejo" de Tarkovski, que como confiesa el título, es un enorme campo visual de autoreconocimiento de su autor. Yo añadiría a tu lista al cineasta clásico que más y con mejor sentido usó el espejo como metáfora, creando escenas verdaderamente de orfebrería visual. Hablo de Douglas Sirk y "Written on the wind", en la que la entrada de la casa de la familia protagonista tiene un enorme espejo a cada lado. De Almódovar recuerdo una escena en "La flor de mi secreto" en la que Imanol Arias vuelve a casa y en el hall hay uno cristalera que descompone su cuerpo en decenas de imágenes fracturadas. Un saludo

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    1. Gracias como siempre por tus aportaciones, Miguel. Tu conocimiento del cine clásico es siempre abrumador, y ese es siempre mi punto débil.

      Un saludo.

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