Durante mucho tiempo, Kafka ha sido mi punto de referencia. Nacido cien años antes que yo, sus años de vida han sido los campos de fútbol con los cuales medir mi tiempo. Sus novelas (inacabadas), sus noviazgos (fracasados) y sus tragedias (compartidas) me han servido para valorar si los hitos de mi vida llegaban a tiempo o con retraso. "¡Eh, despierta -", me decía a veces a mí mismo, "- a tu edad Kafka ya había publicado!". Una broma personal, un juego narcisista y algo tonto, pero que a veces me lo he tomado algo en serio. Kafka no era precoz, no era el primero en abrir ciertas puertas, de manera que me ofrecía una visión más relajada del escritor, menos impaciente. Además, para alguien perezoso como yo, poco dado a hacer cálculos, haber nacido cien años antes que yo me permitía una comparación directa, sin demasiadas complicaciones. Cien años antes que yo iba abriéndome camino, farol en mano, enfrentándose a la oscuridad, recorriendo los pasos que yo debería dar después; la misma relación de pionero y seguidor que tenían Edison y el Homer Simpson inventor.
El juego mimético me llevó en algún momento a pensar que yo había vivido su vida, o quizá yo fui, en otra vida, un espectador anónimo de la suya, marcada por el fatídico tiro de Gavrilo Princip y el final de un imperio. Si uno lo piensa, su tiempo no fue nada fácil: una guerra, una epidemia, el desmoronamiento de un mundo, el nacimiento de otro. Siempre perteneció a las minorías: judío en un imperio católico; germanófono en una ciudad que hablaba checo; checo en un imperio germánico. De todas maneras, mi mitomanía personal sobre Kafka sufrió un momento de gran debilidad cuando visité Praga. Allí habían hecho de este genio, casi anónimo en vida, un reclamo turístico. Su cara aparecía en postales y llaveros, en marionetas, en rótulos de tiendas, y era el tema de visitas guiadas con mucho de payasada. Kafka por aquí, Kafka por allá, Kafka por todas partes. ¿Qué hubiese pensado él de tanta exhibición pública de su rostro, de su cuerpo, ese que le producía un cierto espanto? Por lo que a mí respectaba, me di cuenta de que no me sonaba ninguna calle, de manera que difícilmente podía haber vivido otra vida en Praga. En aquella ciudad calurosa durante el verano y repleta de turistas, estaba tan perdido como todos sus personajes en los sueños pastosos y detallados de sus relatos.
Kafka murió en 1924. Puedo decir que ya he superado oficialmente su edad, y me sabe mal tener que abandonar la comparación maniática de mi vida con la suya - aunque agradezco continuar vivo. Hace unos meses, de hecho, padecí una enfermedad pulmonar, nada del otro mundo, pero con mi patetismo habitual pensé varias veces que había llegado mi momento sanatorio de Kierling. Por supuesto, no lo fue. Yo sigo vivo, y ya reincorporado a un trabajo con algunos apuntes burocráticos que me recuerdan, vagamente, a su trabajo en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales.
Como van Gogh o Goya, Kafka no era un artista perfecto (su obra tiene callejones sin salida, laberintos, tachaduras), pero sí uno capaz de abrir ventanas en el cerebro. Su prosa ultraobjetiva era la mejor aliada posible de su desbordante fantasía. Escribía a oleadas, alternando épocas de gran productividad con otros largos periodos de sequía. Sus relatos comenzaban con una imagen potente, que se va desgranando poco a poco, explicándose a sí misma hasta el mínimo detalle, para caer después en la redundancia y el agotamiento, y finalmente en el abandono de la escritura. Se entregaba a la escritura como un buceador en apnea: cuando se quedaba sin aire, tenía que salir a la superficie. Tras él, después de su muerte, en veinte años sus amigos, sus familiares, sus conocidos, todo su mundo en resumen, desapareció de un plumazo arrastrado por el ciclón asesino de los nazis. Pensarlo siempre me produce escalofríos.
Podría decir que conozco casi todos los detalles biográficos de Kafka. Lo que todavía me sorprende es que Kafka parece alguien diferente en cada fotografía. Es un personaje de muchas caras, escurridizo. En unas diría que tiene los ojos azules, en otras, oscuros. Siempre aparece muy delgado, pero en algunas fotografías parece casi transparente. A veces su cutis es más pálido, otras veces más moreno. En algunas luce indumentaria clara - como en la foto con Felice Bauer -, en otras, viste de riguroso negro, casi levítico. En algunas parece rígido, en otras, flexible, como de goma. Los estudiosos le atribuyen todo tipo de desordenes psíquicos. Trastornos alimentarios, personalidad límite, síndrome de abandono, sadomasoquismo, pánico ante el sexo e incluso homosexualidad reprimida. Yo creo que exageran. Miro sus fotografías y solamente veo en ellas a un amigo. Uno que vivió cien años antes que yo. Un ser humano humilde, que lucha y se esconde al mismo tiempo. Una persona con un sutil sentido del humor. De hecho, ahora que la comparación no puede ser más tiempo posible, lo que más aprecio de Kafka, lo que puede que me hechizase de él desde un principio, es su normalidad.
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Con cuatro años. |
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Con aproximadamente cinco años. |
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Con diez años y sus hermanas, Elli y Valli. |
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Fotografía con 13 años, edad de la bar-mitsvá. |
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En 1899, en sus años de instituto. |
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Fotografía de datación imprecisa, de sus años de estudiante. |
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Fotografía de 1901, de su año de la reválida. |
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Con su tío Alfred Löwy, en su época universitaria (1905 - 1906, aproximadamente). |
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Foto de estudio de 1906. |
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Foto de 1908, año en el que comienza a trabajar como funcionario en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales. |
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Fotografía de 1910. |
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Fotografía de pasaporte de 1911 o 1912. 1912 fue el año de La condena, su primer relato del que se siente satisfecho. |
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Fotografía de 1913, aproximadamente. |
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Fotografía de pasaporte de 1915 o 1916. |
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Con su prometida Felice Bauer, en 1917. Fotografía tomada en Budapest. |
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Fotografía de 1917, año en el que contrajo la tuberculosis. |
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Fotografía de 1920. |
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Fotografía de 1921. |
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Frente al domicilio familiar, en la Starometské Námestí, en 1922. |
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Última fotografía de Kafka, fechada en 1923. |
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